Fedora tiene nombre de tenor
Milán. 18/10/2022. Teatro alla Scala. Giordano. Fedora. Sonya Yoncheva (Fedora). Roberto Alagna (Boris). Serena Gamberoni (Olga). George Petean (De Siriex). Caterina Piva (Dimitri). Cecilia Menegatti (Savoiardo). Gianfranco Montresor (Boroff). Carlo Bosi (Rouvel). Andrea Pellegrini (Cirillo), entre otros. Filarmónica della Scala. Mario Martone, dirección de escena. Marco Armiliato, dirección musical.
Creada por el dramaturgo Victorien Sardou para la suprema dama del teatro de la Belle Epoque, Sarah Bernhardt, Fedora es sin duda una obra para el lucimiento de una gran actriz, como lo sería otra obra del mismo autor y también estrenada por Bernhardt, Tosca. No es extraño que los compositores de la época tuvieran gran interés por llevar a los teatros de ópera versiones de estas grandes mujeres que podrían ser interpretadas por las divas del momento y conseguir el éxito siempre ansiado.
A Umberto Giordano (1867-1948) este éxito le había llegado muy joven, en 1896, con el estreno en el Teatro alla Scala de Andrea Chénier, el drama ambientado en la Revolución Francesa que aún hoy sigue siendo su obra más conocida y representada. En la estela de ese éxito y basándose en un libreto de Arturo Colautti, Giordano estrena en otro teatro milanés, el Teatro Lírico, la adaptación de la Fedora de Sardou. Ambientada en la tumultuosa época del siglo XIX, de movimientos nihilistas que pretenden derrocar al sistema dictatorial implantado por los zares en Rusia, es una historia de amor y venganza, mezclada con la política y el espionaje, dentro de la alta nobleza rusa (que vive a todo lujo a caballo entre Moscú, París o Suiza), con un marcado dramatismo, al puro estilo verista, del que esta ópera es una de sus grandes obras representativas. Una ópera que demanda, que debe tener como piedra angular, una gran cantante y, sobre todo, una gran actriz. Desde Gemma Bellincioni, la primera Fedora, grandes cantantes-actrices se han sentido atraídas por este papel de garra y belleza. Dalla Rizza, Renata Tebaldi, Magda Olivero o Mirella Freni, en sus últimos años, entre otros muy conocidos, son nombres unidos al papel. Ahí es nada.
Y entonces, si es la soprano la estrella de esta ópera ¿por qué el que escribe titula así la crónica de esta nueva producción del Teatro alla Scala? Porque quien realmente el que triunfó de una manera apabullante en esta representación no fue Sonya Yoncheva, la Fedora protagonista, que lo hizo muy bien, sino Roberto Alagna, el protagonista masculino, el enemigo y luego amante de Fedora, un personaje que también necesita un buen actor pero también un espléndido cantante (estrenó el papel de Boris Ipanov un joven Enrico Caruso). Alagna, una de las voces con más atractivo de los tenores actuales, tuvo una actuación de las que no se olvidan, redonda, apasionante y con una seguridad en toda la tesitura espectacular. Todos los momentos que le brinda la obra los aprovechó para lucir todo su potencial, que no solo se basa en el perfecta proyección y en la elegancia de su canto, con agudos siempre bien timbrados y espectaculares, sin tensión, limpios, sino sobre todo, y es lo difícil de encontrar en estos días, en la matización en saber adaptar su voz a las exigencias del texto. Desde su debut en escena, que ocurre en el segundo acto, con un bellísimo Amor ti vieta hasta un verdadero regalo en el final de Vedi, io piango… con un pianissimo espectacular, de esos que ponen el vello de punta. En lo actoral estuvo también entregado, aunque no con la brillantez que lució en lo vocal.
Sonya Yoncheva fue una gran Fedora, con una estupenda interpretación de un papel que requiere unos medios vocales importantes que permiten, a cambio, el lucimiento absoluto de la soprano. Ella tiene esos medios: un excelente agudo al que sube con facilidad y un centro carnoso y de bello color. Sin embargo, su punto débil, tal vez, sea el grave, donde la voz sonó en algún momento cavernosa y forzada. Comenzó con un bien templado Son gente risoluta … Su questa santa croce, excepto en el grave final y el resto de sus intervenciones, sobre todo la escena de su muerte tuvo una indudable calidad. Pero se echó de menos esa empatía con el papel, una mayor seguridad, el transmitir con la voz la fiereza, fuerza y al final amor de la protagonista. Y es que la cantante búlgara, pese a sus esfuerzos actorales, parece siempre mantener una distancia con la esencia escénica de Fedora. Eso no resta elogios a su trabajo que fue, repito, de muy buen nivel.
Un gran barítono para un papel de poco lucimiento como el de De Siriex: George Petean, siempre solvente y con ese timbre tan atractivo resolvió sin problemas su rol, centrado casi exclusivamente en su aria La donna russa. Gran trabajo de Serena Gamberoni como la condesa Olga. Desde sus primeras intervenciones en el segundo acto, brilló su excelente instrumento, con agudos seguros y restallantes, una dicción perfecta y una elegancia innata en el canto. Estupenda en su aria Il parigino e como il vino, y en todo el tercer acto, en el que tuvo que cantar montada en una bicicleta y pedaleando por el escenario gran parte de su intervención. Buenos comprimarios, destacando el bajo Andrea Pellegrini como Cirillo.
Uno de los pilares del éxito de esta representación fue la medida y acertada dirección de un gran maestro, continuador de la vieja escuela italiana, como es Marco Armiliato. Su versión, fiel al verismo, tendió más al romanticismo que al dramatismo orquestal. Hubo pasión cuando se requería, pero siempre al servicio de la partitura y del escenario, no gratuítamente. Con una Orquesta del Teatro alla Scala a muy alto nivel (excelentes las cuerdas), consiguió momentos de gran belleza como el bellísimo Interludio del segundo acto, una verdadera lección de cómo se dirige este tipo de repertorio. Una batuta que nunca defrauda.
Nueva producción en la Scala (que no reponía la obra desde 2004) firmada por Mario Martone. Realmente no aporta nada nuevo ni destacable al desarrollo de la obra, a la que sigue fielmente, sin más veleidades que trasladar la acción a más o menos nuestros días, y una obsesión con relacionar la obra con el pintor surrealista belga René Magritte. Al abrirse el telón del segundo acto, desarrollado en el palacete de la princesa Fedora en París (en el primer acto había sido en un moderno apartamento en Moscú y el tercero trancurriría en una Suiza alpina de cartón piedra), la pareja protagonista, aparece durante un par de minutos, de pie, a un lado del escenario igual que la famosa pintura de Magritte Los amantes. Los dos muy juntos, el de oscuro, ella de rojo, y con un velo que les cubre completamente la cabeza. El mismo recurso (el velo por la cabeza pero esta vez manchado de sangre) se utilizará cuando aparezca Vladimiro, el prometido de Fedora asesinado por Ipanov, que recurrentemente aparece en los dos últimos actos (fuera de toda alusión del libreto). La escenografía tampoco destaca y resulta bastante tedioso que en estos tiempos y con unos recursos técnicos como los de este teatro se tarde tanto en cambiar un escenario entre acto y acto, rompiendo la dinámica creada por la obra ¿Cuál es la razón de estos apuntes surrealistas que comentábamos en una ópera tan realista? ¿Contraposición? ¿Alegoría? Seguramente el director tendrá su explicación, pero el resultado es fallido porque si uno quiere transgredir hay que ser más valiente y más talentoso y no dar pequeñas pinceladas dentro de una puesta realmente clásica seguramente para no ofender a los más conservadores.
Esos conservadores, que como ya parece habitual en este teatro, aunque es un reducido grupo, abuchean sin ton ni son. Esos “guardianes de las esencias” que siguen soñando con las y los grandes cantantes de otras épocas en la que quizá ni ellos habían nacido y que sólo han oído en disco. Dictadores de opiniones que no perdonan seguramente a Alagna por su affaire de hace unos años con Aida o a Yoncheva que no tenga pura sangre toscana. Gente que hace ruido (en este caso poco y ahogado por los bravos a los protagonistas y al director musical) porque no tiene otra manera que destacar. Algo que hacen otros en papel (o en el mundo digital), criticando para que todos constaten que, al encontrar defectos a todo, saben más que nadie, tratando hasta con mala educación (porque sus medios se lo permiten) a gente trabajadora que por su puesto están al servicio del público que ha pagado su entrada (argumento repetido hasta el hartazgo) y a su escrutinio, pero que tampoco cantan para que se les triture por una actuación. A lo mejor este párrafo no venía a cuento y nombrarlos es darles (seguro) a esta gente más importancia de la que tienen. Pero sé que a algunos artistas estas críticas les hacen daño sin necesidad (no creo que sea el caso de Yoncheva y Alagna, curtidos en mil batallas) y que a veces se sienten injustamente tratados. Un crítico es un opinador. Como cualquiera tiene su modo de ver las cosas, en este caso, analizar una ópera. Ni es la verdad absoluta ni una tontería de un señor o señora, simplemente, repito, es una opinión. Nada más y, a veces, nada menos.