La piel que habito
31/03/2023. Nueva York, Metropolitan Opera House. R. Strauss, Der Rosenkavalier. Lise Davidsen (Feldmarschallin). Samantha Hankey (Octavian). Günther Groissböck (Baron Ochs). Brian Mulligan (Herr von Faninal). Erin Morley (Sophie). Thomas Ebenstein (Valzacchi). Katharine Goeldner (Annina). René Barbera (Tenor italiano). The Metropolitan Opera Orchestra y The Metropolitan Opera Chorus. Robert Carsen, dirección de escena Simone Young, dirección musical.
Lise Davidsen posee uno de los instrumentos más afortunados e impresionantes del panorama lírico actual. Que una cantante de su categoría estrene papel siempre es motivo de interés, aunque, como en este caso, la iniciativa nos despierte algunas dudas de antemano. En este rol, la Mariscala del Rosenkavalier, la soprano tiene que enfrentarse a un doble reto o, mejor dicho, a dos fantasmas. Por una parte, el hecho de que este personaje se encarne en grandes damas del canto que empiezan abrazar el ocaso -el reflejo mismo de la situación de la Mariscala- y, por otra parte, el recuerdo de la legendaria René Fleming cuya retirada se asocia a esta misma producción en este mismo escenario.
Se diría que Davidsen tiene demasiados medios para este papel; continuamente parece estar conteniendo la emisión. Cada nota por separado es un prodigio en cuanto a timbre, potencia, afinación y proyección, pero el conjunto de la interpretación no acaba de funcionar. En un análisis de lo evidente, su lenguaje físico, más propio de una joven diosa nórdica que de una mujer madura -a pesar de esos 32 años que indica el libreto de Von Hofmannsthal- no encaja en absoluto con las contradicciones que atraviesan el corazón y el cerebro de su personaje. Pero incluso desde un punto de vista técnico, ofrece un canto no del todo adecuado, voluptuoso, busca el legato en las vocales y abandona unas consonantes imprescindibles para el discurso inteligente y las reflexiones inquietas de una Mariscala que debe mostrar sabiduría. Su vocalidad nos asombra en cada aparición, pero su actuación nunca acaba de justificar su presencia en esta obra, en este escenario y en un personaje cuya piel no acaba de habitar con naturalidad.
Frente a ella, el Barón de Günther Groissböck también se aleja de la caracterización habitual. Se nos presenta en esta ocasión joven, fuerte, enérgico y exudando sexualidad. En contraste con Davidsen, él sí habita el personaje teatralmente, y conquista la escena en cada aparición a través de su gran carisma y atractivo casi animal. Su heterodoxo Ochs es creíble y nos muestra que, si se hace adecuadamente, es posible abrir nuevos caminos hermenéuticos a personajes ya bien cimentados en la tradición. Sin embargo, no todo es positivo en su interpretación. Groissböck se escuda en su excelente parte cómica para ocultar unas carencias vocales que se hacen particularmente evidentes en los extremos de la tesitura, especialmente en esas notas bajas profundas y tan necesarias, que apenas es capaz de esbozar.
Samantha Hankey nos ofreció un Octavian canónico y multifacético, con un fondo, adecuadamente fresco y heroico, pero también vulnerable y delicado en sus interacciones con la deliciosa Sophie de Erin Morley. La complicidad entre los dos jóvenes resulta conmovedora y creíble. Con la mariscala de Davidsen, sin embargo, el asunto es muy diferente: el físico de los dos amantes hace que la química sea sencillamente inverosímil.
La directora musical Simone Young ofreció una lectura de la partitura plana, reduciéndola a sus elementos más esquemáticos. Hay fraseos largos, líricos, pero poco rastro de esas pulsiones dinámicas y esas modificaciones temporales que la partitura tanto agradece. Tampoco los microclímax, esos latidos de emoción straussiana que vertebran la obra, se despliegan nunca en toda su amplitud. Pareciera una música de acompañamiento más que de intención narrativa. Hay belleza, pero no hay calado interpretativo, una lástima para unas armonías en las que siempre se pueden encontrar nuevos matices y niveles de escucha. La dirección fue bastante más acertada en esos valses asociados al Barón, que ejecutó con esa combinación de rotundidad, ligereza y casi humor que tan bien le sienta a la parte cómica de la obra.
Muy interesante la propuesta de Robert Carsen, impecable en la dirección teatral de los cantantes y en las coreografías sobre el escenario, en los movimientos, y las miradas de complicidad sobre las que se construyen los enredos y la trama. Entiende bien que esta obra es, entre otras muchas cosas, una fábula sobre la exquisitez y el refinamiento galante de una clase alta idealizada, pero, en lugar de centrarse exclusivamente en la Austria de la emperatriz María Teresa, despliega un catálogo de recursos estéticos de más de dos siglos de historia, de los que elige elementos variados, a través de una mezcla de buen gusto y sensibilidad. También atiende a una mirada más profunda en la que asocia la masculinidad a lo beligerante -esos cuadros para los nobles marciales, y el comercio de armas para la burguesía-. El mundo femenino, infinitamente más interesante, se mueve en el terreno de las pasiones, las reflexiones, incluso algunas deliciosas pinceladas filosóficas bien retratadas en la figura de la Mariscala
Como siempre en el Met, esta es una propuesta interesante, con elementos soberbios, del mejor nivel posible, pero también otros de imposible encaje. Es una producción deslavazada que nos demuestra una vez más que un buen todo es más que la suma de algunas excelentes partes y, sobre todo, nos advierte de la importancia de una buena caracterización psicológica de las protagonistas. Y es que la ópera, además de otras muchas otras cosas, también es puro teatro.
Fotos: © Ken Howard / Met Opera