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Romantizar

Barcelona. 13/11/16. Auditori. Schumann: Concierto para violonchelo y orquesta en la menor, op. 129. Pablo Ferrández, violonchelo. Schubert: Sinfonía en do mayor, D. 944. Orquesta Sinfónica de Barcelona y Nacional de Cataluña. Dirección: Hartmut Haenchen. 

Existe una cierta idea banal del romanticismo que sufre la acumulación de estereotipos y corre el riesgo de diluirse en la vacuidad más absoluta y naíf cuando se traslada sin más a nuestra época, difícilmente igualable en hipocresía, impostura y artificio envuelta además en la depravación cotidiana. En algunos aspectos del fingimiento podemos parecernos (artificio que según Novalis es la esencia del romantisieren puesto que “romantizar” no es más que dar apariencia de infinito a lo finito: el mundo, la vida, el arte); pero ya no hay sueños, locuras ni triunfo sobre el principio de Realidad: la realidad se impone y nos aplasta, y los sueños y locuras son baratijas con las que se comercia en cada esquina.

Todo esto para hablar de la distancia que nos separa, aún siendo herederos de porciones –ruinas– del pasado musical romántico en el que se centraba el último programa de la OBC dirigida por Harmut Hanchen, una batuta absolutamente experimentada en el repertorio, y el debut de un joven violonchelista que es ya una realidad brillante del panorama actual; el madrileño Pablo Ferrández. Un programa redondo, con Schumann y Schubert: en ambos late la misma espiritualidad agónica, tanto por saberse en un final como por estar inmersos en una lucha que siempre es impotente para restaurar la integridad espiritual pasada. La misma que se agita en los lienzos de Overbeck o en las palabras de Friedrich Schlegel cuando escribe, a principios del mismo siglo, que el artista es aquel que tiene una visión original del infinito. Todo ello se debe lograr transmitir con claridad, un reto cuando amenaza el peligro la vaguedad o banalidad de la que hablábamos. 

No fue así en el Concierto para violonchelo de Schumann, que comenzó con una orquesta de sonido equilibrado en las secciones y bien ajustado con el solista. Haenchen se mostró flexible en el gesto, aunque la falta de matices de los vientos en el lento y el sonido algo adusto de la orquesta en ciertos momentos del último movimiento deslució algo el resultado. En un concierto orgánico que enlaza los tres movimientos, se logró no obstante dar fluidez a una interpretación en la que Ferrández sobrecogió al auditorio desde su Stradivarius. Con una inmensa potencia lírica, fiel al espíritu schumanniano volcado sobre el violonchelo, ofreció una interpretación soberbia, profunda y madurada, sin vértigo en las transiciones, inteligente en el exigente diálogo-choque con la orquesta en el último movimiento y con una intachable nitidez sonora mostrada desde la primera intervención. El movimiento lento, casi hermanado en este aspecto con las Kinderszenen op. 15, exige una infinita delicadeza en la articulación y el fraseo, y la encontró en el arco de Ferrández, que logró obtener un estado de recogimiento. El halo de ensoñación que dejó con la partitura de Schumann, lo remató con una propina tan aplaudida como inesquivable, teniendo en cuenta la fuerza simbólica de El cant dels ocells, transmutando en la capital catalana, de Pablo a Pau (Casals). 

La “Grande” es la imponente despedida sinfónica de Schubert en el punto culminante de su trayectoria vital y musical hacia la gran sinfonía a través de los cuartetos, que acobardó a todas las orquestas europeas a mediados del XIX. No fue el caso esta vez. Con gran temple en la batuta, Haenchen la cuidó como un retoño, mediante un trabajo de nitidez en las superficies sonoras y de profundidad en el discurrir melódico. La “longitud celestial” de la que el propio Schumann habló al referirse al monumento sinfónico de Schubert encontró fluidez y claridad en una versión jovial y enérgica producto tanto del detallismo y clarividencia del director alemán, como de la buena respuesta de la orquesta. No anunciaba todo eso unos primeros compases algo precipitados en el tempo, que además acusaron el fraseo exagerado que imprimió el director a las cuerdas. Pese a esto, la claridad estructural de Haenchen y el excelente desempeño de trombones y trompa solista culminaron un excelente inicio, al que siguió una lectura cuidada de la sinfonía, versátil –entre el minimalismo y la grandilocuencia– con unas maderas brillantes, tan cálidas y sensuales como vigorosas. El momento más destacado fue sin embargo antes: la precisión matemáticamente emocional que la orquesta alcanzó en el último acorde, que cierra uno de los movimientos más magistrales de todo el romanticismo, el andante con moto de esta –en muchos sentidos– “grande” de Schubert. En la cabeza y en las manos, irrumpen las palabras de Franz von Schober en el poema An die Musik que servirá de texto para el conocido lied de Schubert: Ein süßer, heiliger Akkord von dir/den Himmel beßrer Zeiten mir erschlossen/du holde Kunst, ich danke dir dafür! (“un dulce y sagrado acorde tuyo/me ha abierto el cielo de tiempos mejores/¡Oh hermoso arte, te doy las gracias por ello!”).