La atemporalidad del arte
Ámsterdam. 29/11/2023. National Opera and Ballet. Wagner. Lohengrin. Daniel Behle (Lohengrin), Malin Byström (Elsa), Thomas Johannes Mayer (Telramund) Martina Serafin (Ortrud), Anthony Robin Scheider (Rey Enrique), Björn Bürger (Heraldo) . Coro de la National Opera. Orquesta Filarmónica de los Países Bajos. Dirección de escena: Christof Loy Dirección musical: Lorenzo Viotti.
El título de esta reseña parece intimidar un poco. Suena seguramente a discurso filosófico, algo que me es muy lejano por temperamento y por cualidades para desarrollarlo. Pero durante la representación de este Lohengrin de Richard Wagner que ha puesto en pie la Ópera de Ámsterdam ese pensamiento, el de cómo el arte, y en este caso la música, se convierte en un valor atemporal a pesar o gracias, según los casos, de modas, de interpretaciones, de visiones, fue palpable. Y ¿por qué esta idea, que me rondó durante toda la representación? Porque la percepción general que tuve de la velada es la de cómo una obra tan bella como Lohengrin sufría una transformación que poco tenía que ver con las condiciones de su estreno de Weimar de 1850. Una transformación, para mí, de gran interés, enriquecedora, no nueva porque estamos ya acostumbrados a los cambios en el planteamiento de una ópera, pero que demostraba, una vez más y no me cansaré de repetirlo, que la ópera está viva. Y está viva porque el talento se sigue poniendo al servicio del arte, lo respeta, lo admira y lo transforma sin perder su atemporalidad. Lorenzo Viotti en el foso y Christof Loy en el escenario demostraron que Lohengrin no es lo que parece: un cuento de princesas rescatadas, de héroes transportados por cisnes, nobles guerreros y malos, de los malos de verdad, sino una bellísima fábula musical y teatral sobre cómo vemos cada uno el amor, cómo lo aceptamos y cómo nos transforma para bien o para mal, mientras nos contempla, expuestos, la sociedad que nos rodea.
Hablaba de Loy y Viotti. Empecemos por el segundo, Lorenzo Viotti. El director titular de la Orquesta Filarmónica de los Países Bajos, una de las batutas más reconocidas de una generación que está en la treintena, abordaba por primera vez una ópera de Wagner desde el foso. Por lo que he leído, habían sido varias veces las que había rechazado emprender este camino. Pero al final se ha decidido. Y el resultado ha sido espectacular. Por varias razones. La primera el tremendo respeto al abordar una partitura de estas características, tan diferentes a la mayoría de las del repertorio del siglo XIX. Su lectura es canónica, precisa y se aprecia el estudio profundo del espíritu wagneriano. La segunda razón es la tremenda frescura que se puede aportar llevando a la orquesta a esos límites tan peligrosos de los tiempos lentos, extendidos, pero llenos de tensión y de belleza, tal y como demostró desde ese prodigio musical que es el preludio de la obra. Y la tercera razón, por manejar con pericia el barco de las voces, y especialmente al coro en el escenario, un mar algo embravecido por la concepción teatral de Loy. Impecable la Filarmónica de los Países Bajos, territorio de grandes músicos y de grandes orquestas y donde la seguridad de oír un gran conjunto está casi siempre garantizado por una profesionalidad y un virtuosismo que en pocos lugares se alcanza. Una lectura, pues, de esas que no se olvidan, y un camino que si Viotti decide transitar con más frecuencia, puede dar muchas satisfacciones al aficionado wagneriano.
Vamos con la dirección de escena. Christof Loy libera en lo escenográfico a Lohengrin de polvo y paja y la deja casi desnuda. Su pretensión no es contarnos la ópera con decorados o vestuario (aunque este sea a veces bastante elocuente sobre la acción) sino con un trabajo actoral claro y contundente pero que exige una colaboración y un esfuerzo de un equipo de cantantes que apoye su visión. La acción se desarrolla en una especie de granero enorme, de esos que se utilizan para reuniones comunitarias o fiestas locales en un pueblo grande. No hay nada más. Algún atrezzo (una cama turca en la escena de Ortrud y Telramund, un órgano en la escena de la boda) y unas grandes cortinas de tiras de plástico opaco, que ocultan en algún momento el escenario y donde se proyectan al comienzo las caras del pueblo de Brabante, los componentes del coro que están moviéndose por detrás, expectantes ante los acontecimientos que van a ocurrir. Y ese pueblo es el gran testigo, siempre en movimiento (quizá excesivo), de la acción de la ópera. Acompaña, apoya o critica a los protagonistas que en ese gran espacio viven su historia. No hay más. No se añade nada, aparte de algún precioso pasaje de ballet en los momentos orquestales y una hermosa representación del cisne que trae a Lohengrin formada por los figurantes que con sus brazos asemejan las alas del ave (una imagen que, personalmente, me emocionó). La acción fluye y la historia es la que es. Hay lucha de espadas y vestido de novia y, sobre todo, hay un Wagner en estado puro, moderno pero sin genialidades personales del regista sobre la historia.
El coro. Demasiadas veces en nuestras críticas pasamos casi de puntillas por un elemento tan importante de la parte vocal como es el coro, sobre todo en algunas obras. El Coro de la Ópera Nacional, dirigido por Edward Ananian-Cooper, fue lo mejor del elenco vocal en este Lohengrin. Su cohesión, el trabajo tan bello que hizo Viotti con ellos, haciendo medias voces espectaculares, sin desmelenarse ni perder el control en los tutti, actuando y viendo el planteamiento de Loy consiguieron brillar como pocas veces he visto. Impresionantes.
El conjunto de voces individuales fue muy parejo y en general a buen nivel. Destacaría el Lohengrin Daniel Behle, un cantante que se desenvuelve sin problemas en el papel consiguiendo que el famoso 'In fernem land' sonara con ese crescendo tan emocionante que fuera toda una declaración de la esencia de la ópera. También estupenda la Elsa de Malin Byström que lejos de ser una mujer meliflua y quebradiza (que lo es) se mostró más madura y también más consciente de sus errores. Su voz, de bello color, no tuvo problemas en la zona aguda y se implicó, como casi todo el reparto, en la producción.
De voz de un timbre demasiado duro y sin brillar ni en los agudos ni en los graves fue la Ortrud de Martina Serafin, una excelente cantante pero que en esta representación estuvo lejos de otras en las que ha destacado más. Tampoco la voz de Thomas Johannes Mayer es descollante pero fue el más implicado actoralmente de los protagonistas y el que mejor dijo el enrevesado verso wagneriano. Si hubo momentos de tensión dramática a la antigua usanza fue obra suya.
Un buen rey Enrique fue Anthony Robin Schneider, una voz sonora y bien proyectada, con graves bien templados pero que evidentemente se encuentra más cómodo en la zona media y alta de su tesitura. Buen trabajo y bella voz de Björn Bürger como Heraldo, pero suena más a bajo-barítono que a bajo propiamente dicho. Curiosamente Loy le da un protagonismo que no aparece en otras producciones, haciéndole ser como un enamorado callado y escondido de Elsa.
Fotos: © Marco Borggreve