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La soledad de la manipulación  

Amsterdam. 28/01/2024. Dutch National Opera. Händel: Agrippina. Stéphanie d’Oustrac (Agrippina), Yin Fang (Poppea), Tim Mead (Ottone), Gianluca Buratto (Claudio), John Holiday (Nerone), Tommaso Barea (Pallante), Jake Ingbar (Narciso). Accademia Bizantina. Ottavio Dantone, director. Barrie Kosky, dirección de escena.

Agrippina es una ópera perteneciente al periodo italiano de Händel. El compositor, a una temprana edad, había viajado al país y desarrolló en él un estilo compositivo realmente rico. Es verdad que la ópera esta hecha, en su mayoría, de prestamos de otras obras, propias y ajenas, pero Händel sabe readaptar todo el material de forma maestra, y en este periodo italiano, la luz mediterránea y el color mas vivo, se manifiestan en unas armonías audaces y en una utilización -quizá influido por el concerto grosso- de los instrumentos de la orquesta de forma solística, de a grupo y a solo. Tiene un gusto también por buscar el choque de intervalos mas disonantes, que provoca una tensión que afila el drama de forma muy tirante y, diría, que expresivamente latina.

Hay dos arias que llaman poderosamente la atención respecto a todo esto: Pensieri, voi mi tormentate!, que canta Agrippina en el segundo acto, y donde Händel pinta la ansiedad y la soledad de la protagonista con su desgarrado y melismático solo de oboe, ritmos entrecortados, silencios prolongados y expectantes, y ritornelli de la orquesta en unísonos (lo que significa sólo una voz) para reflejar ese vacío. El resultado es una música de una abstracción insólita, y un retorcimiento muy barroco sí, pero también enormemente teatral y casi manierista que impacta sobremanera.

También en el segundo acto, Ottone, en su momento más desgarrador, mostrando su absoluta miseria y desamparo, canta la maravillosa Voi che udite il mio lamento. Hay que destacar la fricción de ‘navaja’ que hay por el choque entre los dos bloques de violines primeros y segundos en intervalo de segunda, los intensos retardos, y -aquí también- un afligido sólo de oboe, instrumento tratado en esta ópera como un fiel compañero doliente, que acompaña, como en el caso de este aria, en la soledad del personaje.

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Esa vuelta de tuerca de más que tiene Agrippina tanto en su música como en su texto -éste último lleno de ironía, y con elementos claros de comedia- ha sido estupendamente recogida y realzada por Barrie Kosky en su montaje. El director de escena australiano ha sabido aprovechar el estupendo libreto (uno de los mejores en las óperas de Händel), basado en dos mujeres de rompe y rasga, que hacen y deshacen, y sobre las que todos los demás personajes giran como verdaderos satélites. Kosky, sobre una escenografía típica de Rebecca Ringst basada en una plataforma metálica que gira y que se superpone en capas, realiza un trabajo soberbio, mucho mas trabajado y menos anodino y rutinario que el que desarrolló Calixto Bieito con una plataforma muy similar diseñada por la misma directora el año pasado para su Giulio Cesare, aquí en Amsterdam, por las mismas fechas. 

Con un trabajo teatral ímprobo y calculado hasta el extremo, el director australiano consigue con esa ‘teatralidad de más’ conectar de forma directa con el espectador, y así conseguir llegar más fácil en una ópera larga y de trama un tanto espesa. Hay elementos hilarantes hasta de vodevil, como la escena en el tercer acto de Poppea con Ottone, Nerón y Claudio en sus aposentos. Y el público, con esa ironía y sal gorda de Kosky disfruta y se divierte.

Maravillosos también los momentos dramáticos, realizados de forma acerada, como el vapuleo a Ottone, por ejemplo; o de forma conmovedoramente filosófica, como el final inventado por el director, donde elimina la anti climática e insustancial intervención de Juno, y, sobre una pieza lenta del oratorio L’Allegro, il Penseroso e il Moderato del propio Haendel, representa ese momento donde la protagonista, después de estar urdiendo y manipulando de la forma mas vil durante toda la ópera para conseguir que su hijo acceda al trono, se quita la máscara, cuelga la ropa, las luces se apagan, y ésta, sola consigo misma, muestra el agotamiento y soledad a la que llega una persona así, y sobre la que planea la gran pregunta: ¿valió la pena? ¿Es realmente lo conseguido una victoria…? Maravilloso final, y gran espectáculo el conseguido por Kosky.

Es una pena que las pequeñas pero ciertas durezas en la emisión de Stéphanie d’Oustrac como Agrippina, le impidan redondear una mayúscula actuación. Un canto no del todo sul fiato que le resta morbidez y flexibilidad, le baja la nota a una actuación del todo modélica. Estuvo muy implicada, y sacó adelante su largo y complicado papel lleno de intensas arias en modo menor. Es un rol que es un bombón para una buena cantante-actriz, y ella lo es.

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Empoderada, sagaz, y muy sensual/sexual, el rol de Poppea se ajusta vocalmente como un guante a la soprano ligera Yin Fang, que con su voz fresca, homogénea y timbrada, borda las muchas agilidades de la parte. Detallista, ya desde el inicio de su primer aria, la cantante nos obsequió con una bella messa di voce, y luego hasta supo meter muy pequeños giros portamentados que le ayudaron a configurar ese lado de sensualidad que tiene el papel con sus abundantes arias en balanceante ritmo ternario.

Tim Mead cantó el único personaje sincero y honesto de la ópera: Ottone, el encargado de salvar a Claudio, y el que es capaz de renunciar al trono por conseguir unirse a Poppea. Al cantante, siempre correcto y perfectamente en su sitio, le faltó protagonismo, y algo de anchura vocal y expresiva para un personaje así, aunque sí que supo dar dimensión a la bellísimo aria antes descrita, y hacernos ir al descanso con el debido nudo en la garganta.

Un acierto elegir al bajo Gianluca Buratto como Claudio. El cantante italiano con un vozarrón sonoro y extenso, llegó sin problemas a las excéntricas bajadas al grave escritas por Haendel, con descensos de hasta dos octavas en su aria Cade il mondo. El personaje de Claudio es tratado con especial ironía y sarcasmo por los autores (se dice que es una caricatura del Papa Clemente XI del presunto autor del libreto, el cardenal Grimani), y Buratto, con una vis cómica de caricato italiano de la mejor ley, estuvo realmente perfecto en este rol. Notable John Holiday como Nerone, yendo de menos a mas; y correctos y efectivos Tommaso Barea como Pallante y Jake Ingbar como Narciso.

Ottavio Dantone nunca dirige música barroca sin una orquesta especialista y, para ello, se trajo a su famoso grupo, la Accademia Bizantina, que sonó estupendamente, afinada y con muy bella sonoridad. El estilo fue impecable, y las texturas creadas fueron de una rara transparencia. Dantone destacó en los momentos mas líricos, en los tiempos lentos, en las sonoridades mas tenues; donde se consiguieron muy bellos resultados. Es en los números e instantes más dramáticos y llenos, en los que había que tener una sonoridad mas masiva y punzante, donde se echó en falta una dirección mas asertiva, de mayor incisividad. El resultado por ello, y quizá por la falta de impulso del director al estar tocando el clave, fue desigual, de un sonido amortiguado demasiado general, y sin las aristas y contrastes que en la escena si se pudieron apreciar.

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Fotos: © Ben van Duin