El público, ¿soberano?
Bayreuth. 25/07/2024. Festspielhaus. Richard Wagner: Tristan und Isolde. Camilla Nylund (Isolde), Christa Mayer (Brangäne), Andras Schager (Tristan), Olafur Sigurdarson (Kurwenal), Günther Groissböck (Marke), Birger Radde (Melot) y otros. Orquesta y Coro del Festival. Dirección escénica: Thorleifur Örn Arnarsson. Dirección musical: Semyon Bychkov.
Si esta reseña la fuera a firmar no un individuo concreto sino un ente que podríamos denominar público de Bayreuth, el resultado de esta función inaugural de la edición del 2024 del Festival wagneriano por antonomasia sería fácil de describir: éxito arrollador de las voces, fracaso de la propuesta escénica. Uno repasa los saludos finales y mientras los cantantes –con alguna excepción que luego comentaremos- contaban con la aprobación general cuando no con el entusiasmo colectivo, el grupo dirigido por Thorleifur Örn Arnarsson fue acogido por un abucheo masivo que provocó que el susodicho se fuera inmediatamente tras el telón en busca de los cantantes, para mitigar la reacción negativa.
Pero esta reseña no la firma el público de Bayreuth sino un señor que tuvo la fortuna, el regalo, de vivir la experiencia de una función inaugural en el festival más mítico de Europa. Quizás artísticamente no el más importante ni el más relevante pero sí el más mítico, el dueño de la aureola mística más significativa. Por ello, y no estando siempre de acuerdo con aquello de que el público siempre tiene la razón, vamos a analizar en las próximas líneas lo que supuso esta velada.
A mí no me molesta en absoluto que me provoquen con las puestas en escena operísticas. Estas no dejan de ser un ejercicio intelectual y por ello es legítimo tanto que la Inszenierung me haga su propuesta como que yo, como espectador, le haga saber de mi impresión. Aun están vivas en el recuerdo, por poner dos ejemplos, las airadas reacciones que se produjeron con las ideas de Hans Neuenfels en su Lohengrin, con aquellas ratas de colores como grandes protagonistas o el último Tannhauser, aun en cartel en Bayreuth, de Tobias Kratzer con furgoneta, viaje iniciático y personajes añadidos a la dramaturgia. Con una y/o con otra se podrá estar en total desacuerdo o se podrá aplaudir con fervor; ambas reacciones son legítimas y han existido en el Festival. Te provocan, tú reaccionas y respondes; incluso, puedes ir evolucionando en la compresión o aceptación de las ideas escénicas hasta poder cambiar la inicial opinión.
Pero cuando lo que te ofrecen es la vacuidad absoluta… Ahí parece muy difícil poder llegar a empatizar ni con la propuesta ni con las hipotéticas intenciones. Cuando uno va a la ópera y gasta muchas de sus limitadas fuerzas intentando escribir que no ha entendido nada de nada quizás solo queda concluir que, en el fondo, no había nada que entender.
La propuesta de Thorleifur Örn Arnarsson ni siquiera llega a provocación: un acto primero dominado por numerosas sogas colocadas en vertical y un agujero central del que no sabemos nada más. En el segundo acto un amplio salón repleto de cachivaches (estatuas, cuadros, aparatos mecánicos,…) colocados sin ton ni son, como si de un caso de Diógenes selectivo se tratara. Y entre tanto cachivache, Tristan e Isolda se aman. Finalmente, el tercer acto es una mezcla de ambos, con un par de cuerdas y parte de los artilugios reunidos en el centro, encima de los cuales reposa Tristan herido. ¡Ah! Y Melot no hiere a Tristan, nadie mata a Melot, como nadie hiere a Kurwenal. Pareciera que todos asumen la muerte extática de Isolde que, paradojas de la propuesta, sí que muere de forma evidente. En fin, la nada: ni provocación, ni inteligencia, ni renovación, ni conservadurismo, ni clasicismo. Nada de nada.
Vocalmente los derroteros fueron muy otros aunque no puedo compartir el entusiasmo generalizado del público asistente. El triunfador de la noche fue un Andreas Schager que hizo un segundo acto para recordar, pletórico en el largo dúo, seguro, de fraseo firme, un bellísimo color y una aparente facilidad en el canto que pareciera que a Schager el Tristan le parecía poca cosa. Pero, ¡ay, ese tercer acto! El tenor austríaco se lanzó a tumba abierta, con la voz expansiva, viviendo su sufrimiento interior a través del canto de forma hermosa hasta que la voz se quebró. El último delirio fue dicho sin línea de canto, recurriendo a los trucos de un veterano, evitando la zona aguda y salvando algunos momentos complicados. ¿Hipoteca ello el buen hacer previo? No, pero convengamos que por exceso de confianza, por cansancio o por lo que fuere, Tristan se “murió” un poco antes de la llegada de su amada.
Esta fue una lírica Camilla Nylund, también aclamada por el público. Creo, sinceramente, que Nylund hizo la mejor Isolde posible con la voz de la que es dueña. Así, en la parte más lírica la finlandesa caminaba con seguridad pero en las partes más dramáticas tenía dificultades para hacerse con el papel. En el dúo del acto segundo fue superada por su compañero en más de una ocasión pero su Mild und Leise, dicho casi de forma camerística, fue hermoso.
Los dos alter ego de los protagonistas estuvieron a la altura. A mí Christa Meyer me pareció de lo mejor de la noche aunque sus advertencias del segundo acto las tuviera que decir desde la lejanía, perdiendo la voz presencia. Esta voz dúctil y bien proyectada da empaque a un personaje que apenas puede crecer a la sombra de su ama. El islandés Olafur Sigurdarson fue aclamado para mi sorpresa porque siendo una voz amplia y firme, su fraseo resultó bastante tosco. No dudo que puede caracterizarse así a Kurwenal pero tampoco es descartable entenderlo como un ser noble –en todos los sentidos- y resulta exigible una línea de canto más reposada y, si se quiere, liederística.
El monólogo del rey Marke es un reto en muchos sentidos: para el regidor, porque durante doce minutos la vida se detiene con muchos personajes en escena; para el bajo, porque es, en la práctica, su única intervención. Marke está dolido pero tiene la dignidad que le dan su edad y el cargo. Por ello, la interpretación de Günther Groissböck resultó decepcionante; una voz oscura pero emitida de forma artificial, restando al personaje toda la dignidad vocal que se exige. De hecho, fue el único cantante abucheado de forma sonora en los saludos al finalizar el acto segundo. Me pareció un castigo excesivo. El resto de los personajes se cubrieron con calidad: sonoro el Melot de Birger Radde, lírico el joven marinero de Mathew Newlin, incisivo el pastor de Daniel Jenz y contundente el piloto de Lawson Anderson.
¿Quién fue, entonces, el triunfador de la noche? Pues quizás haya que deducir que tal título se lo merece Semyon Bychkov, al que hasta ahora no habíamos nombrado. Una obra tan larga, tan emotiva y tan extrema exige una batuta que sea capaz de mantener el pulso y evitar la tentación del desequilibrio. Creo, sinceramente, que Bychkov lo consiguió y se convirtió en el personaje en torno al cual se levantó con buen final esta propuesta.
Todo comenzó con un preludio cargado de emotividad, conducido de manera pausada, que no lenta, y marcando ya el tono general de la obra, de una gran coherencia. El segundo acto destacó por su capacidad para dibujar de manera precisa y distinta a cada uno de los personajes y a cada uno de los momentos de la acción teatral. Finalmente, en el último cuadro Bychkov hizo gala de una magistral capacidad para recoger el sonido de la orquesta y ponerse al servicio de Camilla Nylund, que había sufrido un tanto con los momentos más dramáticos de la ópera y que se vio aquí arropada entre algodones en un bellísimo Mild und Leise.
Bayreuth en el día de la inauguración es como caminar por la Baviera del pasado visto el percal general. Además, la presencia de dignatarios estatales, bávaros y diplomáticos hacía que la presencia policial fuera y dentro del Festspielhaus fuera abrumadora. Los asientos siguen siendo incómodos y por lo menos la temperatura fue aceptable. A uno le queda la sensación de que después de vivir esta experiencia como escribidor sobre ópera, poco más allá nos queda por vivir. O no, ya lo veremos, porque una cosa que siempre me queda clara en este tipo de eventos es que por mucho emperifollamiento que rodee una función de ópera, para algunos, espero que para muchos, lo más importante sigue siendo la música de Richard Wagner.
Fotos: © Enrico Nawrath