© Silvia Camporesi
Bilbao, Berlín por un día
Bilbao. 30/04/2025. Auditorio de la Sociedad Filarmónica. A. Vivaldi. Il Giustino. Emöke Barath (soprano, Arianna), Delphine Galou (contralto, Giustino), Emilio González Toro (tenor, Vitaliano), Marie Lys (soprano, Leocasta), Sophie Rennert (mezzosoprano, Anastasio), Alessandro Giangrande (tenor y contratenor, Polidarte y Andrónico) y Carlotta Colombo (soprano, Amanzio). Accademia Bizantina. Dirección musical: Ottavio Dantone.
Hace menos de dos meses en esta misma sede, el coqueto auditorio de la Sociedad Filarmónica, pudimos disfrutar de Clori, Tirsi e Fileno, serenata dramática de Georg Friedrich Haendel estrenada en Roma en 1707; hoy hemos vuelto al mismo lugar para poder disfrutar de una ópera de Antonio Vivaldi estrenada en la misma capital italiana apenas diecisiete años después. Es decir, en apenas dos meses hemos disfrutado de dos cimas del barroco operístico, frente a frente, ante los oídos de la sociedad melómana bilbaína. Eso sí, reconociendo que mientras las óperas de Haendel, al menos unas cuantas de ellas, han conseguido relevante reconocimiento mundial, las de Vivaldi están en fase de emerger, de sacar la cabeza en un mundo en el que la inercia por la comodidad de la escucha reiterativa de los mismos títulos ejerce una presión imposible de soportar. Y eso en Bilbao se alza hasta la enésima potencia. Por ello, que la Sociedad Filarmónica de Bilbao nos haya permitido desbrozar siquiera un poco el mundo operístico vivaldiano es de agradecer.
Eso sí, como si Bilbao se hubiera convertido en Berlín por un día, y como ejemplo máximo de lo que es la descoordinación institucional en lo que sería fa-ci-lí-si-mo coordinar tuvieron que coincidir en ciudad y horario, separados por apenas cuatrocientos metros, este estreno de la ópera barroca con el reestreno de la zarzuela de Jesús Guridi Mari-Eli, que no se escenifica desde hace casi ochenta años. Así son los de Bilbao. Nos podemos pasar más de un mes sin lírica y poner dos títulos a la misma hora del mismo día. Nosotros tendremos que ir mañana a la de Guridi porque ningún melómano de bien querría perderse ninguno de los dos acontecimientos.
Il Giustino, de Vivaldi, responde a todos los estereotipos de la ópera barroca. Si uno escucha la versión discográfica del mismo grupo, Accademia Bizantina, su extensión llega a los 190 minutos mientras que lo ofrecido en Bilbao ha rondado los 160 así que aceptamos el recorte de hasta seis números de la ópera para evitar las más de tres horas de duración. Y, sin embargo, hemos de padecer el típico argumento lleno de héroes, reyes y reinas, conspiradores con un solo “ser humano”, un pastor deseoso de ser como los héroes y que acabará engullido por el mundo noble, Giustino, y para el que Niccolò Beregan, el libretista, se inventará, ¡cómo no!, un inesperado parentesco que le facilitará un final como Cesar enamorado y casado con su Leocasta querida. Miel sobre hojuelas.
La ópera se ha ofrecida en versión concertante, con muy escasa interacción dramática entre los cantantes –con la excepción que luego concretaremos- y un atrezzo reducido a un collar como ejemplo de las joyas y a un muy elemental movimiento de los cantantes. Vocalmente, la noche ha sido extraordinaria, una de esas en las que temes, a priori, no encontrar calificativos distintos suficientes para no caer en la reiteración. Y eso que según se ha comentado en los pasillos previos, el grupo sufrió el apagón en el Tren de Alta Velocidad camino de Barcelona lo que provocó la suspensión de la función catalana y un montón de incómodas horas en medio de la nada, como tantos y tantos afectados por el suceso. Así, asumamos que quizás no llegaron a Bilbao en las mejores condiciones físicas. Y, sin embargo, la noche fue notable.
La mejor voz de la noche puede ser la de Sophie Rennert, en el papel de Anastasio, emperador de Bizancio porque esta mezzo supo enseñar una voz de timbre hermoso, carnoso y voluminoso, proyectando la autoridad propia del personaje. O quizás podría mencionarse la de Emöke Barath, su esposa Arianna, merecedora de calificativos muy similares y sabiendo ser justamente doliente en la escena del marido celoso. Muy bien las dos, triunfadoras de la noche.
No estuvieron a la zaga Marie Lys, Leocasta, hermana del emperador, salvada por Giustino y enamorada por ello del pastor militar. Una voz luminosa, muy bien proyectada. Tampoco desmereció en absoluto Emiliano González Toro como Vitaliano, tirano de Asia Menor y derrotado por el emperador, perfecto en la coloratura y moviéndose en una tesitura cómoda para un tenor, pudiendo destacar con una voz suficiente.
No se nos olvida el papel de Giustino, el protagonista, pastor soñador en un inicio y que acabará tres horas después asumiendo el correinado de Bizancio con Anastasio. Delphine Galou tiene un único problema, el tamaño de su voz; su presencia escénica es imponente, trató de dotar de cierta carga dramática a su personaje, que el que más evoluciona durante la ópera. Además, canta con mucho gusto pero el pequeño problema es que hay una cierta limitación en el volumen. Para terminar, los dos personajes menores –los tres, de hecho- fueron muy bien encarnados por Alessandro Giangrande, ora tenor (Polidarte) ora contratenor (Andrónico) pero con un exceso de histrionismo en todas y cada una de sus intervenciones, con voz algo metálica y gesticulación excesiva mientras que Carlotta Colombo dio empaque al pequeño papel de Amanzio, el traidor que acabará fulminado por la justicia divina.
Sobre la agrupación orquestal, poco que añadir: la Accademia Bizantina es un instrumento que funciona como un reloj suizo -o de Rávena si prefieren- y su director, Ottavio Dantone, apenas tiene que mover sus manos para que todo funcione con milimétrica exactitud. El bajo continuo –el mismo Dantone al clave más Tiziano Bagnati al archilaúd y Emmanuel Jacques al violoncelo-, excelso y conviene mencionar a Margit Übellacker, solista de salterio y que participó con Delphine Galou en el aria Ho nel petto un cor sí forte dando un toque de elegante antigüedad al momento. La solista parecía trabarse de vez en cuando pero poder escuchar un instrumento tan antiguo fue una suerte.
La sala presentaba buena entrada aunque lejos del lleno. No era el mejor día: víspera de festivo, la ya mencionada coincidencia con la zarzuela y primera noche cuasi veraniega en muchas semanas pero los que no fueron –o no pudieron- ir, se lo perdieron. En Bilbao el Vivaldi operístico es una rara avis y es de agradecer que la Sociedad Filarmónica de Bilbao nos haya ofrecido esta hermosa y solvente oportunidad. Y en veinticuatro horas, al Teatro Arriaga, como si de repente esta ciudad se hubiera convertido en un alter ego de un Berlín cualquiera. ¡Ya quisiéramos!