© Monika Rittershaus

Un Mahler sublime

Las lastimeras violas daban paso a unos violines suaves y sedosos que parecían elevarse hasta lo más alto. Tras la monumental Octava Sinfonía de Mahler interpretada ese mismo día por Klaus Mäkelä y la Orquesta del Concertgebouw, la Filarmónica de Berlín regresaba para su segunda actuación en el festival, aprovechando al máximo la rica y resonante acústica del Concertgebouw. ​​La despedida del Festival Mahler 2025, en Ámsterdam, terminó el domingo por la noche de un modo sublime. Sakari Oramo dio tiempo a que el sonido se asentara y a que las violas encontraran la oscuridad en el Adagio, el único movimiento completo de la Décima Sinfonía de Mahler. La expansiva melodía del trompa Stefan Dohr llenando la sala fue la mejor manera de concluir esta celebración de once días en torno la música de Mahler.

El regreso del tema inicial, ahora con el peso añadido de la imponente sección de contrabajos de los Berliner, confirmó que la Décima era la obra de un hombre que aún disfrutaba plenamente de la vida y que definitivamente no estaba listo para afrontar la muerte. Un oleaje sonoro con aires de órgano, muy diferente a todo lo escuchado en su obra anterior, daba paso a un conjunto casi cacofónico, rematado por una trompeta persistente y penetrante en lo alto del cielo, ¡qué infierno había previsto Mahler a principios del siglo XX! Su música parecía presagiar el despertar de un nuevo lenguaje armónico. Ojalá hubiera vivido un poco más para completar los cuatro movimientos finales.

Para cerrar la velada disfrutamos de Das Lied von der Erde. A menudo considerada una 'sinfonía vocal', esta partitura se inspira en la poesía china de Li Bai, donde "Un mono se sienta y llora a la luna sobre la tumba". Utilizando traducciones y adaptaciones del poeta alemán Hans Bethge (más algunas adiciones propias), el resultado es una obra bastante deprimente. Dos personajes vocales distintos ocupan el centro del escenario: un borracho sentado junto a una tumba, ahogando sus penas, y una doncella en el otoño de su vida, aún apreciando las cosas buenas de la vida.

El tenor Benjamin Bruns irrumpió con fuerza en Das Trinklied vom Jammer der Erde. La vida era ciertamente oscura mientras él convocaba todo el deseo de quien anhela liberarse de este mundo. La imagen de ese mono sentado sobre la tumba es lo suficientemente aterradora como para llevar a un hombre a vaciar su copa y aún así volver a por más. En contraste, las conmovedoras melodías de Dorottya Láng serpenteaban y languidecían, saboreando y provocando todo a la vista antes de que los berlineses cobraran vida intermitentemente, al estilo de un carnaval. Cuando el borracho regresó en Der Trunkene im Frühling, su desesperación era evidente para todos, como si el canto de los flautines no fuera suficiente para sacarlo de su éxtasis de ebriaguez.

Llena de promesas orientales, una sombra descendió en Der Abschied, una metáfora muy adecuada para la velada. El corno inglés y la flauta, respectivamente, nos condujeron hacia una barca plateada. Mahler, quizás, encontrando la paz con el mundo después de tanto dolor personal. Ayudado por sus mandolinas y armonios favoritos, oscuros trombones y trompas con campanas en alto resonaron profundamente antes de que Láng hiciera una última y enfática súplica. Mahler buscaba paz para su corazón solitario, pero no encontraba la resolución que tanto anhelaba. "¡Mi corazón está quieto y espera su hora! Para siempre... Para siempre..." Un final sublime.

Fotos: © Monika Rittershaus