Los deberes hechos
Barcelona. 14/06/25. L’Auditori. Obras de Ravel y Ernest Chausson. Daniel Lozakovich, violín. L’heure espagnole: Fleur Barron (Concepción). Nicky Spence, (Torquemada). Valentin Thill (Gonzalve). Ramiro (Alexandre Duhamel). Patrick Bolleire (Don Iñigo Gómez). Agata Zajac (aprendiz). Orquestra Simfònica de Barcelona i Nacional de Catalunya. Ludovic Morlot, dirección.
Violín y comedia (francesa) han sido los elementos principales del último gran programa de la temporada OBC en L’Auditori, una doble función que ha contado con la visita estelar de uno de los prodigios violinísticos del momento, Daniel Lozakovich, y con un elenco vocal de primera línea compuesto por Nicky Spence, Valentin Thill, Alexandre Duhamel, Patrick Bolleire, y la mezzo Fleur Barron, para representar L’Heure espagnole de Ravel. Una vez más, el compositor francés fue el foco programático en este último gran capítulo de temporada, cuya integral sinfónica está siendo el ‘buque insignia’ de la etapa Morlot. Fue ocasión para volver a escuchar la endiablada Tzigane de Ravel (versión orquestal), obra de inusual dificultad y sonoridad, aunque casi inaudita en el auditorio barcelonés desde la visita de Leticia Moreno allá por el 2021. El díptico instrumental lo completó el Poema para violín y orquesta de Ernest Chausson, obra tardorromántica ideal para contrastar con el exotismo impresionista de su paisano Ravel; dos estilos y dos partituras bien distintas, plenamente asimiladas por el sueco de veinticuatro años, de ascendencia bielorrusa y kirguisa, cuya precocidad ha conquistado algunas de las salas más prestigiosas del mundo y varios premios muy distinguidos.
Tras la interesante miniatura raveliana, Sites auriculaires –orquestación de Kenneth Hesketh–, Morlot y OBC calentaron motores para bucear por el apasionado poema de Chausson, ya con Lozakovich en escena, trajeado y ostentando su valioso Stradivarius. Con el caldo ya preparado el sueco se adentró en la partitura con un delicadísimo canto, y destacó su dominio sobre los pasajes de doble cuerda, con Morlot tejiendo bien los puntos de unión entre la orquesta y el invitado de su izquierda. El sueco se deslizó por el mástil del instrumento con palpable pasión, desde los glissandi, siempre precisos, hasta las cimas agudas del diapasón, y coronó satisfactoriamente las pequeñas cumbres climáticas de la partitura.
Se mostró igualmente solvente en el registro folklórico con la rapsódica Tzigane, aunque optó por un inicio poco áspero, apuntando más hacia el sul tasto, y poco a poco sacó a relucir todo el potencial de su cuerda grave, exprimiendo las entrañas de su violín hasta dominar todos los matices de la peculiar cadenza inicial. Ya con la orquesta, el joven completó el resto de la gimnasia violinística con lucimiento y mucha concentración, desde los pizzicati de mano izquierda a las arqueadas de doble cuerda; todo en bastante buena sincronía con una orquesta que respondió bien en los momentos puntuales –especialmente el arpa–, con la batuta de Morlot dirigiendo la expedición hacia el corazón de la Hungría zíngara, bien atento a los continuos cambios de tempo y a los detalles orquestales. El invitado deleitó al público con una exquisita Aprés un Rêve de Fauré, que el joven ejecutó bajo un auditorio en religioso silencio.
No hay duda de que el binomio Morlot y Barron casan bien con la música de Ravel, y muchos todavía recordamos los encantos orientales de la última Shéhérazade que firmaron juntos la temporada anterior. En un registro evidentemente más teatral, la mezzosoprano también cumplió como Concepción en L’Heure espagnole durante la función del sábado, y Bolleire y Duhamel encontraron pronto su sitio en sus roles –Don Íñigo y Ramiro, respectivamente– sin olvidar a Valentin Thill personificando bien al iluso poeta, ni tampoco a Nicky Spence y su pintoresco empresario relojero –Torquemada–, aportando la ingenuidad esencial y un agradable timbre en el registro medio.
Las intrigas amorosas se desenvolvieron con simpatía entre los personajes, arquetípicos y peculiares a su vez, encarnados por un elenco con química desde el primer al último compás de la comèdie musicale. El público tuvo que aceptar el ‘pacto’ dramatúrgico de que los personajes entraran y salieran de los relojes sin ningún tipo de attrezzo ni otro recurso que el de quedarse inmóviles –en otras palabras, ‘usando la imaginación’–, algo que pudo descolocar ligeramente a algún asistente, sin embargo, está claro que, tanto artistas como producción, lidiaron lo mejor que pudieron con las limitaciones de la semiescenificación, teniendo en cuenta la gran plantilla orquestal que rozaba los talones de los cantantes. Con todo, además de los breves pero destacados momentos de Barron, en los que lució su peculiar color y sus dotes cómicas, quizá fueron los números corales lo mejor de la ópera, que se saldó con una habanera final llena de sonrisas, incluidas las de un Morlot que cierra su tercera temporada –a falta de Ámsterdam y del tradicional concierto al aire libre– con la satisfacción de haber hecho bien los deberes, poco antes del ecuador del gran proyecto integral sobre Ravel.
Fotos: © May Zircus