Alagna_Liceu25_Bofill_2.JPG© A. Bofill | Gran Teatre del Liceu 

El último mohicano

Barcelona. 30/10/2025. Gran Teatre del Liceu. Roberto Alagna, tenor. Jeff Cohen, piano.

Por aquellas casualidades de la vida, el 19 de diciembre de 1991 tuve la fortuna de asistir a una función de La bohème en el antiguo Gran Teatre del Liceu. Aquellas representaciones tenían como gran aliciente la presencia de dos mitos del arte canoro, Mirella Freni y Jaume Aragall, pero esa noche en lugar del tenor catalán se presentó un joven que apuntaba maneras. Se llamaba Roberto Alagna y, pese a cierta bisoñez y a que, más que el amante, parecía el hijo de una Freni colosal que lo eclipsó todo, mostró detalles interesantes y dejó entrever un indiscutible potencial. Pocos meses después su nombre resonó con fuerza al ser escogido por Riccardo Muti para interpretar a Alfredo en una La traviata histórica en La Scala de Milán. A partir de aquel momento, este tenor francés de origen siciliano se convirtió en una de las estrellas del firmamento operístico, estatus que, pese a altibajos tanto personales como vocales y algún que otro memorable desplante, ha sido capaz de mantener hasta hoy.

Viene a cuento esta rememoración porque el recital que ha ofrecido Alagna en el Liceu, treinta cuatro años después de aquel debut, ha tenido visos de homenaje a su gran trayectoria. Un teatro lleno hasta la bandera, el ambiente de las grandes ocasiones y el caluroso recibimiento al artista al salir al escenario así lo atestiguaban. El público tenía ganas de pasarlo bien y desde el primer momento quedó claro que el tenor, relajado y empático, también. Pero Alagna no vino solo a darse un baño de masas. Vino a cantar, y a fe que lo hizo mucho y bien, presentando un largo programa íntegramente dedicado a Giacomo Puccini de enorme exigencia. Sin buscar momentos de resuello introduciendo algunas canciones del compositor, se lanzó a interpretar de manera cronológica las arias más importantes de todas y cada una de las óperas de Puccini, desde la inicial Le Villi hasta la póstuma e inacabada Turandot. Todo ello acompañado al piano por un Jeff Cohen que demostró en todo momento no estar a la altura del evento. Acompañar repertorio operístico, lo cual conlleva enfrentarse a transcripciones a menudo poco pianísticas, requiere de una experiencia y saber hacer a los que Cohen pareció permanentemente ajeno. A ello hay que añadir un sonido tosco tanto en las arias como en sus solos y escasa complicidad con la respiración y los acentos del tenor. Sin duda, con otro pianista el recital habría sido aún más redondo.

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Dejando de lado ese inexplicable hándicap, la estrella era Roberto Alagna y el tenor ejerció como tal. Arrancó con una bella lectura de “Torna ai felici dì”, de Le Villi. Plantado en el proscenio, la voz del tenor se desplegó desde el primer momento en todo su esplendor corriendo por la sala con facilidad insultante. A sus sesenta y dos años, el instrumento mantiene en el centro la calidad de siempre. Más tensiones aparecen en un registro agudo un tanto empujado, como se percibió en la siguiente romaza de Edgar “Orgia, chimera dall’occhio vitreo” y especialmente en una primera parte que acabó con tres fragmentos de Manon Lescaut: “Tra voi belle, brune e bionde”, “Donna non vidi mai” y “No!... Pazzo son!... Guardate”. “Che gelida manina” abría la segunda, pero antes de interpretarla el cantante se dirigió al público para recordar emocionado aquel lejano debut barcelonés. Tras ello, y ya en absoluta empatía con el respetable, desgranó las famosas palabras de Rodolfo con delectación, fraseando con esa elegante efusividad y cristalina dicción que atesora y que hoy en día es tan escasa. Fue la suya una interpretación sabia, de veterano que conoce todos los recovecos del arte canoro y si el esperado agudo sonó tenso y destemplado fue lo de menos. Tanto es así que, al acabar la romanza, explicó que la versión original no contenía ese temible Do natural y que, si nos apetecía, la volvía a cantar tal y como la concibió Puccini inicialmente. Nos apeteció.

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En ese punto del recital la voz estaba en su mejor momento, como quedó patente en las siguientes arias. “E lucevan le stelle” mostró la naturalidad de un fraseo alejado de cualquier afectación y regaló una bella conclusión en pianissimo de la frase “…disciogliea dai veli”. En “Addio, fiorito asil”, de Madama Butterfly, y la sucesiva “Ch’ella mi creda libero e lontano” (La fanciulla del West) estuvo absolutamente pletórico, con la morbidez en la emisión y el timbre solar de un chaval sostenidos por ese poso que aporta la madurez. Como no podía ser de otro modo, el inevitable “Nessun dorma” cerró el programa oficial, pero como es preceptivo en los recitales de los grandes las generosas propinas constituyeron casi una tercera parte. Ahí es nada: “Parigi! È la città dei desideri” (La rondine), unas sensacionales versiones de “Hai ben raggione” (Il tabarro) y “Non piangere Liù” (Turandot) para acabar con un apurado “Firenze è come un albero fiorito”, de Gianni Schicchi. Fue el remate a un recital de esos que quedan en la memoria. No tanto por su perfección global, sino por la constatación de que, a pesar de las limitaciones propias de la edad, Roberto Alagna aún da sopas con onda a la mayoría de los tenores de la actualidad. La luminosidad de un instrumento privilegiado que no ha perdido su fulgor, la perfecta articulación del texto expuesto en un italiano bellísimo y clarísimo, la expresividad siempre elegante y contenida del fraseo así como la homogeneidad del sonido en todos y cada uno de los registros lo convierten, hoy en día, en un rara avis. El heredero, quizás el último mohicano, de una gran estirpe de tenores italianos hoy práctica y lamentablemente desaparecida.

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Fotos: © A. Bofill | Gran Teatre del Liceu