gergiev alberto venzago

Nostalgia

Madrid. 26/01/17. Auditorio Nacional. Obras de Rimsky-Korsakov, Liadov y Rachmaninov. Sergei Redkin, piano. Orquesta del Teatro Mariinsky. Valery Gergiev, dirección.

Celebraba el pasado día 26 La Filarmónica su quinto aniversario desde que se estableció en Madrid como alternativo ciclo de conciertos que cada año ha ido consiguiendo mayor éxito y adeptos entre los melómanos madrileños. Como maestro de ceremonias el director de orquesta ruso Valery Gergiev, quien ha acompañado al ciclo desde su primera temporada, convirtiéndose en una de sus citas obligadas de cada año. En el programa, una buena selección del repertorio ruso que regalaron una noche para el recuerdo.

Tras una Suite de El cuento del Zar Saltán tendente al caos en los forte ya desde su propia creación, que pareció servir para que todo el mundo sobre el escenario encontrase su sitio, vino una de esas obras donde unos pocos segundos han eclipsado toda su genialidad como obra global de cara al entretenimiento de la mayoría: Rapsodia sobre un tema de Paganini, de Rachmaninov. Preciso a la par que tolerante el control de Gergiev sobre la Mariinsky, supo ofrecer una lectura con pulso y tensión justas, suficientes para el piano desangelado de Sergei Redkin, manco de aquello tan aparentemente secundario como necesario, máxime en Rachmaninov: rellenar el espacio entre nota y nota, incluso en la Rapsodia. Al piano de Redkin le falta pues, más allá de la técnica demostrada, redondeo y expansión, juego certero de pedal, una mayor imaginación y aliento expresivo. Pensaba escuchándole que aún le falta mucho para Rachmaninov, y entonces ofreció una propina que reafirmó mi sensación: Vocalise.

De vuelta a Gergiev y sus chicos del Mariinsky, se abrió la segunda parte con un deslumbrante y en cierto modo sorprendente Lago encantado, de Liadov, donde quedó patente la flexibilidad y dulzura de una cuerda que puede a su vez resultar tensa y vibrante, oscura y densa, características que sí solemos tener más asociadas a las formaciones rusas. Y es aquí donde se mostraron los valores, musicales, que han hecho grande a la batuta (o palillo) de Gergiev, más allá de todo lo extramusical.
    Por si hicieran falta más pruebas de ello, las Danzas sinfónicas de Rachmaninov, con su intensidad y experimentación rítmica y tímbrica, se antojaron ideales para despejar cualquier duda al respecto. La última composición de Rachmaninov, su canto del cisne, son estas danzas en forma de suite que el ruso completara en 1940. Estas magníficas piezas recogen todo lo vivido por el compositor, dentro y fuera de sus propios pentagramas. Así, no son sino el reflejo de toda una vida musical y por encima de todo, de una forma de comprender la vida misma, a través del prisma de la nostalgia y en cierta medida de la desolación, de la contemplación de lo perdido cuando se acercan los momentos finales (no olvidemos que fueron compuestas en plena contienda de la Segunda Guerra Mundial). Así, escuchamos de forma más que notable el lirismo de sus sinfonías, con especial predominio de la Tercera, pero también a Rimsky-Korsakov o a Prokofiev, además influencia inevitable por aquel entonces: La consagración de la primavera, y desde luego todo el folclore de su Rusia natal, con especial mención a los motivos religiosos (sobre todo en el tercer movimiento) que siempre marcaron sus obras y cuyas sonoridades tuvo que abandonar, huyendo de los bolcheviques (la música de Rachmaninov estuvo prohibida en la URSS), más de veinte años atrás.
   Gergiev supo plasmar todo ello con maestría absoluta y unos atriles que supieron ofrecer aquello que se les requería, en la medida en que se les requería; magnífica factura de los vientos en el primer movimiento y metales templados y justos durante toda la obra. Esto es, Gergiev parece llevar las Danzas más hacia su faceta sinfónica que hacía el obstinación rítmica y en los contrastes danzables en sí mismos. Están ahí, claro que sí, pero no hallamos una lectura desbordada sino contenida, con el aliciente expresivo de toda la tímbrica de la nostalgia rusa. Fue este un Rachmaninov de temperatura justa, y he ahí lo maravilloso de la noche.

Sobrecoge comprobar como al final de la obra se despliega el Dies Irae como reveladora presencia de la muerte ante nosotros. A pesar de ello, al final de la partitura, Rachmaninov escribió en el margen: Aleluya! ¿Una simbólica esperanza para el hombre, para Rusia, incluso hoy en día?

Foto: Alberto Venzago