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Lucia in patria

Nápoles. 28/3/2017. Teatro San Carlo. Lucia de Lammermoor. Lucia, Maria Grazia Schiavo; Lord Enrico Ashton, Claudio Sgura; Sir Edgardo di Ravenswood, Saimir Pirgu; Lord Arturo Bucklaw, Giuseppe Tommaso; Raimondo Bidenbend, Riccardo Zanellato; Alisia, Tonia Langella. Dir. escena, Gianni Amelio. Dir. musical, Stefano Ranzanni.

Asistir a una función en el San Carlo es retomar el contacto con la ópera entendida como algo cercano. Aquí es posible ver un grupo entero de chavales con zapatillas, piercings y pajarita bromeando desde los palcos; señoras de toda la vida hablando de sus cosas en los pasillos; un miembro del coro tomándose algo en el bar, maquillado y caracterizado con gorro de plumas incluido; incluso a miembros de la orquesta hablando en voz alta desde el foso y lanzando sonoros bravos a los cantantes que lo merecen. Esto es Nápoles y esta es su música. Aquí la ópera no se vive con la distancia reverencial, opresiva y jerárquica a la gran obra de arte que abunda en tantos teatros, sino con esa naturalidad directa de quién se aproxima a su propia identidad. 

Pero no debe confundirse esta desenvoltura con despreocupación, cantar aquí Lucia de Lammermoor tiene un peso asociado. Es el lugar donde Donizetti la estrenó allá en 1835 y donde más adelante la interpretarían monstruos de la lírica como Callas, Scotto y Devia, por citar solo a algunas. Este respeto a lo esencial se nota a la hora de programar el cartel de cantantes, en este caso, un auténtico pleno en calidad vocal.

Maria Gracia Schiavo, se está convirtiendo en una de las reinas del bel canto en su patria. No es frecuente verla fuera de Italia -pudimos hacerlo el año pasado en el homenaje a Shakespeare del Teatro Real- pero allí sus dotes son bien conocidas y admiradas. No parece que encarnar a Lucia en este templo la haya intimidado. Si hay algo que se deba destacar sobre cualquier otro aspecto de su actuación es la franqueza y honestidad de su canto, una naturalidad que nace de una buena técnica. Es una de esas cantantes que, en sus mejores momentos, nos hace olvidar que canta, transportándonos a lo sublime, a una instancia interpretativa superior. Su voz no es demasiado grande ni impactante en un primer instante, pero convence a través de un admirable dominio del instrumento, se siente cómoda en los sobreagudos que visita con frecuencia y es capaz de dotar de fuerza dramática las asombrosas agilidades de su escena de la locura -una interpretación recompensada con dos minutos de aplausos en la mitad del número. 

Frente a ella, el Edgardo de Saimir Pirgu, albanés por nacimiento pero italiano por sonoridad. Este tenor puede presumir de buenos agudos, un hermoso timbre cálido y una vocalización impecable. Hizo una actuación de fuerza, más potente de lo que se suele encontrar en el papel, pero cuidando además la suavidad de la línea de canto. Si parecía que en algún momento, sobre todo en el sexteto, su aguante se iba a acabar, resurgió renovado para una escena final arrebatadora. Completaba el trío protagonista, Claudio Sgura, un barítono mayúsculo, poseedor de una voz potente, homogénea en todo el rango, que unida a unas buenas capacidades dramáticas configuran el malvado perfecto. El resto de artistas no baja el nivel del cartel, como se pudo comprobar en el sexteto. Pocas veces se escucha este nivel de musicalidad e intensidad, sin que en ningún momento aparezcan estridencias.

Stefano Ranzani, imprimió carácter vivo y enérgico a una orquesta impecable en la que destaca la amónica de cristal. Este fue el instrumento que Donizetti planeó inicialmente para la locura de Lucia, pero tuvo que abandonar la idea por la indisponibilidad del intérprete. Solo en lo últimos años se ha recuperado en algunas producciones. Este instrumento, de sonoridades oníricas, no tiene la vivacidad de la flauta y no puede seguir la agilidades de la cantante. Así, se disminuye el efecto imitativo, de diálogo de Lucia con su propia demencia y, por el contrario, aumenta el efecto atmosférico de fantasía y alucinación. Desde mi punto de vista se pierde más de lo que se gana pero el experimento tiene interés más allá de aspectos históricos.

La puesta en escena de Gianni Amelio, propiedad del teatro y ya vista en numerosas ocasiones, es radicalmente tradicional: cartón piedra atemperado por una buena iluminación y figurines predecibles, sin apenas dirección de actores. Una producción que podría resultar aburrida pero que, en este entorno y con estos cantantes, resucita por instantes la ilusión nostálgica de estar viendo unas de las grandes representaciones del pasado, aquellas cuyo encanto está, precisamente, en que no puedan repetirse jamás.