Zahir Ensemble 

Sólo un pequeño detalle... o grande, según se vea

Sevilla. 26/04/17. Teatro Central. Glass: The Fall of the House of Usher. David Lagares (William), Alain Damas (Roderick Usher), Sachika Ito (Madeleine Usher), Javier Cuevas (un sirviente), Francisco García (un médico). Zahir Ensemble. Dir. Mus.: Juan García Rodríguez. Dir. Escena: Thierry Brühl

Quiso la casualidad que un viaje personal y vacacional a Sevilla coincidiera con la celebración de un concierto del denominado Ciclo de Música(s) Contemporánea(s) que se organiza en el Teatro Central de la capital andaluza y, dentro del mismo, la puerta en escena de The Fall of the House of Usher, ópera de cámara de Philip Glass (1937) y que con esta única función se estrenaba en España.

Así pues, aprovechando la coincidencia pude acercarme al teatro en cuestión, sito en Isla de la Cartuja, en aquellos terrenos donde se celebró la recordada Expo’92 y que hoy en día gestiona el Instituto Andaluz de las Artes y las Letras. El teatro tiene capacidad para unos cuatrocientas personas y parecía el escenario adecuado para una obra de este tipo; por cierto, todas las localidades estaban ocupadas y la presencia de público joven era bien evidente. Curiosamente, no recuerdo otra ópera donde las entradas estuvieran sin numerar, lo que “obligaba” a la pertinente carrera para conseguir una buena localidad, lo que, ciertamente, no resultó nada difícil.

No tiene uno demasiadas oportunidades de escuchar ópera contemporánea y mucho menos lejos de los grandes centros operísticos estatales. Es también infrecuente la programación de obras de Philip Glass, con lo que no hubo que dedicarle demasiado tiempo  a la reflexión. Por si todo esto fuera poco apenas diez euros nos separaban de la butaca, así que a las vacaciones le pudimos dar un toque minimalista.

The Fall of the House of Usher se estrenó en 1988 en la Ópera de Kentucky y pasa por ser hoy en dia una de las más ignoradas del compositor que, a la sazón, reúne ya más de una veintena de títulos entre las que se encuentran aquellas que representan el minimalismo más estricto, caso de Einstein on the Beach (1976), aquellas en que las líneas melódicas se entrecruzan con el dogma minimalista, caso de Satyagraha (1980) o aquellas en las que el compositor apuesta por abrir nuevos caminos, tal y como reconocía en la entrevista que este medio hizo al compositor en abril de 2016, caso de The Perfect American (2013).

Así, la ópera que nos ocupa se sitúa en ese terreno de transición entre el minimalismo rítmico más formal y el estilo narrativo de Philip Glass. Y tras los apenas setenta y cinco minutos de obra ofrecidos el grado de satisfacción de un servidor era de desconcierto. ¿Por qué? Permítaseme aquí explicar el título de la reseña.

Escénicamente la oferta de Thierry Brühl solo puede calificarse de excelente. El tercio izquierdo del escenario desde la perspectiva del público lo ocupaba el grupo instrumental, quedando los otros dos tercios para el movimiento escénico. Sin apenas atrezzo (un naranjo que se descolgaba desde la parte superior, una cama situada en el centro del escenario y cinco sillas, con presencia episódica en la mayor parte de los casos) y con un uso inteligente de la iluminación consiguiendo crear tanto los pasillos de la casa como los límites claustrofóbicos de la misma Brühl consigue hacernos creer en el dolor y la angustia de unos moradores atrapados por ¿su pasado?, ¿su futuro?, ¿ellos mismos y sus inercias?

A ello coadyuva la participación actoral de los cinco solistas que, además de cantar, supieron implicarse en este proyecto hasta hacer perfectamente creíble la situación dramática. La sensación de angustia presente en la obra original de Edgar Allan Poe queda subrayada por la música hipnótica de Philip Glass, consiguiendo del público una implicación estruendosa en forma de silencio respetuoso, ese que tantas veces echamos de menos en funciones convencionales.

Tenemos por otro lado el Zahir Ensemble, de doce solistas instrumentales soberbios bajo la batuta de Juan García Rodríguez que lleva no solo a buen puerto sino a uno creíble el complejo entramado rítmico glassiano. ¡Qué difícil debe de ser dirigir este tipo de obras donde lo rítmicamente constante parece conducir, inexorablemente, a la pérdida de referencia!

Así pues, tenemos un título atractivo por infrecuente, un teatro de dimensiones adecuadas, un grupo instrumental implicado, unos cantantes que saben actuar, un público respetuoso, un precio asequible,… ¿Qué pasa, entonces, para que esta función no sea memorable?

Y aquí, desde el más profundo respeto, quisiera preguntar a los promotores del proyecto: ¿en estas condiciones se justifica la ampliación tecnológica de las voces? Porque por más vueltas que le he dado, no encuentro razón alguna que justifique tal decisión y por lo que a mí respecta ello hipotecó toda la velada. Fue el único punto fallido de un producto que podría viajar con toda dignidad por los teatros del estado, ofreciendo un espectáculo trabajado, original y de calidad.

En estas condiciones valorar las voces es difícil. Aparentemente, ninguna de ellas hubiera tenido dificultad alguna para ser audible en la sala. El barítono David Lagares hizo un visitante poderoso mientras que el tenor venezolano Alain Damas fue un Roderick Usher académico y lírico. Soberbia la soprano japonesa Sachika Ito en su delicada parte –Philip Glass le hace cantar prácticamente toda su parte sobre la vocal “a”, acentuando esa parte delirante que acompaña al personaje. Los dos papeles menores fueron bien cantados por Javier Cuevas (bajo, un sirviente) y Francisco García (tenor, un médico).

Los límite de la ópera son puestos en entredicho desde muchas propuestas modernas con legitimidad; eso sí, sin querer entrar en un purismo castrante, la amplificación (excesiva) de las voces parece uno de esos puntos intocables si queremos modernizar este arte musical sin llevarlo a la desfiguración. Por todo ello, lo que pudo ser una estupenda sorpresa quedó condicionada por un pequeño detalle, el de la amplificación; pequeño… o grande, vaya usted a considerar.