Pescadores Berlin

Ecos poéticos

Berlín. 24/06/2017. Staatsoper. Schillertheater. Bizet: Los pescadores de perlas. Olga Peretyatko-Mariotti, Francesco Demuro, Gyula Orendt, Wolfgang Schöne. Dir. de escena: Wim Wenders. Dir. musical: Daniel Barenboim.

Quién habría pensado que el ya septuagenario Daniel Barenboim, leyenda viva de la dirección musical wagneriana, habría dirigido Los pescadores de perlas de Bizet, ópera ya rara en Francia y aún más en Alemania, de no ser por Wim Wenders quien le propuso este título para su primera incursión en el mundo de la ópera. Estamos ante una producción simbólica además porque es la última en estrenarse en el Schillertheater, tras siete años de trabajos de restauración en la Staatsoper Unter den Linden. El universo de la ópera de Bizet es tan extraño y ajeno a las coordenadas musicales de Barenboim que por momentos todo esto parece un tanto irreal. Pero ha sucedido, y cabe decir que esta producción ha hecho por Los pescadores de perlas mucho más que otras anteriores sumadas sin pena ni gloria.

La partitura es tan rara que su misma programación en el cartel de la Staatsoper de Berlín, con ocasión de la primera incursión en la ópera de Wim Wenders y con Daniel Barenboim al frente, hizo que las localidades se agotasen, algo casi impensable de no estar ellos dos al frente. De hecho Wim Wenders, a quien Barenboim había propuesto dirigir una ópera, sugirió Los pescadores de perlas porque la obra de Bizet (de 1883, doce años antes de Carmen), le marco en los años de su juventud en California, donde a menudo escuchaba una grabación del dúo entre Nadir y Zurga y la consabida aria de Nadir. Barenboim miró la partitura y aceptó así dirigir una ópera que nunca había estado en sus planes.

El peligro de esta ópera está evidentemente en lo kitsch: la trama se desarrolla en Ceylán, entre palmas y brahamanes, y es fácil oscilar hacia un desarrollo pintoresco y que no suscite demasiado interés hoy a los espectadores. La partitura es muy particular, con un coro enorme (más de 80 coristas) y solo cuatro cantantes, tres de ellos protagonistas, conformando el famoso triángulo amoroso con dos amigos de toda la vida enamorados de la misma mujer, una sacerdotisa que ha hecho el voto de castidad. 

Win Wenders elude con inteligencia el problema de lo kitsch: en un escenario vacío y negro, con proyecciones oscuras (el mar, las olas, las nubes, sombras de palmeras...), con una playa arenosa, algo de niebla y  un vestuario intemporal. Tan solo el coro en el primer acto lleva ropas en colores amarillo y azafrán, al modo de la vestimenta hindú, contrastando su colorido con la oscuridad general de la propuesta.

Lo que caracteriza este espectáculo en particular son una serie de imágenes sublimes con luces muy cuidadas, planteadas con gran simplicidad, en un universo hierático. Construye así un espacio muy desnudo, que deja desarrollarse al drama en sí mismo; se trata de un universo que bien podría convenir a Tristán e Isolda o a algunas escenas del Anillo (Wenders fue llamado a dirigir el Anillo de Bayreuth en 2013 pero el proyecto no cuajó por un problema de derechos y Katharina Wagner llamó a Castorf). Lo que más sorprende en esta producción es en todo caso la perfecta sintonía entre el foso y el escenario. Hay de alguna manera una perfecta correspondencia entre las imágenes y los sonidos, como construyendo un sistema de ecos poéticos. Las imágenes encuentran su sentido precisamente en la música aquí sutil y refinada como en pocas ocasiones.

Es cierto que estamos en las antípodas del Regietheater. Wenders no propone una dirección de escena dramática sino estética; no propone una lectura sino un sistema de evocaciones, poco realistas y quizá un poco superficiales, como de otro tiempo. Se trata de inscribir una historia en un sistema de imágenes, de proyecciones e impresiones producidas por la propia música, donde los personajes existen sí, pero lejanos y como en el límite de lo inmaterial: el uso del velo de Leila, a menudo ligero y angelical, es el ejemplo perfecto pues cuando es lanzado con rabia se convierte en cambio en el símbolo de toda la historia, evocando el voto de la sacerdotes: lo ligero deviene pesado.

La ausencia de realismo en el vestuario acentúa también está impresión: el destino el vestido ocre de Nadir, claro y elegante, es también totalmente extraño a ese ambiente, en contraste con el negro de Zurga o el blanco del velo de Leila. La singularidad los personajes se resume en su vestuario. Nadir, viajero y luminoso; Leila, blanca y pura en teoría y Zurga de negro, resumen del poder y el rigor. Wenders consigue además imágenes particularmente logradas, como el momento en el que Nourabad sorprende Leila y Nadir, como emergiendo de las nubes, casi como Wotan en Die Walkure, evocando una imagen wagneriana ciertamente épica.

En este paisaje de abstracto, cada personaje no es aquello que parece ser; hay un juego entre ser y apariencia que sostiene todo el entramado dramático, sobre un tejido sutil de relaciones amistosas y de rivalidad. Entre todo ello Nadir y Leila parecen más ligeros y despreocupados (¿quizá porque son tenor y soprano?). Y todo ello se refleja en el canto. Wenders consigue que todo esto planee en la representación de un modo refinado, haciendo referencia también a una imagen clásica de la ópera, en una tradición que ya se creía prácticamente desaparecida… No se dirigen ya coros así, como una masa compacta, ya sea sentado o en pie, ocupando todo el espacio de frente, con unas luces que lo diferencian netamente. Y lo mismo sucedía con sus gestos, como entresacados de otro tiempo.

Cabe decir algo parecido en referencia a la dirección de actores, minimalista y parca en movimientos y gestos. Los cantantes desarrollan un poco su propia iniciativa, con un aire convencional, en función de sus dotes de actores-cantantes. En el caso de Leïla, quizá la situación sea las más caricaturesca de todas, con esos gestos que parecen evocar una plegaria, entresacados de coreografías hindúes, con las manos sobre la cabeza como en los relieves asiáticos y con movimientos de los brazos que parecen evocar un aire oriental.

Wenders es perfectamente consciente de la presencia de estos elementos de antaño en su propuesta, pero los deja ahí como testimonio de un tiempo vetusto, al lado de imágenes técnicamente impecables, de gran fuerza estética, que consiguen suavizar el conjunto, dotándolo de una gran dulzura poética, recreando una visión un tanto pacata de un oriente lejano y onírico. Una propuesta así hacía tiempo que no se veía en un teatro, presentada además con tanta coherencia y rigor. No tengo la menor duda de que todo lo tradicional y “viejo” que hay en esta propuesta es plenamente intencionado. Wenders pareciera haber buscado en la obra de Bizet una suerte de Edén perdido, el verde paraíso de los amores infantiles.

Imposible no obstante valorar este trabajo sin mencionar la música. Pocas veces se ha escuchado esta partitura con tal profundidad, aún más si se tiene en cuenta que no hay cantantes franceses en el reparto (un alemán, una rusa, un italiano y un húngaro). El trabajo con la dicción es en todos los casos ejemplar, articulando el texto con precisión y rigor. Wolfgang Schöne era Nourabad: aunque fue un cantante importante hace ya un tiempo, ha perdido un tanto la riqueza del timbre y la proyección no es del todo satisfactoria, algo que no impide que imponga una notable composición del personaje, a veces paternalista, a veces amenazador, con un fuerte temperamento. Sus intervenciones más importantes, ya hacía el final, sonaron convincentes.

Francesco Demuro fue un Nadir de voz muy clara y refinada. Esta claridad confiere una fuerte impresión de ligereza al rol. La técnica es impecable: el aria Je crois entendre encore, cuajada de filados de suma tensión vocal y verdaderamente emotiva, con un timbre claro y puro, de proyección ideal y bellísima dicción. Al comienzo de la función pasa algunos apuros con la voz en frío, al ascender al agudo, pero la voz sube enteros enseguida y alcanza momentos muy notables ya al final del primer acto y sobre todo en el segundo, con una frescura y una limpieza espléndidas.

El rol de Leïla estaba confiado a la soprano Olga Peretyatko-Mariotti. Esta especialista en roles rossinianos tiene las facultades idóneas para esta parte, aguda y muy técnica. La dicción no siempre es clara, pero la proyección es bella, los agudos están en su sitio y canta con fluidez y expresividad notables. Hay alguna aspereza -más que dificultad- en los trinos, quizá debidas a un tiempo demasiado lento que le obliga a un gran esfuerzo para resolverlos. En conjunto, la composición del papel es convincente, con un buen desempeño escénico. Sin la menor duda, la Peretytatko deviene ipso facto la LeÏla del momento, con un canto más maduro del de una soprano ligera tipo jilguero, ahora ya con recursos más consistentes, propios de una voz lírica.

El mayor hallazgo del reparto está en el barítono húngaro Gyula Orendt en la parte de Zurga. Forma parte del ensemble estable de la Staatsoper de Berlín. ¿Para qué buscar fuera si en casa se puede alcanzar la excelencia? Su canto fue una verdadera encarnación, de principio a fin, conmovedor, con un canto lleno de matices, de dicción perfecta, con la voz impostada a la perfección y un cuidado notabilísimo en el decir y en la expresión, hasta el mínimo detalle. Su aria del último acto (L´orage s´est calmé) fue todo interioridad, todo humanidad, con bellos agudos y un gran momento dramático. No hay duda: estamos ante un cantante que contará en un futuro próximo entre los barítonos importantes. Así lo dice su desempeño en una parte tan difícil e infrecuente como esta.

El coro en manos de Martin Wright no expuso una dicción siempre clara, pero fue imponente por su expresividad, cuidando cada detalle musical y demostrando siempre presencia y fuerza en escena. Todo un ejemplo de profesionalidad y oficio.

En fin, la última sorpresa de la velada la deparó la dirección musical de Daniel Barenboim, simplemente excepcional. Una dirección muy difícil de imaginar partiendo de la referencia de su labor con Wagner, sobre todo. ¿Quién podría imaginar que un director con ese perfil podría encontrar interés esta una ópera hoy un tanto olvidada y menospreciada de Bizet, espoleado por la figura de un director de escena nostálgico?

Daniel Barenboim es un artista auténtico, con reacciones sorprendentes, de tal modo que de un día para otro puede cambiar su punto de vista sobre una obra, de tal forma que no hay en él dos representaciones iguales. Y los músicos lo saben bien. Para Los pescadores de perlas quiso inscribirse plenamente en la visión propuesta por Wenders, con esa poesía etérea y un tanto lejana que las bellas imágenes del espectáculo sugieren: aligera así el sonido al máximo, de tal modo que la orquesta como tal casi parece no percibirse, reducido su orgánico además a la mínima expresión posible. Hace emerger el sonido desde la distancia, controlando siempre el volumen, especialmente al principio, privilegiando la línea de cada instrumento (caso del arpa, puesta en valor) y creando así un cierto ambiente, un universo. 

Lo que más sobrecoge de su propuesta es su lirismo y su dulzura, con un sonido siempre suave, incapaz de invadir lo que sucedía en escénica. En un teatro como el Schiller, donde la relación entre sala y escenario es tan próxima, Barenboim sabe privilegiar lo íntimo y acompaña a los cantantes con suma sutileza. Es en fin un acompañante discreto pero poético e intenso. Consigue con su dirección que veamos la partitura con otros ojos, sobre todo por cuanto hace a su refinada orquestación. Barenboim consigue exponerla con toda su limpieza y pone en valor su imaginación, el genio de Bizet. En Carmen, Barenboim exaltaba sobre todo los pasajes más sinfónicos; aquí en cambio subraya sobre todo el color camerístico de muchas escenas. Lo subyugante es el modo en que el color de la orquesta y el color de la escena se entrelazan y corresponden, ajustándose la música como un guante al universo poético planteado por Wenders, de los momentos más líricos a los más tenebrosos. El concepto de la Gesamtkunstwerk viene a la mente de modo inevitable, algo aún más inaudito tratándose de una obra que muchos consideran secundaria

Como lo recordaron Jürgen Flimm, intendente de la Staatsoper, y el propio Barenboim durante la fiesta posterior al estreno, a la que todo el público fue invitado, esta era la última nueva producción estrenada en el Schillertheater, que ha sido la sede provisional durante los siete años que han durado las labores de restauración del teatro histórico en Unter den Linden. Este teatro de los años cincuenta se ha visto revitalizado como quizá nadie podía haber imaginado, con un aire de sencillez y familiaridad que la suntuosidad de la Staatsoper original no permitirá. Es cierto que para los trabajadores del teatro las condiciones han sido complejas, pero el espectador se había habituado ya a la singular naturaleza del Schiller. No sin una cierta nostalgia pues se deja esta sede en la Birmarckstrasse hasta el próximo reencuentro en la Bebelplatz. Berlín debería encontrar un bello destino para el Schillertheater.

* Artículo original publicado en Wanderersite.com