Fantasía y suntuosidad
Madrid, 13/01/2017. Teatro Real. Gustav Mahler, Sinfonía nº 10 (Adagio). Hector Berlioz, Sinfonía fantástica, op. 14. Orquesta Filarmónica de Viena. Gustavo Dudamel, director.
La noche del pasado sábado en el Teatro Real tuvo categoría de acontecimiento social. Hubo fotógrafos en la entrada, grandes coches oscuros, un photocall sin complejos, modelazos de cóctel (los de noche se los reserva el mundo anglosajón) y aunque faltaron caras conocidas, la sensación inequívoca de estar rondando al poder. El cartel no podía ser más atrayente: la Filarmónica de Viena todavía disfrutando de los ecos de su Concierto de Año Nuevo y el director más mediático de la última década, Gustavo Dudamel. Una velada de lujo sobre el papel que, sin embargo, no tuvo plena correspondencia en la interpretación musical.
Para la primera parte del concierto se programó la rompedora e inacabada Décima de Mahler, o mejor dicho, su Adagio, lo único que en justicia se le puede atribuir completamente a su autor. Los 25 primeros compases anunciaron bien lo que serían sus 25 minutos de duración. La exposición del primer tema a cargo de las violas -tan reminiscente del corno inglés de Tristán- sonó sin alma ni misterio, inapropiadamente lírico, evitando complejidades y problemas, como un hermoso anuncio de nada. Inmediatamente después el segundo tema servía para que los vieneses presumieran de sonido, impecablemente carnoso y bien empastado. Una delicia para los oídos… al margen de la partitura. En una obra que se construye a través de disonancias y tiranteces, Dudamel optó por una lectura horizontal, de fraseos largos y amables, obviando el incremento de las tensiones sonoras que fundamentan esta composición. Así, la llegada del famoso acorde de nueve tonos, puro desgarro, fue más una sorpresa que un clímax. La evanescencia final nos dejó perplejos. Disfrutamos del sonido vienés y especialmente del brillo intenso del concertino Reiner Honeck, pero de Mahler, poco.
Conociendo el estilo energético y extrovertido del director, quedaban esperanzas para la segunda parte. Y así fue. El concierto ganó en interés según avanzaba la noche. La Sinfonía Fantástica comenzó ágil, luminosa y con un carácter bailable que hizo las delicias del respetable hasta tal punto que se aplaudió el final del primer movimiento -me encanta cuando se da este ejercicio de espontaneidad- para ser inmediatamente acallado por el sanedrín de expertos en sala. Los bailes llenaron la estancia, retardados, coquetos, mientras la “idea fija” que protagoniza la obra se mostraba, una vez más, superficial aunque seductora. Los aspectos narrativos aparecieron claros a partir del ecuador de la sinfonía a la vez a la que se desplegaba un universo de colores orquestales. La tensión y el nervio, tan esperados, entraron con “Escenas del campo”. Continuaron acompañadas de un carácter marcial en una “Marcha al patíbulo” y un “Aquelarre” pictóricos, descriptivos hasta la pincelada, recreando con hipnótica fidelidad la trama onírica del programa imaginario de Berlioz. Los inevitables valses y polcas de propina, de Strauss y Bernstein, pusieron un energético y brillante final a una noche en la que lo superficial se impuso a lo trascendental.
La historia de Dudamel es un soplo de aire fresco en el estirado mundo de la clásica, especialmente con la Simón Bolivar y “el Sistema” venezolano. Su merecida popularidad incluso ha inspirado una serie de televisión, Mozart in the Jungle. La calidad de bastantes de sus interpretaciones demuestran que es mucho más que un mero producto comercial. Como me decía recientemente alguien más sabio que yo, su cualidad fundamental parece estar en sacar a relucir las características propias de la orquesta que dirige. Así fue con el exuberante y suntuoso sonido de los de Viena. Y en cuanto a su lectura, en este caso, demostró dominar mejor la pirotecnia narrativa para los relatos fantásticos que la incontestable metafísica que la mejor música suele albergar.