Indiferencia y comunión
Madrid, 16/01/2018. Auditorio Nacional. Weber, Obertura Oberon. Beethoven, Concierto para piano núm. 4. Chaikovsky, Sinfonía núm. 5. Orquesta Philharmonia de Zurich. Hélène Grimaud, piano. Fabio Luisi, director.
Hélène Grimaud, la mujer de los lobos. La pianista delicada y sublime que, como parte de sus tareas caseras, debe alimentar a un montón de fieras. Una imagen de contraste casi cinematográfico que, aunque se ha usado hasta la saciedad como su carta de presentación, supera la anécdota y permanece en la cabeza al verla actuar. Nos visitó en Madrid por gentileza de La Filarmónica, repitiendo la fórmula que les ha caracterizado desde su comienzo, grandes nombres y un programa accesible, pero de calidad.
Acompañada en esta ocasión por Fabio Luisi y Philharmonia de Zurich, eligió el más poético de los conciertos para piano de Beethoven, el Número 4, para su ronda por España. La entrada, con un staccato delicado, amable, casi inseguro, anunció el espíritu que iba a imprimir a la obra. Fue la suya una interpretación contenida y reflexiva, ágil por momentos pero sobre todo, independiente. No pareció que la orquesta y la solista dialogaran, ni siquiera que se interesaran demasiado. Luisi desplegó un clasicismo galante, alejado de los tumultos románticos que uno hubiera esperado. Estuvo bien claro en el segundo movimiento, ese combate entre las furias y Orfeo se libró en diferido, con una orquesta que no sonó aterradora y un piano que se impuso sin fuerza, se diría que a base de indiferencia, de ignorar a las bestias. Los mejores momentos se dieron en las dos cadenzas, en solitario, con mano derecha luminosa eclipsando la izquierda, que tan solo acompañó ligeramente sin emborronar.
La inspiración poética que el concierto de Beethoven debe destilar se escondió durante la pieza principal, pero apareció plena, seductora y flotante en la segunda propina, el Andante de En la niebla de Janáček, que produciría uno de los mejores recuerdos de la velada.
El descanso proporcionaría la oportunidad de reflexionar sobre algunos asuntos más mundanos: el hecho de que la edad del público que asiste a este ciclo sea menor que en los otros del Auditorio -hay esperanza para el relevo generacional-, y el recital de toses que, en esta ocasión, comenzaron antes incluso de que acabaran los movimientos. La capacidad de importunar no tiene límites.
Si Beethoven sonó distante y por momentos indiferente, la Quinta de Chaikovsky presentaría una mejor oportunidad de comunión interpretativa. Los evocadores acordes oscuros y pesados del tema del destino en boca de las maderas marcaron las directrices de una interpretación en la que, hasta los momentos finales, la sección de vientos iba a dominar por encima de las cuerdas, por calidad y por presencia. En el Andante, la trompa ofreció un sonido aterciopelado, confortable y atractivo, aunque al fraseo le faltara cierta musicalidad. Desde ahí a la cuádruple f, el extra fortísimo que el compositor inventó para este movimiento y que surgió efectivo pero con cierto desorden. Y luego, hacia las alturas.
La culminación de la obra y de la noche en el Andante final, entró con espíritu solemne, casi religioso, con ecos de catedral. Poco a poco, los de Zúrich construyeron un edificio de colores orquestales, a veces a costa de las preciosas melodías que son la especialidad de Chaikovsky. Las fuerzas luminosas se desarrollaron espléndidas, confiadas, aunque algunos echáramos en falta su contrapunto, las tensiones que protagonizan los conflictos en la sinfonía. El director nos ahorró la trampa del falso final que tantas veces ha arrancado aplausos, dejando apenas unas fracciones de segundo imperceptibles antes de abordar la coda final. Entonces, triunfante y energético el tema del destino en su modo más optimista se impuso a la sala para hacer las delicias del público inmerso en el gran finale. La Quinta acabó, muy apropiadamente, con sensación de proeza, de orgullo. Sin duda se había vencido… aunque Luisi no supiera bien contarnos a qué o a quién.
Foto: Matt Henneck.