Música contra incrédulos
Barcelona. 12/2/18. Palau de la Música. Temporada Palau 100. Haydn: Sinfonía núm. 50. Bartók: Concierto para piano núm. 3. Javier Perianes, piano. Dvořák: Sinfonía núm. 7. Orquesta Filarmónica de Munich. Dirección: Pablo Heras-Casado.
Un muestrario de virtudes técnicas y conmovedora elocuencia estética. Así se podría resumir el inicio de la gira española de la Filarmónica de Múnich bajo la dirección de Pablo Heras-Casado y la participación de Javier Perianes.
Con esa frase uno podría dejarlo ahí, pero la música tiene sus razones, aunque sea una razón sin fondo. La gira trae el mismo programa que Heras-Casado dirigió la semana pasada en la Philharmonie de Múnich, al que se ha incorporado el Concierto para piano núm. 3 de Bartók en sustitución de la Tercera de Schubert: una presentación del fruto de esta colaboración entre los dos músicos españoles y la orquesta muniquesa, el reciente disco grabado para Harmonia Mundi donde junto al concierto para piano también encontramos el Concierto para orquesta, otro fruto de su exilio norteamericano bajo el impulso de Koussevitzky. Es decir, una grabación dedicada a detener en una imagen la lucha agónica del compositor, que aunque es el preludio a la muerte es también una lucha por la afirmación de la vida y el arte firme e innegociable. Las extensas notas al programa, por cierto –aunque no se suele decir, o sólo se hace cuando la experiencia es negativa– eran un modelo de cómo deberían ser todas aunque pocas son así, con aportaciones lúcidas de Carlos Calderón, Pere-Andreu Jariod, Aleix Palau, Victor García de Gomar (de los dos últimos, una magnifica playlist de compositores exiliados donde se reivindicaba La peste de Gerhard y la Atlàntida de Falla) y los habituales y eternos versos de Narcís Comadira.
Para empezar un reducido dispositivo orquestal al abordar un Haydn transparente, equilibrado y de articulación viva y sutil, donde se puso de manifiesto, sin partitura, la calidez y el gusto de Heras-Casado. Un director magnífico que no teme la aventura y que tiene muy bien cubiertas las espaldas por un agudo y profundo sentido estético traducido en una rica elaboración de planos y sentido dramático. A muchos se nos llena la boca con el granadino pero no deberíamos olvidar –al menos para sacar alguna lección ya que se repite otras veces– que tuvo que triunfar fuera para que aquí nos percatáramos de que existía. Hay ascenso meteórico en su carrera, es cierto, pero también hay maduración y lo más importante: hay un gran margen de crecimiento, sin ir más lejos con la obra de Bartók. Una posibilidad que además se ve enriquecida por su desplazamiento entre repertorios y épocas, huyendo de la especialidad que suele estrechar el bagaje de un músico.
De filiación con el contemporáneo Concierto para viola y también redondeado más que completado por la mano de su discípulo Tibor Serly, el Concierto para piano núm. 3 de Bartók que trajo Perianes estaba muy cavilado, esgrimiendo una acertada lectura íntima y crepuscular de la partitura. La cantabilidad y habitual honestidad interpretativa del onubense hace que la música se imponga por sí misma; así sucedió desde el allegretto que abre el concierto. En el segundo movimiento esa textura homófonica tan elocuente, que en el compositor húngaro es ascetismo y dureza, se transforma en grandilocuencia brillante en el vertiginoso allegro vivace final: con gran fidelidad lo pudimos escuchar en manos de un solista que se hizo grande a través de una soltura y musicalidad fascinante. La imbricación con la orquesta y la ostensible complicidad con la dirección hicieron el resto, con una cuerda de sonido compacto y un metal de prestancia y nobleza sonora en el último movimiento. Lejos de preciosismos, el gesto espontáneo y sin batuta fue contundente en la geometría de los planos, logrando particularmente una gran amplitud y cuidado sonoro desde el doloroso adagio religioso. Sobrecogedor.
En la gran tradición sinfónica, la poderosa fuerza trágica de la Séptima de Dvořák y su desarrollo temático demanda transparencia sonora y delicadeza, que en su profusión de imágenes plásticas no caiga en la banalidad. Un éxito londinense la del “Brahms bohemio” y un fracaso vienés si nos atenemos a la tergiversada visión de Hugo Wolf en su cruzada contra Hanslick. Ya se sabe, como recordaba Muti que no hay que creer ni a los directores ni a los críticos. Es muy conocida la versatilidad del director granadino, pero tengo la sensación que en el universo romántico es donde se mueve con mayor naturalidad e inteligencia. Y aquí fue donde extrajo de la orquesta una rica paleta sonora. El melancólico y romántico lirismo que también atraviesa el corazón de la partitura fue alumbrado por un empaste, afinación y personalidad en las cuerdas extraordinarios. La solvencia técnica y la magnífica respuesta de la orquesta permitió a Heras-Casado dar relieve a la tensión subterránea de la sinfonía sin dejar que decayera su interés, esculpiendo con esmero el detalle y dibujando con rotundidad la concepción global, favorecida por un estrecho diálogo entre las secciones. De dinámicas extremas en el allegro maestoso, imaginativos en el poco adagio, incisivos en el scherzo y cuidadosos en el Finale donde se mantuvo a raya las posibles estridencias.
Cuando se hace música de verdad como sucedió esta vez, se produce lo mismo que Coleridge llamaba “the willing suspension of disbelief”, la suspensión de la incredulidad esencial para mantener encendida la llama de la fe poética. Esa que tantas veces nos falta no ya en la literatura o la música, sino en la propia manera de relacionarnos con el mundo y el arte. Esa venenosa mezcla de recelo e indiferencia –anestesia– estética queda barrida, al menos unos instantes, cuando uno asiste a la rotundidad de interpretaciones como esta. La incredulidad mejor dirigirla hacia la crítica musical, para comprobarlo uno mismo: la gira española que ha arrancado en Barcelona con un Palau repleto, continúa por Madrid (13) y desemboca en el Festival de Música de Canarias: Fuerteventura (15), Gran Canaria (16) y Tenerife (17).