Die Prinzessin Jennifer
Bilbao. 17/02/2018. Palacio Euskalduna. Strauss. Salomé. Jennifer Holloway (Salomé), Daniel Brenna (Herodes), Egils Silins (Jochanaan), Ildikó Komlósi (Herodías) Mikeldi Atxalandabaso (Narraboth). Orquesta Sinfónica de Bilbao. Dirección de escena: Francisco Negrín. Dirección Musical: Erik Nielsen.
Una de las circunstancias más satisfactorias para un aficionado operístico es cuando en una representación se da la identificación casi total del cantante con el personaje que interpreta, esa unión que hace difícil distinguir entre ambos. El pasado sábado vivimos uno de esos raros momentos con Jennifer Holloway cantando Salome. Holloway consiguió, con una interpretación mágnifica pero, sobre todo, con un canto espectacular, que viéramos a la mismísima Prinzessin von Judea en el escenario del Palacio Euskalduna. La cantante norteamericana no era la primera opción para protagonizar la cuarta ópera de la temporada de ABAO (Asociación Bilbaína de Amigos de la Ópera). En el annus horribilis en cuanto a cancelaciones que sufre la Asociación, tuvo que sustituir a la programada Emily Magee. No sé si su compatriota lo hubiera hecho tan bien como Holloway, pero creo que nadie, al acabar la función, se acordaba de que no era la primera elección de reparto. Como actriz hizo, como ya he comentado, completamente propio el personaje. No es la suya la única manera de abordarlo, pero lo hizo totalmente creible y real. Su Salomé no es frágil, ni básicamente sensual, ni parece simplemente enajenada. Es una mujer caprichosa pero decidida, que no va a permitir nada que haga dudar de su determinación por cumplir sus deseos. Ansía a Jochanaan y éste será suyo, sea como sea. En el plano vocal tampoco se pueden poner peros a su trabajo. Brillantísima en toda la tesitura, sus agudos, frecuentes y difíciles en esta partitura, nunca fueron gritados, su centro es amplio y carnoso y su grave bien sostenido. Se adapta con la mayor naturalidad a todos los bellos pasajes que Strauss crea para su heroína saliendo siempre victoriosa, con una voz potente, bien proyectada, que traspasó ese patio del Euskalduna tan temido siempre. El mismo patio que recibió con una salva de aplausos y bravos (algo muy inhabitual en un estreno de ABAO) el saludo de la soprano al final de la obra. Un éxito rotundo.
En mis crónicas suelo seguir un orden (manías personales, supongo) que me obligaría a continuar ahora por el resto del reparto vocal. Pero hoy tengo que señalar el otro polo que para mi destacó de esta representación: La dirección musical de Erik Nielsen. Salomé es una de las cumbres operísticas de Richard Strauss y, junto a Elektra y La mujer sin sombra, es en la que más experimenta con el cromatismo, con un expresionismo de factura propia. Es una partitura con una gran fuerza interna, con un fuego que si no se se sabe avivar y mantener aboca la representación al tedio y sobre todo, al sinsentido. Porque Salomé es siempre tensión, arrebato. Y eso faltó la mayor parte del tiempo en la batuta de Nielsen. No sé la razón que llevó a un director que considero competente a no echar toda la carne al asador con esta Salomé y con una cantante que pedía más alma al foso. Quizá fue prudencia para no tapar las voces en un espacio donde corren con dificultad, o una especie de ensimismamiento (los tiempos fueron casi siempre lentísimos) en el rico vocabulario straussiano, que, hay que admitirlo, se pudo apreciar perfectamente, pero ni en los momentos meramente musicales (como la famosísima danza de los siete velos) hubo garra, fuerza. Sólo, afortunadamente, en la escena final, en esa maravilla que es cuando Salomé, por fin, tiene a su disposición la cabeza del profeta, fue cuando Nielsen se dejó llevar y hubo el dramatismo y el vigor que faltó en el resto de la representación. Y todo esto a las órdenes de una magnífica BOS (Orquesta Sinfónica de Bilbao -de la que es titular Nielsen-), quizá la orquesta más sólida de las que frecuenta el foso de ABAO, y que sonó con una claridad y transparencia estupendas, pero a la que, por desgracia, no pudimos ver a pleno rendimiento, repito, hasta los últimos compases de la obra.
Volviendo a la parte vocal, destacar el Herodes de Daniel Brenna que también asumió con desparpajo su histriónico papel y que nos alejó de esas voces destempladas, muchas en declive, a las que se asigna este personaje, como si el interpretar el rol de un depravado llevara aparejado un canto al mismo nivel. No fue el caso de Brenna, que supo entender lo escrito por Strauss y hacerlo con un canto siempre limpio, con volumen y excelente proyección. No estuvo a la misma altura el Jochanaan de Egils Silins, que no supo transmitir la sobriedad y dureza del profeta que aborrece el mundo de Salome. Vocalmente estuvo correcto, pero no arrebatador, y su proyección fue escasa quizá debido a una escenografía que le favorecía poco y unos medios que se enfrentaban a un teatro de difícil acústica. Tampoco convenció Ildikó Komlósi como Herodías, la madre de Salome. Sólo en las partes agudas, casi chilladas, pudo apreciarse su canto aunque su histrionismo se adecuó a su desagradable personaje. Estupendo Mikeldi Atxalandabaso como el enamorado capitán Narraboth. Atxalandabaso, conocedor como pocos del Euskalduna, fue el que mejor explotó sus dotes canoras para que esa voz de timbre bello que tiene se oyera hasta el último rincón del Palacio. Otro de esos cantantes desaprovechados que abundan entre los secundarios del panorama nacional. Competente y cumplidor el resto del extenso reparto que completaba la obra.
La producción, proveniente del Palau de Les Arts valenciano, la firma el mejicano Francisco Negrín. Apoyado en un correcto vestuario de Louis Désiré, Negrín sitúa la obra en un un indefinido espacio temporal donde hay referencias a diversas épocas históricas como queriendo decirnos que la historia de Salomé puede ocurrir en cualquier momento, en cualquier sociedad. Tampoco la correcta escenografía, que firma el propio Désiré, desentona en el planteamiento, aparte que la cisterna donde está recluido el profeta se sustituye por un futurista esfera que se abre para ver el cubículo-hornacina donde está Jochanaan colocado casi como un santo y en cuyas paredes se van proyectando (también cuando Salomé ocupa ese espacio al final de la obra) distintos vídeos que animan el discurrir dramático. Aunque ya vista en otras producciones, no deja de ser interesante la interpretación que se da a la danza de seducción de Salomé convertida en una proyección de vídeo donde se reflejan las obsesiones de Herodes y que termina en una poco creíble violación de Salomé. La forma circular y reducida del giratorio escenario sí que ayuda a concentrar la atención en la acción y a que las voces no se dispersen. Buena dirección escénica que permitió movimientos fluidos y lógicos en el planteamiento general de la producción.
Jennifer Holloway se va a convertir seguramente en una de Salomé de referencia y en Bilbao hemos tenido la suerte de verlo y oírlo. Si todo sale así igual acabamos diciendo: “Bienvenidas sean las cancelaciones”.