Alcina Bartoli Zurich Rittershaus

 

El arte de la conciliación

Paris. 16/03/2018. Theatre des Champs-Elysees. Haendel: Alcina. Cecilia Bartoli (Alcina), Philippe Jaroussky (Ruggiero), Emöke Baráth (Morgana), Varduhi Abrahamyan (Bradamante), Christoph Strehl (Oronte), Krzystof Bączyk (Melisso). Dir. escena: Christof Loy. Escenografía: Johannes Leiacker. Vestuario: Ursula Renzenbrink Dir. musical: Emmanuelle Haïm. Orquesta y solistas del Concert d’Astrée.

No debemos dar lo lógico por sentado pero tampoco llevarnos a engaños: no es fácil que el público salga tras más de 3 horas de espectáculo operístico haendeliano con ganas de más. En el siglo XXI es más necesaria que nunca la conciliación del drama musical con la dramaturgia teatral, en aras de acortar la ingente separación entre los paréntesis que enmarcan la sociedad para la que fue concebido el espectáculo y la que hoy en día lo “consume”, en el sentido más contemporáneo del término, para lo bueno y para lo malo. Más nos retrotraemos en el tiempo, más complicada se hace la tarea, y es evidente que en títulos como el presente la cuestión no se resuelve a base de acortar recitativos, glosar el continuo hasta la saciedad o enriquecer un accompagnato, pues estos se convierten al final en un mal menor, que si no se realiza con condura puede poner comprometer seriamente la inteligibilidad del entero texto.

No me voy a andar tampoco con tapujos, la puesta en escena de Christof Loy, concebida para la Opernhaus de Zurich (2014), está en este sentido repleta de aciertos, convierte la conciliación de pasado y presente en un arte. Este hecho provoca que la producción a la que asistimos, con un cast idéntico en sus roles principales a las reposiciones helvéticas de 2016 (en la premier de 2014 Ruggiero fue interpretado por Malena Ernman), no deje de coleccionar éxitos y aplausos allá donde se propone. Loy muestra una complicidad con el libreto meritoria, digna de corta y pega, una inteligente lectura que pese a focalizar su primera mirada escenográfica en un teatro del setecientos va poco a poco dando pinceladas de contemporaneidad. Es precisamente la evolución psicológica y dramática de los personajes la que permite desde el primer acto la aparición de esta paleta contrastante, cuando en una escena teatral al más puro estilo rococó (con danzantes incluidos, sin mácula filológica) irrumpen Bradamante y Oronte en traje y corbata. Las mutaciones del resto de personajes, su evolución dramática, encuentra reflejo paulatino en el cambio tanto de su gestualidad como de su vestuario, de modo que el Ruggiero que surge al alzar el telón, de gesto noble, peluca ad hoc y tez blanquecina, da paso en el tercer acto a un pseudo-ejecutivo trajeado, dominado por los aspavientos y con el estrés típico de los tiempos hodiernos. 

La indisposición de Julie Fuchs provocó un repentino cambio en el cast, tan inesperado que su sustituta, la soprano húngara Emöke Baráth, pisó el teatro apenas 24 horas antes de la presente representación. Salvo por el hecho de que tuvo que cantar desde el foso, con Fuchs cumpliendo su parte en escena, no se produjo una pérdida de calidad tangible. Baráth tuvo una más que meritoria actuación, con voz limpia, aunque algo escasa en su trabajo con las dinámicas – imagino que por las circunstancias –, y precisa coloratura, poniendo de manifiesto como su próxima aparición en este mismo escenario junto a Jaroussky (en el Orfeo y Euridice de Gluck) es sin duda por méritos propios.

De excepcional me atrevo a calificar el Bradamante de Varduhi Abrahamyan, cuya presencia escénica, su carnosa voz y su precisión en los pasajes virtuosos hizo además despertar las primeras ovaciones en la sala, pese a haber sido precedida por las actuaciones de Bartoli y Jarouskky.

Philippe Jaroussky, cuyo valioso instrumento no puedo sino alagar espectáculo tras espectáculo, es de esos cantantes que se deberían prodigar más en escena. No son numerosas las ocasiones en las que viste, senso stricto, paños ajenos, y sin embargo sus cualidades actorales son notorias, ricas de gestualidad, capaz de llevar en este particular caso a Ruggiero por las enfrentadas sendas psicológicas que  tanto el libreto como Loy esculpen para el personaje. La complicidad tanto con Bartoli como con Abrahamyan provocó que todas sus intervenciones estuviesen cargadas de interés dramático, sin dejar de lado su extraordinario rendimiento vocal.

Cecilia Bartoli sigue mostrando su relación idílica con el repertorio barroco, aunque si bien hace algún lustro nos encandilaba sobre todo con su trabajo en las agilidades, ahora extrae sin duda más jugo si cabe a los movimientos pausados, donde la experiencia hace que saque el máximo el poder expresivo a su voz, con un control impecable de la emisión y una paleta dinámica rica y versátil. La Diva italiana transforma y aprovecha unas cualidades que mutan via natura, pero que sabe llevar de la mano con clase, arte y dedicación. Como tal “la Bartoli” arrastra a su propio público hecho que en cierto modo penaliza a la artista, propensa en no pocas ocasiones a pasar por encima del personaje que le compete.

Las actuaciones vocales fueron además refrendadas por unas excelentes prestaciones del Concert d’Astrée llevados de la mano de su fundadora, la clavecinista francesa Emmanuelle Haïm, con una lectura cristalina, rica en tempi, dinámicas y particularmente atenta a sacar el máximo jugo expresivo a la disonancia.