© A. Bofill | Gran Teatre del Liceu

La danza como lenguaje 

Barcelona. 22/06/2025. Gran Teatre de Liceu. Dvořák: Rusalka. Asmik Grigorian (Rusalka), Piotr Beczala (Príncipe), Karita Mattila (Princesa extranjera), Aleksandros Stavrakakis (Vodnik), Okka von der Damerau (Ježibaba). Orquestra Simfònica del Gran Teatre del Liceu. Christof Loy, dirección de escena. Josep Pons, dirección musical.

Pese a este título, esta reseña no resume las impresiones de quien escribe sobre un espectáculo de ballet o danza. Es más bien el resumen de la idea que quiere transmitir, o por lo menos así yo lo he percibido, el director de escena de esta producción de Rusalka de Antonín Dvořák que el Gran Teatre del Liceu estrenó el pasado día 22 de junio -tras su paso anterior por Madrid en 2020 y Valencia en 2024-. Y es  que Christof Loy enfoca el cuento de Rusalka, la ondina (el libretista de la ópera, Jaroslav Kvapil, compendia tres narraciones sobre este tema de la tradición nórdica y centroeuropea –la más conocida, La sirenita de Hans-Christian Andersen–), como la demostración de la incomunicación de dos mundos, el mitológico (y por tanto fantástico)  y el real. Pero desarrollaremos esta idea de Loy más adelante. Quedémonos sobre todo con el excelente nivel musical de una representación que emocionó al público del Liceu. 

Josep Pons, director musical, se empleó a fondo en un repertorio que le es querido porque tiene muchas reminiscencias del universo wagneriano. Con tiempos reposados, especialmente en los momentos más líricos, supo recrear un universo sonoro que hiciera justicia a la belleza de una partitura en la que escuchamos muchas de las voces de los grandes compositores románticos. Su lectura tendió a la transparencia y a la brillantez. Y lo consiguió, apoyado por la Orquestra Simfònica del Gran Teatre del Liceu que se lució con una ejecución rica en matices y en la que todos sus componentes se esforzaron por mostrar lo mejor de cada instrumento. El fondo bellísimo de la música de Dvořák y la exquisita lectura de Pons propiciaron un ambiente perfecto para que dos grandes voces triunfaran de manera absoluta en los papeles principales.

Asmik Grigorian es una cantante espectacular pero además es una actriz extraordinaria. Su recreación de la ondina enamorada fue perfecta y volvió a demostrar que es una de las sopranos más destacadas del momento. El agudo es seguro, la expresión rica y variada (así lo demostró una bellísima y lentaCanción a la luna), llega sin problemas al grave y tiene un centro de gran atractivo. Todo en ella rezuma arte y eso hipnotizó al público. Un público que aplaudió a rabiar a un Piotr Beczala exultante, en un momento óptimo de su ya larga carrera y que dio vida a un Príncipe antológico, muy difícil de superar. Desgranar aquí todas sus virtudes sería largo y seguramente tedioso para el lector, pero entusiasmó ese timbre tan limpio, ese agudo restallante y hermoso, esa proyección de gran artista y esa presencia escénica tan personal. Hay que rendirse ante un tenor que lleva tantos años en la primerísima línea de la ópera, siempre con una humildad y una elegancia que le honran.

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Grata sorpresa el Vodnik, dominador del mundo de las aguas, de Aleksandros Stavrakakis, un cantante griego, habitual de la Semperoper de Dresde y que mostró una voz de mucha presencia, bien modulada, y con un color que sin ser demasiado oscuro era auténticamente de bajo. Cantó especialmente bien su aria Celý svět nedá ti, nedá, una demostración de su dominio no solo del forte sino de las medias voces y el canto más recogido.

Karita Mattila es un mito de la ópera y como tal se comporta en escena, con esa presencia regia que también le va a su papel de la Princesa extranjera, rival de Rusalka en el amor del Príncipe. Mattila sigue conservando un buen agudo y resolvió su papel con solvencia. También lo hizo Okka von der Damerau, una reputada mezzo que se desenvuelve muy bien en el ingrato papel de la bruja Ježibaba. Quizá no brilló tanto como sus compañeros pero supo sacar partido a una voz de color bello y atractivo.

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En cuanto a los comprimarios destacar, como siempre, a Manel Esteve que realiza un trabajo espectacular como el Hajny, el guardabosques. Loy le exige en su producción una participación activa como actor en el primer acto y el se entrega a esa función de una manera que solo merece admiración y aplauso. Vocalmente resolvió sus momentos con la soltura que le da una proyección excelente y un estilo de auténtico barítono clásico. También a gran altura Laura Orueta en el travestido papel de  Kuchtík, el cocinero, compañero de peripecias cómicas del guardabosques y, como Esteve, excelente también vocalmente.

Resolvieron perfectamente sus cometidos las tres ninfas (Juliette Aleksanyan, Laura Fleur y Alyona Abramova) y se lució, en su corto papel, David Oller como Lovec, el cazador. Buen trabajo de todos los bailarines pues esta producción exige un gran nivel de danza. En la obra se oye, fuera de escena, un coro de ondinas. Resultó raro que a veces pareciera que el coro estaba fuera del escenario y otras, la mayoría, se oyera a través de megafonía. Una solución musical que no convenció.

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Volvamos a la producción escénica. Christof Loy cuenta con una escenografía, firmada por Johannes Leiacker, centrada en un mismo espacio palaciego a dos niveles para toda la obra. Para diferenciar el mundo humano del acuático basta con añadir unas rocas y ya nos percatamos que estamos en el fondo lacustre. Se nos presenta a Rusalka como una bailarina que ha perdido sus habilidades, herida por falta de amor, de conformidad con su vida debajo del agua. Ella ama a un príncipe que se acerca habitualmente a la orilla y le pide a la bruja que la convierta en humana, pese a las advertencias de su padre y las amenazas de Ježibaba de que el cambio le va a costar caro. 

El director de escena resuelve el segundo acto, en el que la incomunicación de Rusalka con el Príncipe es total por la mudez de  ondina, haciendo que esta intente acercarse a su amado gracias a la danza, habilidad que ha recuperado al volverse humana. Pero el baile, uno de los medios de comunicación más eficaz entre enamorados, no funciona con un Príncipe demasiado apegado a los placeres mundanos. No es capaz de entender el lenguaje de amor que las piruetas (espectacular Grigorian) transmite, y la ondina vuelve a sus aguas.

El final es previsible, ni la ondina vuelve a adaptarse a ese mundo ni el Príncipe resiste el suyo. Ambos mueren en el fondo acuoso. La intención de Loy no es brillante, en muchos aspectos confunde al espectador y es un poco exagerada en las formas, y finalmente, queda una sensación de un trabajo que no cuaja, que no atrae, que simplemente es una opción que no tergiversa la historia.

Pero esto da igual, lo que importó es el triunfo musical, la brillantez de un director y su orquesta y la hermosa lección de canto que nos dieron un elenco de primerísimo nivel.

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Fotos: © A. Bofill