Oda sin reconciliación
Barcelona. 26/4/18. Palau de la Música Catalana. Temporada Palau 100. Beethoven: Sinfonía núm. 9.. Marina Rebeka, soprano. Natascha Petrinsky, mezzo. Torsten Kerl, tenor. Luca Pisaroni, bajo-barítono. Orfeó Català y Coro de Cámara del Palau. Mahler Chamber Orchestra. Dirección: Daniele Gatti.
Notable la mala educación de unos músicos y un director que extremaron tanto las dinámicas en el Allegro que abre la Novena, que no permitieron que en las primeras filas el público pudiera –como es habitual en la sala– comenzar a charlar tranquilamente, toser, revisar la bandeja de entrada y relajarse con una partida de Palabras Cruzadas, volver a toser, y si tercia echar unas risas con el compadre sentado al lado. Sin delicadeza hacia las costumbres autóctonas, en el colmo de la desconsideración hacia los clientes que pagan y que por esa razón, como si quieren desenvolver un bocata de chorizo ibérico, el propio Daniele Gatti dirigió una fuerte reprimenda a las primeras filas –individualizada en una señora– al terminar el primer movimiento, molesto por los reflejos y lucecitas de un móvil. Un gesto aplaudido por aquellos que no entienden que vivimos en la sociedad de la tolerancia. Hay que ir acostumbrando a los músicos que ellos están ahí simplemente para amenizar la velada, y que Beethoven y los dos siglos de su Novena son un elemento decorativo y secundario. Y –como se dice por aquí, no conozco una traducción precisa– qui dia passa any empeny. Vamos tirando y gerundiamos el gerundio.
Tras ese primer movimiento que comenzó con cierto retraso y en el que la música se vio obligada a luchar contra lo extra-musical, la interpretación fue tan rotunda como brillante, caracterizada por el cuidado sonoro y los matices. En este sentido, por encima de todo resplandeció el maravilloso sonido y estabilidad de las maderas, como también una cuerda grave de claridad y precisión notable y unos violines vigorosos. Una dirección clarividente y sólida exigió vértigo y la orquesta se lo dio con una solvencia incontestable, dibujando con maestría todos los claroscuros de la partitura a través de un sentido preciso de la fluidez orgánica, embriagador en el dulce cantabile del tercer movimiento.
Es de sobras conocido que la dimensión de esta obra no sólo se cifra en su extensión o su dispositivo sinfónico-coral, sino también en la profundidad y evolución de un largo itinerario espiritual muy exigente, casi inabarcable, si le añadimos ese aspecto estético inalcanzable que tiene la obra sinfónica beethoveniana. Como imagina la tragicomedia de Griepenkerl El festival, o los beethovenianos (1838) donde un músico se llega a suicidar abrumado por los ensayos, no valen las medias tintas con esta música, y bajo esa premisa se encontraron todos en el cuarto movimiento: un soberbio Luca Pisaroni derrochó caudal en los agudos y refinamiento en el fraseo, Torsten Kerl prestancia gracias a un instrumento de carácter, mientras que el buen desempeño de Natascha Petrinsky y de una luminosa Marina Rebeka redondeó un magnífico cuarteto. Por otra parte, uno no puede más que aplaudir la actual etapa con Simon Halsey al frente del Orfeó Català y el Coro del Palau en estas dos temporadas. En el apartado coral, con más dedicación por el detalle que por el volumen, la gradación de las dinámicas, el fraseo y la frescura sin descuidar la fiabilidad, fueron los valores principales para ser capaces de rozar esa sublimidad y grandeza desmesurada del último movimiento, anunciada desde la virulenta entrada de la cuerda grave.
Volk, Bildung, Geist. La unidad de lo que fragmentó el progreso moderno sólo se puede dar en el arte: sólo el arte nos salvará como dejó escrito Schiller y entendió como nadie Beethoven. La fe en el despliegue del espíritu humano en la historia tiene casi una traducción musical perfecta y se impone por la verdad que reposa en su lógica interna, así como hizo que la figura del compositor se impusiera por encima de todos. Pero es evidente que ni somos cultos, ni ilustrados, y por encima de todo no somos ni mucho menos hermanos. Por supuesto, somos incapaces de servirnos del propio entendimiento sin la dirección de otro, como soñó Kant poco antes que Schiller escribiera An die Freude. El poeta creía que el imperio de la utilidad y la enfermedad de la cultura se cura con la educación estética. Sólo a partir de ahí se alcanzaría la reconciliación entre el sentido íntimo y el sentido común, hoy desmenuzado en una miríada de ególatras infantiles que nos impide experimentar esa reconciliación fuera de la experiencia estética que nos ofrecen obras intemporales como esta Novena, cuando se defiende con la dignidad y vehemencia con la que lo hizo Gatti junto a la Mahler Chamber Orchestra, los cuatro solistas y los miembros del Orfeó Català y el Coro de Cámara del Palau.
Foto: Fischli.