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Espectáculo y espectacularidad

Donostia. 18/08/2023. Palacio Kursaal. Gustav Mahler: Sinfonía nº 8 en mi bemol mayor, con Sarah Wegener (soprano), Mojca Erdmann (soprano), Miren Urbieta-Vega (soprano), Justina Gringyte (mezzosoprano), Claudia Huckle (contralto), Aj Glueckert (tenor), José Antonio López (barítono), Mikhail Petrenko (bajo), Orfeón Donostiarra, Orfeón Pamplonés, Easo Eskolania, Easo Gazte Abesbatza, Euskadiko Orkestra y Orquesta Sinfónica de Navarra. Dirección musical: Robert Treviño.

No son pocos los melómanos que no encuentran placer en las obras de gran formato y/ o de grandes dimensiones. Para ellos la música sinfónica encuentra su verdadera trascendencia en la música propia del clasicismo y, por lo tanto, la variación en la estructuración de la orquesta sinfónica que se vive desde finales del XIX no les agrada, Por poner un pequeño ejemplo, minutos antes de entrar en el Kursaal un conocido melómano donostiarra en amena conversación me justificaba su dificultad para digerir la obra wagneriana, mahleriana o bruckneriana precisamente por sus largas dimensiones, exigencias y pretensiones. Y por ello mismo asistía con medida expectación al concierto que nos ocupa por aquello de que en lo que a dimensiones se refiere, la octava sinfonía de Gustav Mahler es símbolo inequívoco. 

En los medios de comunicación locales, empero, este concierto se había presentado –incluso con machacona insistencia- como el gran suceso musical de esta Quincena Musical; incluso presentándola como alternativa y adecuada sustitución a la ópera escenificada, ausente en esta edición según muchos, cosa que es también harto discutible dada la programación en apenas una semana de la ópera-oratorio Oedipus Rex, de Igor Stravinsky. En conclusión, pareciera que este concierto solo podía salir bien y que dada la expectación creada, el éxito era inevitable.

Nadie pondrá en duda las enormes exigencias de esta partitura en todos los ámbitos imaginables. Por ejemplo, en un aspecto que poco se suele comentar en este tipo de reseñas cual es la exigencia logística. Una persona implicada en dicho trabajo, esbozando una sonrisa, me decía al final del concierto que a pesar de la satisfacción que expelía esperaba que pasaran otros veinte años antes de emprender semejante tarea, dadas las exigencias de contratación y coordinación necesarias siquiera solo para poder ensayar. También estas especiales circunstancias hacían presagiar que la labor del director musical Robert Treviño estarían más cercanas a tratar de mantener a flote el transatlántico más que poder dirigir la sinfonía en el sentido más estricto de la palabra. 

Las exigencias de la partitura también se aprecian a la hora de entender la obra en sí misma. El director musical de la velada definía esta sinfonía como una obra compuesta por dos casi independientes: la primera, sostenida por las agrupaciones corales y de una exuberancia apabullante, es casi una misa; la segunda, con momentos de mayor intimidad y con una presencia orquestal mucho más importante, más parece una ópera. Y ambas partes suman hasta construir una sinfonía original, compleja y que provoca cierta desazón cuando se coloca en su butaca, desazón que surge por las dificultades aquí expuestas y que pueden condicionarla interpretación; pues bien, por lo que las dudas que un servidor pudiera tener antes de la función, quedaron disipadas nada más terminar la interpretación.

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Porque a pesar de todo, a pesar de todos los peros que se puedan poner, creo que el gran triunfador de la velada fue, precisamente, el director de orquesta. Robert Treviño es un mahleriano convencido que está llevando a su orquesta a ser, casi, una agrupación especializada en su interpretación. Aprecie el lector, si no, cómo en apenas un mes, inaugurando la temporada de abono 2023/2024 Treviño dirigirá la tercera sinfonía del mismo compositor y allá por diciembre será el turno de la primera, aunque en este caso la batuta sea distinta. En cualquier caso, los mahlerianos podemos sentirnos colmados de satisfacción con las propuestas del señor Treviño.

Queda apuntado que las dudas iniciales por aquello de las inusuales dimensiones de la obra quedaron disipadas al final de la velada porque nada falló, que no es poco. Las orquestas respondieron a las exigencias de las batutas, las agrupaciones corales no estuvieron a la zaga y con detalles de mucha calidad y entre los ocho solistas, como es natural, hubo de todo pero con un nivel medio alto.

En lo que a estos últimos se refiere caben destacar dos, quizás tres voces, que sobresalieron por encima del grupo: en un caso, la soprano lírica Sarah Wegener que supo responder a las inclementes exigencias de tesitura, con agudos potentes y bien emitidos. No estuvo a la zaga su compañera de cuerda Mojca Erdmann y, sobre todo, la voz rotunda, bella, bien emitida y sonora como pocas de Justina Gringyte; cada vez que cantaba parecía que se hacía la luz. En relación a la cantidad de lo cantado me pareció la mejor voz de todas. Eso sí, no puedo por menos que mencionar la única frase que desde la rampa de acceso al auditorio nos cantó Miren Urbieta-Vega; hacía mucho tiempo que una sola frase no provocaba en mi persona tal sensación de plenitud: voz carnosa, emisión fácil, un sonido hermoso. Sí, fue solo una frase pero en esta apología de las grandes dimensiones bien merece la pena subrayar lo aparentemente imperceptible. La última voz femenina, la de Claudia Huckle cumplió con suficiencia su cometido. 

Por lo que a ellos se refiere apreciar que en los tres casos la inclemente tesitura mahleriana, de esas que algunos no dudan en considerar incantable, les hipotecó bastante aunque entre los tres la interpretación más hermosa fue la de José Antonio López, un barítono eficaz, que transmite la sensación del trabajo bien hecho. Quizás no sea la voz más hermosa del mundo pero es de una seguridad pasmosa y nunca decepciona. El tenor Aj Glueckert tuvo que pelear y mucho para hacerse oír, sobre todo en sus intervenciones de la primera parte mientras que el bajo Mikhail Petrenko ofrece a estas alturas una voz bastante desgastada y con un timbre poco rotundo, escasamente grave.

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Por lo que a las masas corales se refiere, nota de sobresaliente. Cuando varios coros se agrupan surgen entre los cantores inevitables dudas acerca de si se lograra la necesaria coordinación, empaste y color del resultado pero hay que decir que en este caso no hay razón alguna para la queja. Hubo algún que otro titubeo pero nada que pueda empañar la noche. Subrayaría a las voces graves del Orfeón Pamplonés, con una seguridad en las notas más bajas sencillamente increíble. Los dos coros jóvenes hicieron muy bien su trabajo y no deja de ser curioso observar cómo la evolución del ser humano se aprecia en este tipo de situaciones: mientras que el 80% de la escolanía cantaba de memoria y se levantaban y sentaban todos a la vez, todos los adultos cantaban partitura en mano y se sentaban y levantaban haciendo la ola, totalmente descoordinados. Supongo que es simple manifestación de la inevitable decadencia del ser humano, del que un servidor es exponente diáfano.

Muy bien las dos orquestas, atentas a la batuta de un maestro que es un crack a la hora de jugar con los forte, capaz de crear crescendos maravillosos hasta las distintas apoteosis que te hace vivir esta sinfonía. Habrá quien opine, de forma legítima, que el inicio de la segunda parte, el de las escenas del Fausto, de Goethe, piden más poesía, mayor intimidad y, por lo tanto, mayor contraste con el efectismo del Veni, creator pero en términos generales las prestaciones orquestales fueron brillantes.

Fueron doce minutos de aplausos y una sensación general de que vivir experiencias de  este tipo no deja de ser algo excepcional porque a muchos niveles, no solo al artístico, levantar una octava sinfonía de este señor no deja de ser un esfuerzo titánico. Desde luego los varios cientos de artistas nos ofrecieron un espectáculo de calidad y aquellos que citaba en el primer párrafo, que huyen de la espectacularidad entendida como artificiosidad, ya tienen una razón más para mantener su argumentación.

Fotos: © Íñigo Ibáñez