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Espectáculo Prokófiev

Madrid. 03/05/18. Auditorio Nacional. Ibermúsica. Obras de Staern, Prokófiev y Mahler. Nikolai Lugansky, piano. Real Orquesta Filarmónica de Estocolmo. Sakari Oramo, dirección.

Entre la renuncia a entregar este año el Nobel de Literatura tras la dimisión de parte de la Academia por el escándalo de abusos sexuales y la reciente noticia de que el afamado barítono sueco Hakan Hagegard ha dejado la Academia de Música Sueca por, de nuevo, acusaciones de abusos sexuales, Suecia no parece, desde luego, vivir su mejor momento. Al menos, les queda la Filarmónica de Estocolmo…

Más de treinta años hacía que no visitaban Ibermúsica, desde que en 1984 y 1987 realizaran sendas giras por España, en ambas con Yuri Ahronovitch al frente. Para su regreso, ahora con Sakari Oramo, se ha escogido un programa muy comprometido, que abrió el estreno en España de Jubilate, obra de Benjamin Staern que juega a lo grande, con reminiscencias de Stravinsky (siempre Stravinsky) y Prokofiev y tensando los extremos en una celebración poderosa, enérgica, turbulenta.

En el Tercer concierto para piano de Prokófiev todo estuvo en su sitio. Una contraposición exquisita en la orquesta que sirvió del balance perfecto para el endiablado piano al que debía enfrentarse Lugansky. Cínica, sutil y evocadora en cada momento requerido sonó la Filarmónica de Estocolmo, donde hay que recalcar la entrega de sus primeros atriles en los violines (su conexión llegado el Kräftig mahleriano fue sublime), así como la buena labor del clarinete, ya desde los ligados en dolce.

Lo de Nikolai Lugansky, por su parte, fue puro magisterio. Él es una buena muestra del virtuosismo técnico en su mejor expresión, en aquella en que todo cobra o tiene per se un sentido definido. Un brutal tour de force el que plantea Prokofiev, expresado en sus manos con todo el calor y profundidad necesarias mientras se dota del color que la partitura requiere a cada nota y se resuelven los intrincados arpegios y continuos cruces  llegado el momento.  En sus dedos hay bravura y verdadera elegancia a partes iguales, y eso no es fácil de encontrar, menos en un concierto que a cada compás se vuelve más físico, se hace carne. Un espectáculo lo de Prokófiev. Una gozada lo de Lugansky.

En la Primera sinfonía de Mahler, la muerte promete lo infinito. Es el único modo en que lo el individuo puede atravesar las tinieblas hacia la luz, convirtiéndose en universal. En este sentido, faltó cierto grado de profundización. Hay que creerse que uno viene a morir sobre el escenario para hacernos sentir que morimos con ellos - no digamos ya resucitar. Es un mal generalizado en muchas Primeras. Para hacerme entender y para dar coordenadas que el público de Madrid pueda recordar, digamos que todos los que vimos morir a Plácido Domingo como Boccanegra en el Real, sentimos más verdad en ese desplome de dos segundos que en muchos de los 50 minutos que duran tantas primeras mahlerianas. La búsqueda de la plasmación puramente estética es válida, pero sin retórica, sin giro punzante y sin ponernos un tanto trascendentales, con Mahler no vamos muy lejos. Así, la lectura de Oramo se presenta en la búsqueda de lo tímbrico, aunque fallasen las flautas; con dinámicas en dos marchas, dando la sensación de que medio de las presentadas nos dejábamos unos cuantos matices; y sin una narrativa clara donde se construyeron clímax muy aptos y otros que no tanto, pero siempre presentado con rigurosidad y luminosidad. Una visión más plástica que filosófica, desde luego.

Como muestra final de todo ello se ofreció como propina La danza de la pastora, del sueco Hugo Alfvén y que resulta un poco, por seguir con Mahler y Domingo, como si este después de cantar Das Lied von der Erde se arrancase con la jota de La Dolores. Que no. Que tras un Mahler no hay propina que valga (ni después de un Tercero de Prokófiev). Que obligarse no es bueno. Que perdemos la razón de ser de las cosas.

Foto: Marco Borggreve.