Un Brahms colosal
Madrid, 8/6/2018. Auditorio Nacional. Ibermúsica. Widmann, Tanz auf dem Vulkan; Lutosławski, Sinfonía núm. 3; Brahms Sinfonía núm. 1. Berliner Philarmoniker. Director: Simon Rattle.
En esta era de listados, puntuaciones y pódiums, la Berliner Philarmoniker se cuela en el número uno de las orquestas con más frecuencia que ninguna otra, en dura competencia con sus rivales de Viena y Amsterdam. La visita a Madrid prometía, por poder disfrutar una vez más su calidad, y por ser la gira de despedida del que ha sido su director durante más de quince años: Sir Simon Rattle. Confieso que el programa elegido me contrarió en un primer momento: las inevitables obras contemporáneas para comenzar y como pieza estrella, la Primera de Brahms; definitivamente no la obra más monumental que uno puede imaginar para un adiós con propósito histórico. No podía haber estado más equivocado en mis impresiones preliminares.
He tenido la fortuna de charlar informalmente en el pasado con algunos miembros de la formación berlinesa, que siempre han mostrado su cariño por su director y, unánimemente, han destacado su inteligencia, su humanidad y sobre todo, su cercanía. Se entiende así la creación de Jörg Widmann para esta gira como primera obra de la noche, la Danza en el volcán, con toques de humor y camaradería, síncopas y jazz, para recibir y despedir a Rattle en el pódium, contrastadas por un desarrollo intenso y telúrico, que anunciaban la calidad que estaba por venir.
La Tercera de Lutosławski permitió a la orquesta mostrar su multiplicidad de registros y su perfección en cada uno de ellos. Meticulosamente planeada, la capacidad para atraer la atención fue creciendo según avanzaba cada uno de los movimientos, mientras la orquesta se cargaba de potencia, y de desconcertantes glisandos que acentuaron los colores, especialmente en los vientos. Y sobre todo, el caos recurrente de un enjambre de cuerdas y los ad libitum, la aleatoriedad controlada de la partitura, como una ilusión de caos tras el cual se esconde un férreo orden invisible. Se desplegó una fascinante narrativa en escalada, con apuntes a algunas frases líricas, hacia un final hipnotizante que hizo difícil tan si quiera pestañear.
Y pare terminar, un Brahms colosal. La excelencia técnica de esta orquesta se le ha vuelto en contra en algunas ocasiones; he asistido a impecables interpretaciones suyas de las que he salido fríamente satisfecho. Sin embargo, este adiós estuvo lleno de sentimiento, sin que por ello se comprometiera lo más mínimo la perfección en la ejecución. La magnífica sección de cuerdas, especialmente en su registró más bajo, se dedicó a llenar la sala de una intensidad vibrante que hizo palpitar las pieles, resonar los cuerpos y, sobre esta base, construyó un mar de emoción. Comenzó entonces una interpretación que sonó más a un adelanto del siglo XX que la culminación del Romanticismo en su vertiente más formal. Un Brahms embravecido, seguramente no apropiado para los más ortodoxos –ellos se lo pierden–, pero con una concepción global clara, y lleno de momentos para la entregarse al disfrute.
No hablamos de decibelios, aunque los hubo, sino de amplitud emocional de sonido. Desde la medida entrada de los timbales, un primer movimiento acelerado en que lo menos interesante fue seguir el desarrollo de su forma sonata, nos invitó a sumergimos en este viaje imparable. El carácter envolvente del Andante proporcionó el telón de fondo para la exhibición de sus célebres solistas, brillantes e impecables. El Allegretto e gracioso hizo honor a su nombre, especialmente furtivo y evanescente. En el movimiento final, en otro alarde de complicidad, cada vuelta del tema principal se reinterpretó con matices y acentos ligeramente variados, y nos transportó a un lugar distinto en cada reaparición. Una lectura libre de rigideces, pero paradójicamente sostenida por la precisión nanométrica de una maquinaria infalible, ingrediente imprescindible para que esta versión amplificada triunfara sin paliativos.
Los grandes directores y sus grandes formaciones consiguen hacernos escuchar obras ya conocidas como si fueran acontecimientos nuevos, y además hacer que funcionen. Esta es también la seña de identidad de Petrenko, el tan esperado heredero al mando de la formación. Al margen de sus diferencias estilísticas, este pudiera ser el elemento de continuidad para estos números uno, a los que deseamos volver a ver muy pronto en Madrid a las órdenes de su nuevo capitán.