Audacias y cautelas
Barcelona. 25/6/18. Palau de la Música. Palau Piano. Brahms: Sonata para piano núm. 3 en Fa menor, op. 5. Tchaikovsky-Pletnev: Suite de El cascanueces. Liszt: Vals Mephisto núm. 1, Rapsodia española. Khatia Buniatishvili, piano.
Podría parecer atrevido, pero en el opulento Allegro maestoso con el que comienza la Tercera Sonata en fa menor op.5 de Brahms Khatia Buniatishvili se siente en casa, y con eso comenzó un programa bien elaborado en materia de contrastes que cerró la 2018/2019 del Palau con una excelente entrada. La propia sonata, última de las tres del compositor cuyo impulso creativo ya desbordaba la forma, es un largo viaje muy heterogéneo a través de cinco movimientos que exigen delicadeza, gran capacidad reflexiva y administración de su espíritu melancólico. Más que resolutiva arrolladora, se sentó y todavía bajo los aplausos atacó ese primer movimiento desplegando un muestrario de recursos inagotable, capaz de llevar al instrumento al límite de sí mismo. Buniatishvili es brillante en casi todos los parámetros técnicos que ha explorado la literatura pianística, y los gobierna con una facilidad pasmosa. Todo ello le permitió leer el segundo movimiento –andante espressivo– llevándolo hasta el extremo de la pausa y trascendiendo el espíritu liederístico que lo inspira; un angustiante andante que desde los arpegios de corcheas en la mano derecha sobre las terceras descendentes en la izquierda, entre trinos de gran redondez se fue deshaciendo casi en un largo contemplativo al llegar a las indicaciones de äußerst leise und zart (extremadamente suave y delicado) que Brahms reserva para la segunda sección, una penumbra de cinco bemoles para la cual la solista reservó un dominio prodigioso de la pulsación. Tras un Scherzo de plasticidad luminosa, se escuchó un Intermezzo de gusto fúnebre e introspectivo, reduciendo al mínimo la frontera con el silencio y trazando un mundo interior que se apaga con un latido de cuatro notas, remembranza del destino en el tema del primer movimiento de la Quinta de Beethoven. Mucho colorido pero excesiva banalidad para el Finale, con cierto descuido del rubato y un uso extraño del pedal –hasta llegar a una última sección de precisión endiablada– fue una pequeña anécdota para una soberbia lectura de la sonata.
La segunda parte, coronada por dos conocidos desafíos liszteanos, exploraba los límites del piano desde otras perspectivas, mucho más cercanas a la imagen típica de esta solista. Primero la expresiva, lírica y de gran virtuosismo, personal transcripción de gran profusión tímbrica que hiciera Mikhail Pletnev de El Cascanueces en forma de suite de concierto demanda una gran capacidad de saltar de una emoción a otra, como Buniatishvili logró, en una indiscutible comprensión del texto musical leído desde una fantástica riqueza y variedad de dinámicas y timbres, sin descuidar un lirismo embriagador y un genuino sentido rítmico.
El atletismo hizo aparición en el primero de los valses Mephisto, donde más allá de una soltura y suficiencia prodigiosa faltó mayor entramado orgánico en los pasajes rápidos de ese baile demoníaco interrumpido por la dulzura de la sección central. Junto a la cuidada elaboración de sonoridades imponentes, mediante un legato espressivo y una magnífica claridad en la articulación Buniatishvili arrancó musicalidad en medio de los juegos de malabares de la Rapsodia española, en particular en una “Folies d’Espagne” muy lograda: nada se presentó como obstáculo para dotar de fluidez el discurso en los constantes desafíos para el fraseo o en las endiabladas secuencias de acordes, que la fina digitación de la pianista redujo a un torrente de matices sonoros. Esa prestancia le permite no sólo transparencia sino dotar de dirección a la música en medio de la exuberancia de notas que dibuja Liszt, algo más que una “escuela de velocidad” como certificó también en la primera de las propinas sin esquivar dificultades y satisfaciendo la sed circense del público que se había removido más que dos mil gallinas: el fragmento final de la popular Rapsodia húngara. Ya con el Palau en pie, la pianista se despidió como un Claro de luna debussysta de gran refinamiento sonoro, redondeando un círculo que nos devolvía al mismo “claro de luna” (Mondlicht) del que habla el poema de Sternau que Brahms añade al inicio del andante de su sonata.
Desde la mercadotécnica discográfica hasta el amarillismo insoportable de la prensa o los detalles de histrionismo en su puesta en escena, hay elementos que rodean su interpretación que pueden confundir. Pero no tengo dudas –aunque haya colegas que las tienen– de que la pianista georgiana es mucho más que eso: hay en ella visos de imaginación musical, concepto riguroso y adecuación estilística. Bajo tantos focos no es quizás tan fácil, pero en paralelo a su abundancia y audacia artística, un día llegarán grandes dosis de escepticismo y cautela y entonces tendremos mimbres de gran valor para una trayectoria importante que Buniatishvili todavía está en camino de construir y consolidar, y de la cual escuchamos más destellos con Brahms que con Liszt, aunque este último le proporcione un traje hecho a su medida actual.