Corazón ciego
31/10/18. Berlín, Philarmonie. L. Bernstein, Sinfonía núm. 1, "Jeremiah". D. Shostakovich, Sinfonía núm. 5 en re menor, Op.47. Tamara Mumford, mezzosoprano; Berliner Philharmoniker; Gustavo Dudamel, director.
Dudamel se va de gira por Asia con la Filarmónica de Berlín. Son dos grandes marcas que sin duda harán las delicias de una geografía siempre permeable a los iconos culturales europeos. Y para calentar motores se han programado unos conciertos de rodaje en la capital alemana. Una nueva toma de contacto del director y la orquesta, tras ya diez años de colaboración. Es una buena oportunidad para experimentar estos estilos contrapuestos que, escuchados en vivo, muestran excelentes virtudes y también notables carencias.
Comencemos por lo positivo. Al director venezolano se le conoce por su carácter apasionado y un corazón que le conecta con lo más explosivo de cada formación. En esta ocasión la pieza estrella de la noche era la Quinta de Shostakovich, una obra cuyos elementos de espectáculo triunfal supo aprovechar bien. Los crescendos y clímax del último movimiento consiguieron sin duda transmitir una arrolladora sensación de excitación y ardor. También acentuó el carácter trágico del Moderato inicial, siempre bordeando lo tenebroso, y llenó de energía un segundo movimiento en el que el trío se elevó a la categoría de marcha militar. Y cómo no, también pudimos disfrutar de la exquisita y precisa calidad del sonido de los berlineses, sobre todo cuando las secciones o instrumentos individuales interpretaron a solas; en la dulzura melancólica del clarinete en la parte inicial, o esas cuerdas que delicadamente bajaron al límite de lo audible en el Largo, mientras las arpas emitían sonidos insólitamente puros.
Sin embargo, a esta interpretación le faltó esa profundidad que hace de las buenas experiencias sinfónicas algo único e inaprehensible. La complejidad de los múltiples niveles que se despliegan a lo largo de la Quinta quedó reducida a un brillo directo, en ocasiones cegador, pero casi siempre plano. Un clímax apresurado, una lectura lineal y no circular del segundo movimiento, y fraseos que se antojaban inevitables aparecieron según avanzaban las secciones. Y lo más inexcusable de todo, un final carente de esos apuntes irónicos imprescindibles para desplegar el significado político que forma la columna vertebral de esta obra. Un bonito y emotivo ruido, pero muy pocas nueces.
También hubo lugar para Bernstein en este año de celebración. Un Jeremías escultural e hipermusculado, convertido en un héroe de acción, protagonizó la primera parte de la velada. Lo mejor de esta Primera Sinfonía llegó con la voz de Tamara Mumford, una mezzo de precioso color oscuro, por momentos casi de contralto. El intenso y apropiadísimo uso de vibrato sirvió a los propósitos dramáticos de la obra y su presencia y lenguaje corporal introdujeron en la sala tintes de epopeya. A su sentida actuación, en la que se combinaron drama y severidad, se le añadió el siempre estremecedor efecto de escuchar textos del Libro de las lamentaciones, en hebreo, y nada menos que en Berlín. Un inevitable baño de historia en directo.
Y para terminar la noche, otra muestra de algo que deberíamos importar inmediatamente a nuestro país: la posibilidad de soportar el silencio, de recrearse en esos pocos segundos de calma que llenan el espacio entre la última nota y el principio de los aplausos, ampliando el sentido de toda una interpretación.