Contrastes e interrupciones
18/01/2019. Madrid. Auditorio Nacional. Temporada 18-19 de La Filarmónica. Mahler: Sinfonía núm. 9. Orquesta Sinfónica de Düsseldorf. Ádám Fischer, director.
Como todos los directores con ambiciones, Ádám Fischer ha decido embarcarse en la siempre inmensa pero gratificante tarea de abordar integral de Mahler. Ha grabado ya cinco de sus sinfonías con la Sinfónica de Düsseldorf y en todas ellas se puede escuchar una evidente tendencia a la excitación, algo que también fue parte esencial de su concierto organizado por La Filarmónica en el Auditorio Nacional.
La Novena comienza allí donde acaba la Canción de la Tierra, en esas dos notas descendentes que acompañaban su “ewig” final y que aquí se reproducen a modo premonitorio en el andante inicial. Un comienzo que en la interpretación de Fischer se ejecutó suavemente, a modo de caricia y desprovisto de misterio. Inmediatamente tras esto llegó la convulsión y la vocación de angustia que acompañaría a todo el movimiento. Una lectura en la que los efectos dramáticos se potenciaron en detrimento de las sutilezas orquestales. Hubo tiempos agitados, sonoridades desatadas y unos clímax con aires de hecatombe ante los que no es posible permanecer indiferentes. Fue una interpretación volcada a los contrastes, que nos mantuvo atentos y por momentos aturdidos, pero que sacrificó detalle y también ese sentimiento narrativo de tensión creciente y permanente que a algunos se nos antoja imprescindible para desplegar la espiritualidad de esta primera parte.
Más apropiadamente, esta tendencia a la amplificación continuó en el trío de bailes que conforma el segundo movimiento. De modo desacomplejado, lo humorístico -que no lo irónico, los mahlerianos conocen bien la diferencia- ocupó un lugar central en la orquesta. Con violentos golpes de arco e imitando una musicalidad de taberna, los segundos violines se lanzaron a disfrutar una melodía que parecía pedir acompañamiento con los pies. El carnaval terrenal continuó a través de una segunda danza algo borracha y una sección de vientos oronda, acompañando sonidos ácidos con de momentos de cómica flatulencia. Tan solo al avanzar el “Burlesco” y tormentoso tercer movimiento se mostraron más claramente los colores orquestales y se hiló un sentido preparatorio para la despedida, que iba a ser lo más memorable de la noche.
El adagio final de esta sinfonía es un ejercicio de disolución hacia el infinito de más de 20 minutos (24 en este caso en concreto). El tema principal, repetido obstinadamente durante todo el movimiento, se expuso con vigor y un vibrato forzado al límite, potenciando un sentimiento de tragedia frente al habitual carácter de himno con el que se suele interpretar. En cada reaparición el tema avanzó hacia su desaparición a través de fraseos rotundos, pero sin afectación ni pomposidad, “sin expresión”, como el propio compositor exige en la partitura. Y así, Fischer logro finalmente a acertar de lleno en este camino hacia la suspensión, hacia la eternidad. Los extensos minutos de pianísimos evanescentes confirmaron que en esta despedida la única respuesta posible es entregar la música a la latencia del silencio…
Y este preciso momento, uno de los más mágicos de todo el repertorio sinfónico, se produjo el coitus interruptus, la ducha de agua fría. Apenas se extinguía la última traza de sonido en las cuerdas, la acción de algunos individuos sin alma entre el público asesinó la grandeza del instante. Toses sonoras, impertinentes, agresivas e impunes llenaron la sala en apenas una décima de segundo mientras Fischer, incapaz de sostener la quietud, bajaba la batuta resignado, los aplausos irrumpían prematuramente y a algunos entre en público la conmoción se nos tornaba en ira.