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Fronteras que se rompen

Pamplona 30/04/2019. Baluarte. Skid (coreografía de Damien Jalet), Autodance (coreografía de Sharon Eyal). Ballet de la Ópera de Gotemburgo.

 

En el mundo actual de las diversas artes las fronteras entre unas y otras se van difuminando constantemente. Si desde el famoso urinario de Duchamp la definición de obra de arte se transformó hasta casi desaparecer, en las artes escénicas el proceso está ya en marcha, y sobre todo en el mundo de la danza contemporánea algunas coreografías, aunque presentadas como ballet, podrían ya denominarse performances, instalaciones, esculturas en movimiento… Todo está en cuestión y todo tiene diversas interpretaciones que enriquecen el mensaje enviado. Creo que esto es bueno pues nos indica que evolucionamos, aunque la sociedad a las que van dirigidos estos mensajes a veces vaya a remolque y se sorprenda de esta nueva concepción.

Mucho de esto hubo en la coreografía (Skid) que el belga Damien Jalet ha creado para el extraordinario conjunto sueco Göteborgs Operans Danskompani y estrenada en 2017. Resulta difícil para este cronista transmitir a mis improbables lectores (parafraseando al gran crítico literario Rodríguez Rivero) todo lo que este artista transmitió en los 45 minutos que duró la obra, llena de significados, con una poderosísima fuerza visual y con una prestación del elenco de bailarines extraordinaria. La propuesta tiene como eje central una gran rampa que ocupa la mayor parte del escenario y que recibe, a lo largo de la obra una fuerte luz blanca (gran trabajo de Joakim Brink), que va variando de posición creando, con las sombras proyectadas, otra coreografía paralela y complementaria de la de los propios cuerpos. Sobre ese escenario de una inclinación considerable se desarrollan tres fases, tres tiempos en los que Jalet nos envía tres mensajes concatenados. En la primera parte van cayendo desde la parte de arriba de la rampa los cuerpos de los bailarines comenzando de uno en uno, de una forma lenta, desmadejada, casi como muñecos, para ir, poco a poco evolucionando sus movimientos (siempre en un continuo deslizamiento hasta desaparecer en la parte baja de la rampa) de una manera más coordinada , más voluntaria y precisa; empiezan a interrelacionarse, a formar parejas, trios, a ayudarse, a pelear. Es como si Jalet nos presentara la evolución del ser humano: anfibio primero, luego apoderándose poco a poco de la tierra, haciéndose fuerte, intercomunicándose con el otro, con los otros. Trabajo tremendo de los bailarines que de ser formas inanes, sin destino, adaptan sus movimientos cada vez más a la lógica humana, llegando a conseguir, en una evolución continuada, pasos clásicos de ballet en ese escenario imposible. Todo su cuerpo (brazos, piernas, torso) es expresión, en gestos precisos que crean la sensación de improvisación pero que se aprecia claramente son fruto de muchas horas de ensayo y trabajo duro.
 
En la segunda fase el hombre ha evolucionado. Los bailarines, vestidos como personajes de la película de ciencia ficción Tron , son parte de una gran máquina, engranajes que se mueven por la gran rampa de una forma mecánica y precisa, creando imágenes de una estética impactante bajo la impecable música (Christian Fennesz y Marihko Hara son los responsables de ésta), partiendo esta vez preferentemente de la parte baja de la rampa para ir alcanzando (apropiándose) de todo el espacio disponible. En medio de los hombres-robots aparece un bailarín cubierto el torso con una malla. Un hombre que disiente del entorno mecánico que le rodea, que se ve envuelto por él pero que lucha para no ser engullido. Con un espectacular juego casi imperceptible para el ojo del espectador debido a su rapidez, el humano se queda solo, centrando toda la atención, rodeado de un círculo de luz, envuelto en una especie de tela de araña, pendido en la rampa por tres extensiones de la tela que antes le vestía. se convierte en un embrión, en un ser que lucha (impresionante el trabajo del bailarín, cuyo nombre no especifica el programa pero al que felicito encarecidamente) por desembarazarse de la tela que lo aprisiona, de la ropa que lo atrapa. Poco a poco con precisos e hipnóticos movimientos consigue librarse de sus ataduras, y poco a poco erguirse mientras asciende la rampa, hasta acabar de pie, desnudo, en lo alto del rectángulo inclinado. Una imagen impactante y con la que acaba la obra. Espectacular.
 

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La segunda parte la ocupaba la coreografía Autodance, creada en 2018 para la compañía sueca por el israelí Sharon Eyal. Con una concepción mucho más “clásica” que Skid dentro de la danza contemporánea y con una música un poco desbordante y machacona de Ori Lichtik, Eyal nos presenta una danza de amplia interpretación, abstracta, que incluso puede que no tenga un mensaje propiamente dicho y sea su intención que cada espectador le de su propio sentido. Basada en formas reiteradas (sobre todo un paso que imita al que dan las gimnastas de rítmica cuando se mueven para pasar de un aparato a otro en una competición) y bastante reconocibles (mezcla del pop de los 80 tipo Tony Manero, ritmos sudamericanos y figuras que nos recuerdan los dibujos de Keith Haring) realmente más interesante que la propia coreografía, que no aporta nada a lo que un aficionado medio pueda conocer del baile contemporáneo, es la perfecta coordinación y expresión corporal de los bailarines.
 
Estos lo dan todo para cumplir con lo que exige el coreógrafo (que también parece buscar una asexualidad en toda su creación, apoyado por el vestuario igualitario de Rebecca Hytting que también es la asistente de la coreografía), creando diversas formas de conjunto perfectamente ejecutadas. Una obra que, después de la intensidad y fuerza de la primera, queda evidente desdibujada y sin garra. Destacar finalmente, una vez más, el impecable trabajo de la Compañía de Danza de la Ópera de Gotemburgo que esperemos pronto vuelva por nuestros escenarios y felicitar a la Fundación Baluarte por ofrecer este gran espectáculo, que tuvo un éxito absoluto visto el entusiasmo del numeroso público asistente (seguramente también impulsado por que en el conjunto actuaba el bailarín de la tierra Joseba Yerro Izaguirre).
 
Una nota. El pasado 29 de abril fue el Día Mundial de la Danza. Después de ver en pocos días dos ballets integrados en casas de ópera (algo extendido en los teatros de media Europa, sean de primera línea o más modestos) echo de menos que pase lo mismo en los teatros españoles, especialmente en los dos de más renombre. La danza tanto contemporánea como clásica, a nivel institucional, está al albur del político de turno y debería formar parte de una organización superior, como un teatro de ópera que la cobijara y la proyectara. Hoy por hoy las programaciones que ofrecen el Real o el Liceu parecen meros rellenos (pese a la calidad de las compañías convocadas) por cubrir el expediente. Sé que no es fácil pero podría ser una ocasión de oro para que nuestros teatros estuvieran, en todos los aspectos, a la altura de los europeos.
 

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