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La sala encantada

Madrid. 3/6/19. Teatro de la Zarzuela. XXV Ciclo de lied. Obras de Eichendorff, Mendelssohn, Nietzsche, Brahms, Schubert, Schumann, Heine, Liszt y Wolf. Thomas Quasthoff, narrador; Florian Boesch, barítono; Michael Schade, tenor; Justus Zeyen, piano.

Mientras disfrutaba del recital me preguntaba cuál de los cuatro músicos sobre el escenario habría ideado aquella filigrana de programa. Aposté por Thomas Quasthoff y perdí; según contaba Michael Schade en Facebook, el artífice había sido Justus Zeyen. ¡Claro! ¿Cuántas veces no habré dicho yo misma que son los pianistas, no los cantantes, los grandes conocedores del repertorio, los que tienen una visión más global? Así que, para empezar, mis disculpas a Zeyen por no haber pensado en él en primer lugar y mis felicitaciones por un programa tan bien hilvanado.

El programa giraba en torno a la poesía de Joseph von Eichendorff y Heinrich Heine (con algún otro poeta invitado), que escuchamos en cuatro formatos diferentes: recitada por Quasthoff, recitada por Quasthoff acompañado por Zeyen, y cantada por Schade y Florian Boesch, en solitario o a duo, con Zeyen también, naturalmente. El recital se abrió con Eichendorff y su poema An Philipp, en el que evoca una sala encantada en la que resonaron una vez voces y música (“Kennst du noch den Zaubersaal”); le tomo prestada la imagen al poeta para titular esta crónica porque bastaron estas cuatro estrofas en la voz de Quasthoff para encantarnos y mantenernos pendientes de cada palabra y cada nota hasta las últimas. Si los lectores tuvieron la inmensa suerte de oirle cantar se harán idea fácilmente de como nos hipnotizó con su voz poderosa y expresiva, narrando sin excesos ni amaneramientos a lo largo de toda la noche.

La música comenzó con Michael Schade y Zeyen, con tres lieder de Mendelssohn: caminantes, bosques, la noche... puro Romanticismo. Al contrario que Quasthoff o Boesch, el tenor no cuenta con la baza de una voz seductora; él convence con el trabajo bien hecho, con un juego de dinámicas muy elaborado y, en este caso, con su afinidad con la ligereza de la música. A continuación, las palabras de Eichendorff en la voz de Thomas Quasthoff presentaron a los dos “músicos llegados de muy lejos” que iban a cantar tres dúos también de Mendelssohn, con una breve aparición de Heine, dos de sus poemas interrumpían la secuencia de poesía de Eichendorff. Y los dos músicos, Michael Schade y Boesch, sonaron en armonía, con un barítono que parecía ceder protagonismo al tenor.

Llegó entonces el primer monodrama de la noche. En este contexto, un monodrama es una composición musical a partir de un poema, para voz recitada y piano. Es una forma poco habitual en las salas de conciertos, por aquello de la voz hablada, y poco habitual en los teatros, porque necesita de dos músicos. Es decir, poco habitual en cualquier caso, y en este en concreto con un compositor también inusual: Friedrich Nietzsche. Siguieron Schade, Zeyen y Eichendorff (con dos de los poemas más conocidos por los aficionados, Schumann mediante, Mondnacht y In der Fremde, esta vez en la versión de Brahms) y a continuación otro monodrama, Abschied von der Erde, el único que compuso Schubert (con poema del hoy desconocido Adolf von Pratobevera). En ese momento quedó claro, por si había alguna duda, por qué Nietzsche pasó a la historia como pensador. Su monodrama era bonito, sí, pero el de Schubert era una belleza; en el de Nietzsche la música acompañaba al poema recitado, sí,  pero en el de Schubert se fundía con él (nada nuevo tampoco, es lo que hizo toda su vida, fundir palabras y música). Hasta el punto de que por unos minutos, en aquella sala encantada, fue como si Quasthoff volviera a cantar lied; fue emocionante escuchar a Quasthoff y Zeyen como antaño, aunque sólo fuera una maravillosa ilusión.

Y con Schubert acabó la primera parte, con tres de sus seis únicos Heine: Ihr Bild, Der Doppelgänger y Der Atlas, en la primera intervención de Boesch cantando en solitario. Sus versiones (y las de Zeyen) fueron imponentes, sobrias, y a la congoja causada por la desesperación de Der Atlas se sumó el inevitable pellizco de tristeza egoísta al pensar que aquellas obras maestras eran lo último que el compositor había escrito.

La segunda parte empezó con Schumann y un último melodrama, Schön Hedwig, con poema de Friedrich Hebbel, una obra que al editarse fue celebrada como un tipo de composición inexistente hasta el momento, aunque ya hemos visto que no era exactamente así. Para entonces ya estaba claro que los cuatro músicos se lo estaban pasando tan bien como el público y no costaba nada imaginar una velada decimonónica entre amigos; creo también que el paciente lector se habrá hecho idea también del ambiente que se vivió y sería el momento de abreviar el comentario sobre el generoso programa, variado pero en absoluto disperso, destacando algunos momentos.

Por ejemplo, por parte de Quasthoff, la narración del poema de Heine Die Braunacht, una noche de bodas que el cineasta Tim Burton tendría que conocer lo antes posible; mientras tanto, la narración rica en matices de Quasthoff evocó vívidamente las poderosas imágenes que contiene el texto. Por parte de Boesch y Zeyen, los tres lieder de Franz Liszt, siguiendo con Heine. Vergiftet sind meine Lieder sonó impetuoso, como corresponde; en Die Loreley, Boesch volvió a ser el narrador algo hiperbólico que poco antes había rematado la desconsiderada descripción que el poeta hace de los lapones en Abends am Strand de manera casi onomatopéyica. En realidad, en Die Loreley, tanto cantante como pianista optaron por una versión tendiendo a expresionista que habrá que explorar. Lo mejor fue la magnífica interpretación de Ein Fichtenbaum steht einsam, un lied de carácter muy diferente a los otros dos, sobrio e introspectivo. Un sólo verso, “Er träumt von einer Palme”, y toda la belleza, todos los colores y todo el sentimiento de la voz de Boesch. Finalmente, por parte de Schade, los cuatro Eichendorff según Wolf. Sus personajes, de Der Musikant a Seeman Abschied, fueron vívidos, algo hiperbólicos también (aunque lo cierto es que se prestan más que el Liszt anterior) y de un optimismo contagioso para acabar la noche.

La velada quedó rematada con una propina; del breve poema que recitó Quasthoff sólo puedo decirles que era una despedida después de una noche en la que habíamos reído y llorado (¡ciertamente!); la canción que siguió fue O die Frauen, o die Frauen, de los Liebeslieder-Walzer de Johannes Brahms. Buen humor para para cerrar una noche estupenda.

Foto: CNDM.