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Muchos mimbres, poca cesta

Zúrich (29/06/2019) Opernhaus. Verdi: Nabucco. Michael Volle (Nabucco), Georg Zeppenfeld (Zaccaria), Benajamin Bernheim (Ismaele), Anna Smirnova (Abigaille), Veronica Simeoni (Fenena). Coro de Ópera de Zúrich. Philharmonia Zürich.. Dirección de Escena: Andreas Homoki. Dirección musical:  Fabio Luisi.

Aprovecho una expresión usada por un buen amigo para resumir lo que fue este Nabucco que reponía la ópera de Zúrich, pues la sensación que tuve fue, sobre todo, de ocasión perdida, dada la calidad que, a priori, prometía el plantel musical. La decepción más evidente fue la dirección del conocido y veterano director italiano Fabio Luisi, titular del foso suizo. Ya desde la obertura se pudo apreciar que Luisi optaba por unos tiempos excesivamente rápidos que causaron, en el transcurrir de la obra, más de un desajuste entre foso y escenario. A ese ritmo se unió una lectura turbia, poco clara, con ausencia casi absoluta de matices y detalles, aunque en el último tramo de la ópera, sobre todo en el monólogo de Nabucco, la dirección fue más atenta. Quizá seamos muy exigentes con los directores musicales cuando se enfrentan a óperas representativas de su país de origen pero que Luisi ofrezca un Nabucco tan básico que no es de recibo. Tampoco la Philharmonia  Zürich estuvo a la altura del nivel del teatro helvético de referencia y sonó sin gracia y un poco deslavazada, salvándose únicamente una buena sección de cuerda.

En el apartado vocal las cosas resultaron un poco mejor. Debutaba en el papel protagonista el gran barítono alemán Michael Volle, más curtido en el repertorio germano que en el italiano. Sus primeras intervenciones carecieron del carácter propio del canto italiano, sin ese legato característico del barítono verdiano. Poco a poco la clase y calidad de su voz, de un timbre bello, fue haciéndose con el papel brindándonos un Dio di Giuda de gran clase, con unas medias  voces y un dramatismo que seguramente, con algo más de rodaje, serán impecables. Su presencia escénica fue excelente pese a una puesta, que luego comentaremos, de escaso relieve dramático. El gran triunfador de la noche fue, sin duda alguna, el bajo Georg Zeppenfeld, un cantante que brilla en cualquier papel que aborde, sea más o menos secundario o protagonista. Fue un Zaccaria de manual, segurísimo tanto en el agudo como en un grave envidiable, mantenido, especial. Todas sus arias fueron aplaudidas, destacando especialmente en Tu sul labbro de’ veggenti uno de los mejores momentos musicales de la noche. Benjamin Bernheim es un tenor, debutante también en el papel de Ismaele, que se mueve con soltura en el repertorio verdiano. Su voz corre sin problema, está bien proyectada, es de timbre atractivo y es arrojado en lo actoral. Peca, como tanto tenor actual, en central su trabajo más en el espectáculo que en el matiz pero aún así cumplió sobradamente su papel.

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Abigaille es la protagonista femenina absoluta de esta ópera. Su ambición, su envidia, su rencor, en manos de una buena cantante pueden crear un papel arrollador. No fue el caso de Anna Smirnova que en ningún momento convenció en su recreación de la malvada princesa babilónica. Vocalmente Smirnova da todas las notas aunque sus agudos rozan el grito y su volumen suele ser excesivo pese a ser extenso y proyectado, además de faltar siempre esa matización, esa media voz que, con el contraste de la potencia (también necesaria), moldea el personaje. Una ocasión perdida. De buen nivel fue la Fenena de Veronica Simeoni, una voz bella, dramáticamente bien trabajada. Su Come notte a sol fulgente fue de los momentos más auténticamente verdianos de la velada. Correctos el resto de comprimarios y muy bien el Coro de Ópera de Zurich, que tuvo que bregar con una puesta absurda y previsible y una dirección musical que con sus alocados ritmos produjo más de un desajuste. En compensación, Luisi se contuvo, y el famoso Va pensiero sonó maravilloso en estas experimentadas voces.

No hay nada peor que el querer y no poder. En cualquier ámbito artístico aparecen “imitadores” de los grandes creadores queriendo dar el pego y queriendo hacer pasar por original y novedoso lo que simplemente es un remedo, generalmente de peor calidad y sin imaginación ninguna, del original. Pasa en las artes plásticas, en la gastronomía y, como no, en las direcciones escénicas. Esta, responsabilidad de Andreas Homoki, es un claro ejemplo de ello. El escenario circular, dominando por un gran bloque verde rectangular de mármol veteado que gira sobre si mismo o se desplaza de atrás a delante o al revés, carece de ninguna otra referencia escenográfica. Por ese espacio se mueven, muchas veces de una forma anárquica, e incluso cómica, los personajes divididos en israelitas y babilónicos por sus atuendos (los primeros vestidos a la moda de los años cuarenta del siglo XX –supongo que refiriéndose a la represión nazi– y los segundos al estilo Imperio francés de mediados del siglo XIX –vamos a imaginarnos que es porque son los gobernantes tiránicos–). Por supuesto hay referencias al pasado (con la muerte de la madre de las princesas babilónicas, donde la trastornada Abigaille ya promete, queriendo robar la corona de su papá) e insinuaciones de que los malos no son tan malos y que los buenos sólo quieren que los malos rectifiquen. Todo ya muy visto, oliendo a un refrito artificioso y banal. Realmente toda esta puesta lastra tremendamente la representación.

Eran buenos mimbres para un buen Nabucco, pero la cesta no fue nada bien trenzada y decepcionó al comprador. 

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