vladimir ashkenazy

Para esto no, gracias

Barcelona. 25/4/16. Palau de la Música. Glinka: Vals-Fantasía. Smetana: El Moldava. Ravel: Rapsodia española. Rachmaninov: Danzas sinfónicas. Vladimir y Vovka Ashkenazy, piano.

Como se recuerda en ocasiones de este tipo, trasladar la sutilidad y riqueza tímbrica de una orquesta sinfónica al piano es un ejercicio tan interesante y difícil como hacerlo en la dirección contraria, y las posibilidades pero también las complejidades aumentan cuando se busca el delicado equilibrio en los dos pianos. Con ese reto marcadamente romántico, y un programa en sintonía con la formación y con el propio Vladimir Ashkenazy, llegó el veterano intérprete ruso acompañado de su hijo Vovka, con quien comparte escenario con este repertorio desde hace un tiempo, como también lo hace con su hijo Dimitri, clarinetista. El Palau respondió con una gran entrada, movido sin duda por el apellido del pianista, que se ha ido prodigando menos con el instrumento en favor de la dirección orquestal. 

Pero debemos reconocer, que pese a tratarse de un excelente pianista, inteligente y de personalidad –no vamos a descubrirlo ahora– el balance general del concierto no fue positivo. Tras un Vals-fantasia de Glinka en el que Vladimir estuvo más ocupado en maldecir con gestos ostensibles a quien le pasaba las páginas (cosa que no dejó de hacer hasta el final del recital, con la correspondiente ), y el dúo deshizo la elegancia y el encantamiento romántico del vals desde los primeros compases, ofrecieron una lectura de El Moldava plana, banal y sin interés. Aún reconociendo la dificultad de arrancar el colorido sinfónico del poema de Smetana (que pudimos escuchar en su versión orquestal el pasado fin de semana por la OBC), Vladimir –y Vovka a remolque del carácter que imprimía su padre– proyectaron un río de mucho caudal pero sin vida y sin los numerosos riachuelos que se infiltran en su curso, en cuyo carácter se cifra el relieve de la partitura.  

Para  terminar la primera parte, el programa incluía una joya de ese genio irrepetible que fue Ravel: la Rapsodia española, que de hecho tuvo su génesis para esta formación, una obra influyente y emblemática para la historia de la música española, y que trascendió y sirvió de ilustración en la búsqueda de un nuevo clasicismo a principios del XX. Afortunadamente, la obra raveliana nos reconcilió con el dúo, más allá de un Prélude à la nuit al que le faltaba algo de misterio en el fraseo, pero con una Malagueña convincente y enérgica, con Vovka lírico y expresivo y Vladimir brillante, una Habanera sólida y una Feria con alguna imprecisión en el inicio, pero equilibrada hasta el final. La grandilocuencia, a veces gratuita y forzada, de las Danzas de Rachmaninov permitió al dúo algún alarde técnico en el vals, pero pocos matices y mucho margen de mejora en lo que se refiere globalmente al trabajo de dúo, más allá de algún pasaje elocuente de Vladimir –que conoce en profundidad la obra del compositor ruso– en el primer movimiento. 

Si Vladimir Ashkenazy simplemente viene a poner su sello a la temporada del Palau y figurar en la lista de grandes nombres no es necesario que vuelva. Francamente, sin haber trabajado suficientemente el programa que presentaba el dúo, decepciona la actitud de un músico con su trayectoria que le debe –como casi siempre– mucho más a la música de lo que ella le debe a él. Como mínimo, con el público del Palau ha quedado en deuda. Lo único esperanzador de la noche: descubrir que el público tiene más criterio del que se suele creer porque apenas pasó de los aplausos de cortesía, más allá de los pocos que aplauden y vitorean mecánicamente no se sabe muy bien por qué.