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Los otros Beethoven

Madrid. 12/02/20. Auditorio Nacional. Fundación Ibermúsica. Obras de Dvorák y Brahms. Julia Fischer, violín. Bamberger Symphoniker. Jakub Hruša, director musical.

2020, ya lo saben, año Beethoven por su 250 aniversario. No todos los días un absoluto genio de la música cumple un cuarto de siglo y por eso conviene celebrarlo, en la medida de lo posible, como bien merece. Beethoven por todos lados. Incluso donde su nombre no aparece escrito sobre el papel. A veces, o siempre, la mejor manera de celebrar a un artista, a un creador, a un humanista, es a través de su legado. Así podría haberse pensado el concierto presentado en Ibermúsica por la Bamberger Symphoniker que, consciente o inconscientemente, rinde homenaje a ese "monstruo" de Bonn con dos de los compositores que más bebieron de su saber hacer: Dvorák y Brahms.

Ambos crecieron a la sombra de Beethoven, bajo su influjo, su manto y su presión, a pesar de que hubiera fallecido antes de que naciesen. Ambos, de algún modo, también fueron Beethoven. Músicas intensas, humanas, que siguieron sirviendo de puente hacia lo que estaba por llegar. Ahí tenemos la Primera sinfonía de Brahms, con ese abismo que se nos abre bajo los pies, espressivo e legato, en el arranque poco sostenuto. Una herida que se abre, en la senda beethoviana que tanta zozobra le generaba. Lo he escrito en ocasiones anteriores: no es este el canto idealizado de un veinteañero enamorado, sino más bien la bocanada de amor, el zarpazo por vivir de un hombre entrado ya en los cuarenta y que estuvo más de una década dándole vueltas a su primera obra sinfónica, sufriendo por estar a la altura de lo que se esperaba de él, medido por quien marcó el camino con anterioridad: Beethoven. Insisto, Brahms nos abre abismos y recuerdos en cada pentagrama. De hecho, aquí mismo, ahí esta su claro y particular homenaje a Ludwig, con reminiscencias de su QuintaNovena sinfonía

La versión de Hakub Hruša al frente de la Bamberger Symphoniker es, por encima de todo y esto es vital: estimulante; cargada de pulso, nervio, sin descuidar los pasajes más líricos, en una lectura que fue ganando enteros a medida que la noche avanzaba. Un Brahms que suena a Brahms, de amplia arcada, en consonancia con el gesto del maestro, quien busca la opulencia sonora, con el color privilegiado de la formación, denso, pastoso, y que halló en el Adagio final y su paso al Allegro la mejor de las celebraciones beethovianas.

Entre los atriles de la orquesta, sin que el público pudiera percatarse apenas, se camufló una de las grandes violinistas de nuestra época: Julia Fischer, quien no dudó en sumarse a la Bamberger tras haber tocado el Concierto para violín de Dvorák en la primera parte. Algo insólito, pero que dice mucho. De la solista y de la formación. En cuanto a la obra del compositor checo, pareciera formar parte de un cuento clásico con tres hermanos salidos del mismo huevo (?) dvorkiano: el patito feo, que sería el Concierto para piano, el patito desconocido, el de violín, y el poderoso cisne ante el que todos se reverencian: el Concierto para violonchelo. La trama imagínenla ustedes, pero ya les adelanto el final más previsible: es el hermanito violín el que acaba sorprendiendo al lector. Seguro. Un poderosísimo comienzo (¡Oh, Beethoven!) que pronto nos sumerge en el elegantísimo fervor de la cuerda, de la que se contagia el solista. Dvorák no renuncia a Beethoven, como tampoco renuncia a sí mismo ni a sus raíces en una obra cumbre, donde la solista ha de hacer frente a un exigente tour de force. Fischer despliega fuerza y expresión canónicas, con un sonido poderoso, homogéneo, recio, vibrante. Lo une a un distinguido pathos en el Adagio central, dando buena muestra de una técnica privilegiada. La Bamberger se pierde en algún momento en su propia densidad, pero acompaña y participa junto a ella en una lectura que raya siempre a gran altura, respirando en una visión común y que regalaron una de esas noche mágicas a las que, por suerte, tanto acostumbra Ibermúsica.

Foto: Rafa Martín / Ibermúsica.