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Beeethoooveeen y Bthvn

Madrid. 10/02/20. Auditorio Nacional. Fundación Ibermúsica. Obras de Beethoven. Evgeny Kissin, piano.

Beeethoooveeen o Bthven, pero que siga siendo Beethoven. Propuestas personales, propias y genuinas que respeten y sirvan a cada compositor, sin traicionarse los intérpretes a sí mismos. He ahí la clave (o una de ellas) de los grandes. El Brahms de Harnoncourt o el Schubert de Richter por ejemplo, serían, a mi entender, dos buenos ejemplos. Hoy en día, desde luego, tenemos a un grande de forma propia, que imbuye de sus formas a cada compositor: Evgeny Kissin. Así lo demostró hace bien poco y de nuevo en Ibermúsica, con Schumann y Debussy. Y lo mismo, aún me alcanza la memoria reciente, con Schubert y Scriabin. Y es que Kissin forma parte de Ibermúsica como Ibermúsica forma parte de Madrid; seguramente por ello – y por su arte, obviamente – ha agotado las entradas de forma sistemática en sus comparecencias en el ciclo (18 ocasiones en la capital con esta, 43 en total).

“Romper la forma” y “Paráfrasis del color” titulé mis dos últimas críticas sobre este grande del piano, y bien podrían servir de síntesis de esta tercera, que comenzó con una Patética beethoviana que Kissin llevó hasta el borde del precipicio en su Grave inicial. ¡Qué manera de estirar la forma! ¡Qué barbaridad! ¡Qué dramatismo! ¡Qué mano izquierda! Una Octava enérgica, de fraseo personal y, como de costumbre, marcada polarización dinámica, que dieron paso a unas Variaciones Heroica, op.35 que se revelaron casi estratosféricas. El virtuosismo técnico del que siempre ha hecho gala, unido a un sentido fraseo, muy coherente a lo largo de toda la noche, y una agradecida búsqueda de colorido, con unas dinámicas marcadas, intensas, ricas en contrastes.

La segunda parte estuvo compuesta por otras dos de las sontas más conocidas del compositor. Primero La tempestad, donde todo sonó un punto más arrebatado que de costumbre, quizá, sobre todo en los movimientos extremos, amén de un Adagio tenso, como si las manos de Kissin estuvieran reteniendo toda la fuerza que vendría a continuación. Después cerró una Waldstein apoteósica, erigida con los mismos mimbres y de nuevo excelsa en su coherencia, en su planteamiento. Imposible no dejarse arrastrar por la claridad de concepto ideado por el ruso. Una versión cargada de vértigo y maestría, de tensión y brío. Un Beethoven que sonó a Kissin y un Kissin que sonó a Beethoven. Está claro, no hace falta ser Rhodes para llenar Auditorios, pero sí hace falta ser Kissin para tocar a Beethoven como se debe.

Foto: Rafa Martín / Ibermúsica.