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Historia de un amor no correspondido

La música y los números. De Pitágoras a Schoenberg. Eli Maor. Turner. Madrid, 2018.

Hay libros que no renuncian a adentrarse en terrenos resbaladizos. Estos suelen esquivarse, aplazarse o ventilarse acudiendo a lugares comunes. Este es uno de ellos y lo hace además bajo un impulso divulgativo y a la vez sistemático -aunque no exhaustivo-, apuntando a la ambiciosa empresa de ofrecer una imagen clara de conceptos que atraviesan milenios de historia, en pocas páginas. Eli Maor es Doctor en Física con una investigación sobre acústica e historiador de las matemáticas y se propone desentrañar los nudos históricos y conceptuales que ligan música y matemáticas. Digamos que parcialmente lo consigue, con algunas carencias, pero vayamos por partes.

El libro se inicia con un prefacio de contenido eminentemente personal donde se certifica que las credenciales musicales de su autor son infinitamente menores respecto a las matemáticas. Quizás es el prólogo que le sigue el apartado más interesante. Si esto es así, es porque pese a su visión historiográfica algo unidireccional de la música (respecto a sus cauces entre finales del XIX y principios del XX, en una “crisis” que afectó a todos los aspectos de la cultura occidental pero no todas las corrientes lo asumieron de la misma forma) abre numerosos caminos de reflexión. De manera muy sintética Maor expone la trayectoria histórica que va a reconstruir, aunque sea con brocha gorda, en música y ciencia: de la existencia de un marco de referencia universal (siglo XVIII) a la desaparición de este (siglo XX).

Aunque resulte intelectualmente tan interesante, situar en paralelo música y ciencia de esta manera (la tonalidad y el éter funcionan igual en la historia de la música y de la física respectivamente) pronto produce ciertas disonancias difíciles de resolver, puesto que la desaparición de ese marco no implica lógicamente lo mismo en uno y otro campo. Un precio que no obstante vale la pena pagar. Sí son más objetable las consideraciones que pone en boca de Schoenberg -sin citar sus clarividentes textos-, el lugar histórico en que coloca a Stravinski o la manera en la que despacha el largo proceso de erosión de la escala diatónica. A su favor y en su descarga podemos decir que lo hace limitado por el espacio y el amplio público al que se dirige, pero no deja de ser cuestionable.

Por eso el punto fuerte de la obra es ese viaje hacia lo elemental que emprende y que es siempre, en música y en cualquier objeto de observación y análisis, lo más difícil y lo más fructífero. En música lo elemental es, desde este punto de vista, el sonido como realidad (no sólo) física. A partir del capítulo segundo (“La teoría de cuerdas”) que arranca en el 500 a.C. con Pitágoras (casi un mito de origen) con gran agilidad conceptual y claridad expositiva, Maor sabe poner con rigor sobre la mesa esa dualidad que atraviesa todo el recorrido histórico: lo elemental de la música ceñido a las ondas sonoras que da lugar a una tensión latente desde el origen; la que existe entre la dimensión teórica y la dimensión sensitiva de la música. La música es número, una realidad matemática, pero también es sonido, una realidad sensible, física, cultural y “la más emocional de las artes” según Platón, que estaba más interesado en la matemática del sonido. Una actitud que podemos seguir y reencontrar en Boecio y su conocido desprecio por los intérpretes de música, aquellos que no conocían la teoría, las leyes profundas de lo que tienen entre manos.

Dos caminos divergentes muy bien sintetizados en ciertos pasajes del libro: “los pitagóricos quizá soñaran con subyugar la música a las reglas matemáticas, pero la música siguió su propio camino y permaneció inmune (salvo algunas excepciones notables) a las influencias matemáticas, su gran equivalente intelectual. La afinidad tan celebrada entre ambas fue sobre todo un amor no correspondido” (p.75).

Bajo esa óptica narrativa, el autor sigue los avatares históricos en los siguientes capítulos (perdiéndose eso sí en vericuetos sin interés en el farragoso cuarto capítulo dedicado al gran debate de las cuerdas durante el siglo XVIII), alcanzando cotas de brillantez intelectual en particular en el quinto capítulo “Un don muy preciado”, donde se reivindica la gran importancia de Jean-Baptiste Joseph Fourier. El apartado nos permite entender el viaje del sonido desde un cuerpo en vibración hasta el cerebro, o la riqueza tímbrica a partir del espectro acústico de cada instrumento, materia que Maor conoce en profundidad.

Los siguientes capítulos nos ofrecen la posibilidad de desbrozar y entender bajo una nueva luz de raíz matemática, conceptos que en música damos por supuestos sin llegar a comprender en su totalidad, como el temperamento o aspectos de la afinación y el ritmo. En el décimo capítulo la figura de Schoenberg reaparece junto a Einstein, en un paralelo a veces lógico e interesante, y otras forzado al precio de deformar el legado del primero, o de utilizar el concepto de serie dodecafónica de manera rocambolesca y con inexactitudes, que le permiten hablar de “música relativa” para ponerla en paralelo con las relatividades einsteinianas. No es difícil imaginar lo que habría llegado a irritar este capítulo al compositor vienés, como lo hizo su contemporáneo Adorno (Maor recupera el tópico superado de caracterizar a Stravinski como “el archirrival y antagonista” de Schoenberg).

Donde Maor resulta decepcionante y pierde todo crédito en materia musical y estética es cuando corona una consideración -en la que confiesa su absoluto desconocimiento de la música de Schoenberg- con una frase en la que afirma que el criterio para evaluar la importancia de una obra es “el número de oyentes dispuestos a escuchar una obra determinada” (p.165). En definitiva, que abandonemos el (ya maltrecho) legado de la cultura occidental y dejemos de escribir y ejercer la crítica en cualquiera de sus formas. Siguiendo esa lógica, Paquirrín es mucho más importante para la música española actual que el Cuarteto Casals. Para decir eso, no hace falta pensar ni escribir un libro. Basta con salir a la calle.

Más allá de esto, el autor dibuja un sugerente cuadro histórico de total pertinencia. el impacto de la Teoría de la Relatividad Especial (1905) y de la Teoría de la Relatividad General (1915) afectó al mundo intelectual de principios del XX en su conjunto. En este sentido, la transformación conceptual que supuso un replanteamiento profundo de los fundamentos científicos y filosóficos occidentales tuvo también su repercusión en el arte y la música, repercutiendo en muchos casos en sus fundamentos teóricos así como en los propios elementos del material musical.   El volumen se completa con una bibliografía suculenta en materia científica y filosófica, pero con importantes lagunas en materia musical y musicológica, sobre todo si nos atenemos a esa voluntad sistemática. Por todo lo dicho, estamos frente a una pequeña y modesta pero elegante puerta de entrada a la cuestión, que no ahorra ciertas dificultades al lector, especialmente en materia matemática.