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París bien vale una Eboli

París. 16/10/2017. Verdi: Don Carlos. Jonas Kaufmann, Sonya Yoncheva, Elina Garanča, Ludovic Tézier, Ildar Abdrazakov y otros. Dir. de escena: Krzysztof Warlikowski. Dir. musical: Philiippe Jordan.

Aunque parece ser apócrifa, la cita atribuida a Enrique de Navarra, el pretendiente hugonote del trono de Francia que se convirtió al catolicismo para poder reinar, bien resume el balance de estas funciones de Don Carlos en la Ópera de París, donde había -y así se confirmaron- muchos elementos de interés, si bien el debut como Eboli de la mezzosoprano letona Elina Garanča sobresalió por encima de todos.

Hace ahora poco más de 150 años, en marzo de 1867, la Ópera de París acogió el estreno de Don Carlos, un encargo del propio teatro que Giuseppe Verdi acogió con entusiasmo aunque no sin temores, sabedor de que el público y las autoridades francesas le traerían más de un quebradero de cabeza. Con ocasión de esta efeméride, la Ópera de París decidía proponer una rareza, recuperando la versión más original posible de esta partitura, esto es, la que se llevó a los ensayos previos al citado estreno, en 1866, antes incluso de incorporarse el ballet y con multitud de cortes que Verdi después desecharía, tanto en la definitiva versión francesa como por descontado en la ulterior versión italiana. Huelga decir que el catálogo de versiones de esta ópera es amplísimo, no reduciéndose a la citada alternativa entre versión francesa o versión italiana. Y lo cierto es que el interés filológico de esta recuperación es indudable, completando los anteriores empeños de Claudio Abbado (1983) y Antonio Pappano (1996)

Como ya adelantaba, la sorpresa vocal de la noche vino de la mano de Elina Garanca, triunfal en su debut como Eboli. La mezzo letona ha esperado mucho antes de embarcarse en empresas de este calibre dramático -próximamente hará lo propio con la Dalila de Saint-Saëns-. A decir verdad el papel en cuestión es más bien para una soprano falcon que para una mezzo como tal, de ahí que Garanca se sienta francamente cómoda con su vocalidad, ascendiendo a placer en el agudo, desgranando la coloratura con nitidez y apenas mostrando sus límites en el grave, resuelto no obstante con suma inteligencia. Garanca ha sido siempre una cantante elegante y un punto fría, demasiado calculada. Lo cierto es que pocos solistas domeñan su instrumento con tal seguridad y solvencia técnica. En esta ocasión, además, fue de agradecer en su caso un empeño escénico notable, muy implicada con la producción y redondeando, en conjunto, un debut imponente como Eboli. Sus dos intervenciones solistas fueron de lo más aplaudido de la noche, especialmente un “O don fatale” digno de recordarse.

El segundo solista más convincente del cartel fue el barítono francés Ludovic Tézier, toda una gloria local a estas alturas. El papel de Posa siempre le ha sentado como un guante, pues hay en Tézier una elegancia y un aplomo, una dignidad en suma, que cuadran a las mil maravillas con este personaje. Vocalmente en forma, fue creciéndose con la función hasta rematar una sucesión francamente brillante de intervenciones en su última escena, con una muerte de quitarse el sombrero. A su lado, Jonas Kaufmann ofreció un convincente Don Carlos, aunque debo decir que por debajo en términos vocales del que pude escucharle en Salzburgo, en Múnich y en Londres durante 2013. De hecho, desde aquel año Kaufmann no había recuperado este papel, protagonista aunque ingrato, por cuanto desaparece incluso de escena durante todo un acto y cuya escritura vocal se mueve a caballo entre lo lírico y lo spinto. De hecho, el tenor alemán da lo mejor de sí en esos pasajes casi declamados, sumamente melódicos, esto es, singularmente en el último acto y en los dúos con Élisabeth. Hay algunos ascensos al agudo que le cuestan más que hace un tiempo, sonando algo más empujados y tensos.

Ildar Abdrazakov es un cantante en plenitud de medios, aún joven pero con la suficiente madurez vocal e interpretativa como para convencer sumamente como Felipe II. Cierto es, no obstante, que no posee los medios extraordinarios de otros grandes interpretes de esta parte en el pasado. De ahí que por momentos se eche de menos un mayor empaque, incluso una mayor autoridad vocal y escénica. Dicho lo cual, hay que reconocer la impecable recreación de la partitura que brinda, en un retrato menos anciano y por ello más verosímil de Felipe II, dando un aire más creíble a todo el cruce de pasiones entre él mismo, Eboli, Élisabeth y Don Carlos.

La soprano búlgara Sonya Yoncheva camina ambiciosa y segura hacia un repertorio cada vez más amplio y exigente, con papeles de entidad dramática y una escritura pensaba en origen para una spinto, caso de esta Élisabeth de Don Carlos. Si bien esta versión francesa invita a un fraseo más lírico, no es menos cierto que el papel es pesado y extenso; no en vano muchas sopranos renuncian a cantarlo o no lo hacen sino en su madurez. Yoncheva podría antojarse aún muy joven para este cometido, pero lo cierto es que posee una voz privilegiada que suena grande y fácil en teatro. Los pasajes más graves del papel le cuestan y pierde un tanto el control de la voz en algunos agudos donde empuja más que proyecta. Peccata minuta para un buen debut, si acaso algo anónimo en su fraseo, con mucho recorrido aún por delante para hacer suyo el personaje de modo más convincente. 

Recorre toda la dramaturgia de Krzysztof Warlikowski una obsesión permanente y singular por el drama burgués, de modo parejo aunque diametralmente opuesto a como sucede con Tcherniakov, quien persigue también este hilo conductor en muchas de sus propuestas. Con este Don Carlos parisino Warlikowski se repite a sí mismo una vez más, esta vez en un territorio que le es ajeno y donde es francamente difícil experimentar. Y es que el historicismo verdiano deja poco margen a la fantasía. Buena prueba de ello son las cuestionadas coproducciones de Konwitschny y Bieito, que tienen también sus hallazgos pero que no han conseguido el favor del público, ni mucho menos. 

Así las cosas, Warlikowski centra su atención en el drama familiar que atraviesa el libreto, dejando un tanto en segundo plano toda la trama político-social que es, sin embargo, insoslayable por cuanto anima y motiva toda la acción pasional del protagonista, Don Carlos, que encuentra su único consuelo en su rol como paladín redentor de Flandes. La propuesta es tímida, superficial, apenas despierta interés alguno, ya sea para aplaudirla o para rechazarla. Simplemente no dice nada, no molesta ni convence. Warlikowski apenas juega a retratar las contradicciones sentimentales de los protagonistas, sus tensiones y pasiones cruzadas. Y para ese viaje no hacían falta estas alforjas. La propuesta es timorata y previsible.

El maestro titular de la Ópera de París -y próxima batuta de la Staatsoper de Viena-, el suizo Philippe Jordan, estaba al frente de estas funciones, confirmando una vez más que no es un genio ni tiene un talento sobresaliente, aunque sí es al menos un concertador solvente. El Don Carlos, frente al Don Carlo en italiano, se presta quizá más a una visión contemplativa y un tanto más lírica que vibrante, más sinfónica que teatral, si es que sirve esta dicotomía. Jordan busca los detalles y a veces los encuentra; en otros casos, en cambio, se pierde en la búsqueda y el pulso de algunas escenas se cae estrepitosamente. Hay pasajes muy logrados, como el terceto del jardín, el dúo entre Élisabeth y Eboli o el dúo del segundo acto entre Don Carlos e Isabel (“Je viens soliciter…”). La orquesta y el coro titulares del teatro responden con muy buen sonido, contribuyendo a sostener la representación a un nivel por encima de lo notable.