Mahagonny Amberes

El crepúsculo de los hombres

Amberes. 24/06/2016. Vlaamse Opera. Kurt Weill y Bertolt Brecht: Aufstieg und Fall der Stadt Mahagonny. Simon Neal, Renée Morloc, Michael J. Scott, Tineke van Inglegem, Ladislav Elgr, Leonard Bernad. Dir. escena: Calixto Bieito. Dir musical: Dmitri Jurowski.

Las direcciones de escena de las óperas de Kurt Weill y Bertolt Brecht rara vez consiguen convencer, pues a menudo son incapaces de proponer un espectáculo coherente. Kurt Weill, influído por la cultura berlinesa del cabaret y de la “Revue”, propone una música a veces muy camerística, a veces más lírica, y Brecht juega sobre una noción ciertamente elástica del “espectáculo”. Esto es así para La ópera de tres peniques y lo es todavía más si cabe para el Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny, una ópera que no deja de ser una parábola, una reescritura del mito bíblico de Sodoma y Gomorra. Una revista con aires de cabaret, espectacular por momentos, pero también intimista, que consiga atraer al público hacia una dirección distanciada, reflexiva y didáctica como es propio en Brecht, he ahí el reto para cualquier director que se enfrente a estas obras.

Calixto Bieito estrenó este trabajo en 2011, en lo más alto de la crisis económica que siguió al crack de 2008, consecuencia del juego de la banca, en busca de una mayor ganancia, apoyada siempre en la piel de los más débiles. Bieito (como Brecht) nos sugiere que la historia de Mahagonny es de algún modo nuestra propia historia, la de un mundo donde el valor del individuo viene marcado por su dinero: todo te está permitido si tienes dinero. Fundada por tres ladrones, Mahagonny deviene una ciudad trampa, donde los pobres obreros vienen a vivir siete días de placer sin freno (“Eine Woche List hier: Sieben Tage ohne Arbeit”), siempre a condición de tener dinero: en caso contrario, como Jim Mahonye, son condenados a muerte.

Bieito y su escenógrafa Rebecca Ringst construyen un universo horizontal y vertical que no deja espacio a la huida, en una composición variable, hecha de caravanas y campistas, incorporando a menudo el cuarto muro: la propia sala y los espectadores forman parte de la “fiesta”: Mahoggny somos todos nosotros. Nosotros somos esos sedientos de placer de cualquier tipo, incluso el más extremo, obedientes a Trinidadmosis (excepcional Simon Neal caracterizado como obispo): “All you can eat”, “All you can drink”, “All you can fuck”. Se fornica, se defeca, se vomita, se asesina en una fiesta multitudinaria y colorista, en la que el placer mismo pierde interés, a fuerza de repetición, con esa saciedad propia de loas 120 días de Sodoma del divino Marqués de Sade. Se trata de ir siempre más allá, en una espiral desesperada que no esconde otra cosa que un espectáculo de muerte: la hiperrealista de Jim Mahoney, en un caddy electrificado, reproduce de con macabra precisión el procedimiento de muerte en la silla eléctrica, incluido el humo que desprende el cuerpo electrificado, añadiendo además la emasculación, que se practicaba como suplicio ocasional en el Medievo. Y todo ello bajo la alianza de la Iglesia como freno social, de las finanzas y de la mala vida, en una construcción bien conocida por Bieito, que reproduce una vez más este esquema con acierto.

La escena final es terrible, con el cadáver de Jim abandonado a su suerte en mitad del escenario, mientras todo el coro y el resto de personajes invaden la sala, en una farándula delirante que busca incorporar a los espectadores, arrojando dinero al aire, hasta un punto en que parte del público recoge esos billetes falsos como recuerdo a la salida de la representación. Este final sitúa a Jim como el sacrificio necesario, como hiciera Cristo para salvar a los hombres, dejando un gusto amargo sobre toda la representación: esta visión, si bien exagerada -aunque a menudo la propia realidad supera con creces estos esquemas dramáticos-, es de una crudeza innegable, retrato fiel de nuestro mundo contemporáneo.

Para una dirección de escena tan radical hacía falta un reparto completamente entregado: la Vlaamse Opera de Amberes, se alza hoy como una de las pocas propuestas que apuestan con denuedo por este tipo de espectáculos, con una visión radical y pegada a la actualidad. No extraña pues que haya conseguido componer un reparto plenamente entregado a la producción, comenzando por la propia orquesta, excelente, dirigida por Dmitri Jurowski, bajo cuya batuta juega de algún modo el papel de la orquesta del Titanic, mientras se hunde el mundo de Mahagonny, sosteniendo una versión muy refinada, resaltando todas las raíces culturales de la música de Weil, con Wagner en primer lugar, jugando también con los aspectos cambrísticos (arcos espléndidos, maderas perfectas), pero sin dejar a un lado los efectos masivos, la espectacularidad volcada sobre la sala, en conexión con la producción, a la que sigue con notable precisión y con singular respeto por los cantantes, a los que deja respirar con ritmos que van desde la ópera al musical. Restan así los vínculos de Weil con el futuro Bernstein de los “Musicals”, pero también con el contexto más próximo de Hindemith o Schönberg, y hay en fin una filigrana de interconexiones culturales profundas que se dejan entrever durante la representación.

El coro resulta asimismo excepcional, al mismo nivel de un conjunto de solistas ciertamente excepcional, comenzando por Simone Neal en la parte de Trinidadmosis, con una voz amplia, potente, tonante incluso, capaz de campanear por la sala. La mezzo-soprano alemana Renée Morloc, con un dinamismo excepcional, compone una Leokadia increíble, violenta, convenientemente vulgar, con una voz firme pero capaz de inflexiones y juegos de color atinados. Michal J. Scott es un tenor sarcástico y de formidable presencia escénica, ideal para la parte del Fatty. La Jenny de Tineke van Ingelgem consigue ser tan vulgar como refinada, conforme se requiera; su interpretación el famoso “Alabama song”, una pieza a caballo entre el cabaret y la ópera, se resuelve con una voz fuerte, clara y potente, que consigue emocionar al espectador. Ladislav Elgr, en el rol de Jim Mahoney, entusiasma por el control de sus medios, por la ductilidad de la voz y sobre todo por su carisma escénico. Un nombre a retener el suyo, lo mismo que el del joven bajo Leonard Bernad, un Joe poético y herido. En realidad, todo el reparto es digno de elogio, porque Mahagonny es en fin una obra coral, de conjunto, donde cada rol está al servicio de un proyecto colectivo.

Esta reposición de la producción, cinco años después de su estreno, no ha perdido ni un ápice de su fuerza y actualidad, en una lectura cruda de nuestro mundo, del que es un espejo perfecto, hasta tal punto que personajes como Donald Trump o David Johnson parecen salidos del mundo de Mahagonny. Bieito tiene sobrados motivos para recordarnos que “Mahagonny somos nosotros”.