© David Ruano
El espectáculo estaba en el foso
Barcelona, 25 de mayo de 2025. Gran Teatre del Liceu. Händel: Giulio Cesare. Xavier Sabata (Giulio Cesare), Julie Fuchs (Cleopatra), Teresa Iervolino (Cornelia), Helen Charlston (Sesto), Cameron Shahbazi (Tolomeo), José Antonio López (Achilla), Alberto Moguélez Rouco (Nireno), Jan Antem (Curio). Orquestra Simfònica del Gran Teatre del Liceu. William Christie, dirección musical. Calixto Bieito, dirección de escena.
A la ópera barroca, tradicionalmente, le ha costado hacerse un hueco en las programaciones y entre el público del Gran Teatre del Liceu. Pese a los esfuerzos de las sucesivas direcciones artísticas, las representaciones escenificadas de óperas del siglo XVII y primera mitad del XVIII -otra cosa son los habituales bolos en versión de concierto de conjuntos especializados- han subido en cuentagotas a las tablas del teatro barcelonés. En ese sentido cabe reconocer que el equipo liderado por Víctor García de Gomar se ha propuesto normalizar esa situación y está apostando, los últimos años, por proyectos potentes sobre el papel, tanto en el apartado musical como escénico. Si hace dos años L’incoronazione di Poppea montenverdiana se convertía en uno de los espectáculos más redondos de la temporada, estas funciones del Giulio Cesare de Händel también presentaban, a priori, notables alicientes.
Uno de ellos era el retorna a casa del hijo pródigo, Calixto Bieito. El director burgalés debutó en el Gran Teatre del Liceu hace exactamente veinticinco años con aquel ya mítico por controvertido Un ballo in maschera. Ni los más viejos del lugar recuerdan semejante escandalera, con escenas y protestas tan delirantes como lamentables por parte de un sector del público que iba a las funciones armado con silbatos. Con el paso de los años ha quedado como símbolo de aquella inteligente y provocativa producción, en la memoria operística de la ciudad, la imagen de los WC que aparecían al alzarse el telón. Toda esa intrahistoria toma ahora especial relieve por el hecho de que este Giulio Cesare de Calixto Bieito coproducido por el Liceu termine con todos los personajes mirando al público sentados sobre un WC de oro. Esa dedicatoria final, más allá de constituir un chascarrillo gracioso, revela dos cosas.
La primera es la confirmación de que, pese a que el Liceu supuso un importante trampolín en la carrera de un Calixto Bieito que se ha convertido en figura indiscutible del panorama operístico, la relación entre director y teatro (y público) nunca ha sido del todo fácil y fluida. La incómoda última rueda de prensa junto a Jordi Savall y la ausencia persistente de Bieito en los ensayos y estrenos de sus últimos espectáculos en Barcelona así lo atestiguan.
Por otro lado, y eso es lo que aquí nos concierne más allá de pequeñas rencillas, ese recado final demuestra el relativo compromiso, interés y rigor que el director ha puesto en esta producción, sin duda de las menos inspiradas que se le han visto en Barcelona. De aquel regista que buceaba en las entrañas y conflictos más oscuros y violentos de los personajes y que recientemente aún pudimos apreciar en su Poppea, poco queda aquí. Solo las escenas más íntimas de Cleopatra o Cordelia, absolutamente contenidas, ascéticas, quedan en el recuerdo.
En el resto, especialmente en la primera parte, se percibió en Bieito ese horror vacui que muchos directores sienten al enfrentar la opera seria que les lleva a inventar acciones escénicas durante las largas arias que no solo no aportan nada, sino que distraen de lo realmente importante. De los WC del 2000 a los de 2025 hay un largo camino que va de aquellos inicios rebeldes a la gran factoría actual de producciones internacionales, algunas mejores y otras peores. Es ley de vida. Un círculo se ha cerrado.
Si la propuesta escénica pasó sin pena ni gloria, el auténtico espectáculo se concentró en el foso. Espectáculo del bueno. Por primera vez, al menos así se anunció, la Orquestra Simfònica del Gran Teatre del Liceu, dirigida con un especialista de prestigio reconocido como William Christie, iba no solo a tocar con instrumentos históricos, sino que además lo iba a hacer con el diapasón habitual en tiempos de Händel. La cosa tenía cierta trampa, pues de la plantilla habitual había apenas unos veinte músicos. El resto provenía de Les Arts Florissants, el conjunto del director americano, que aportó el bajo continuo y el concertino, así como especialistas de gran nivel que colaboran habitualmente con Le Concert des Nations o Vespres d’Arnadí. Afirmar que esa mezcla se pueda denominar la Orquestra del Liceu es un tanto aventurero, pero hay que acoger la idea en su vertiente positiva. Por un lado, se trata de un primer paso significativo en la construcción de un ensemble especializado que debería tener protagonismo en el futuro Liceu Mar.
Por otro, escucharlos fue un auténtico deleite. El conjunto, muy nutrido y con el foso elevado, llenó de un sonido esponjoso y rico la enorme sala. El bajo continuo, extraordinario, se convirtió en la sala de máquinas que hizo que todo funcionara con dinamismo, mientras que solistas como el primer trompa o el primer violín se lucieron en sus correspondientes obbligati. Christie demostró porqué está considerado uno de los grandes popes actuales en este repertorio. Sin necesidad de buscar grandes efectos forzando tempi contrastados, consiguió una profunda expresividad a partir de un fraseo elegante y elocuente, puntuado con sabias y efectivas pausas dramáticas. Condujo con mano firme y sabia a un conjunto que se mostró en todo momento compacto y entregado. No cabe dudo de que el magnífico trabajo en el foso fue lo mejor y más significativo de la velada.
Como se ha comentado en líneas anteriores, la obra se interpretó con un diapasón distinto de lo habitual actualmente, concretamente a 415 Hz, lo cual se traduce en prácticamente medio tono más bajo. Esta elección es justificable desde un punto de vista historicista, pero siempre complica la labor de los cantantes, habituados a una afinación más brillante. En ese sentido, Xavier Sabata se vio especialmente perjudicado en un rol de máxima exigencia. Al desplazar el centro neurálgico del papel medio tono más bajo, la voz perdió parte de ese brillo que adquiere en el registro semi agudo y agudo, provocando que la coloratura pareciese más pesada. Pese a ello, Sabata, siempre gran artista, músico sensible y actor carismático, se sobrepuso a las dificultades delineando un Cesare complejo, de carne y hueso, y fraseando siempre de manera elegante. Julie Fuchs, como el personaje de Cleopatra en la ópera, fue de menos a más. Correcta en sus intervenciones más bien frívolas de la primera parte, consiguió transmitir todo el patetismo del personaje en la segunda, firmando conmovedoras versiones de “Se pietà di me non senti” o “Piangerò la sorte mia”, pese a algunos pasajes, especialmente en los pianissimi, de afinación dudosa, probablemente provocados también por el distinto diapasón.
Otro gran momento de la función fue el duetto entre Cornelia y Sesto “Son nata a lagrimar”, donde Teresa Iervolino y Helen Charlston dieron lo mejor de sí, acunadas por un Christie magistral. En el caso de la contralto italiana, que exhibió un bello y oscuro timbre, se echó en falta un mayor patetismo en sus intervenciones, en general demasiado contenidas para un papel que puede dar mucho más de sí. La actuación de Helen Charlston fue todo lo contrario. Entregada escénica y musicalmente des del primer momento, a medida que avanzó la función su canto perdió adecuación estilística, quizás en busca de mayor efecto dramático. Poseedora de un timbre peculiar, un tanto metálico, pero de indiscutible personalidad, la sensación es que estamos ante una cantante con un futuro importante, aunque seguramente en otros repertorios. Notable en todas sus intervenciones el contratenor Cameron Shahbazi en un Tolomeo de gran proyección vocal y excelente el Achilla del infalible José Antonio López, a quien nos gustaría ver más a menudo en repertorio operístico. Completaron el reparto con corrección Alberto Moguélez Rouco en el rol de Nireno y el joven y prometedor Jan Antem en el más episódico de Curio.
Fotos: © David Ruano