naranja mecanica copia 1

Stanley Kubrick: 50 años de despotismo musical entre naves espaciales y naranjas mecánicas

La música - dijo el doctor Brodsky, como hablándose a sí mismo-. 
De modo que le gusta la música. No sé nada de música, 
excepto que intensifica bien las emociones.
Anthony Burgess, “La naranja mecánica”

Con el dedo índice de la mano izquierda dabas al play en la primera pletina. En ese mismo momento, con el índice y el corazón de la derecha, presionabas simultáneamente el play y el rec en la segunda. De esa manera, la pieza que estaba sonando en el primer casete se copiaba mágicamente en el segundo. La operación se podía repetir con diferentes canciones y cinta hasta que durase la cara A (momento en el que había que voltearla y colocar la B) o hasta que la sibilina tira de plástico decidiese enrollarse en los cabezales y estropease todo el trabajo realizado hasta ese momento. Pero si el flow de los carretes y los rodillos se mantenía, sesenta minutos después (o noventa, si éramos osados), teníamos en nuestras manos una bonita sesión de música personalizada. Un par de hits de Kate Bush, algún anabelényvictormanuel y cecilias para el toque castizo, otros tantos one-hit-wonders medio disco, medio dance que subiesen el ritmo, e incluso un rimbombante Boléro de Ravel o alguna que otra Gymnopédie de Erik Satie si teníamos el día gris. Un mixtape que dirían en la pérfida Albión, un mix que dirían en Alcorcón. 

Nos convertimos en disyoqueis, en verdaderos supervisores musicales de guateques o viajes por carretera. Con la llegada del disco compacto, el proceso se simplificó mucho más. Tanto la grabación de las sesiones, como la distribución de los mismos. Los mixes personales en CD pasaron a ser un regalo más en los cumpleaños o en las rondas de cortejo. La llegada de las plataformas streaming conllevó un proceso de democratización y los llamados dictadores musicales vimos desmoronarse nuestro régimen al ver cómo todo el mundo, incluso un algoritmo, era capaz de crear una playlist. En la actualidad podemos encontrar listas de reproducción sobre cualquier aspecto. Hasta para el preciso momento de poner una lavadora en pleno pico máximo de la luz.

Obviando el efecto adoctrinador que pudiésemos perseguir con la realización de esas sesiones, el principal objetivo que se persigue con las mismas es la creación de un soundscape que no solo refleje nuestro estado emocional en ese momento, sino que lo potencie y nos introduzca en una suerte de duermevela en la que el acto cotidiano termina convirtiéndose en una escena cinematográfica protagonizada por nosotros mismos. Pero esta conversión de nuestra vida en una especie de videoclip infinito no es del todo original y única, ya que terminamos cayendo en lugares comunes y utilizando, de manera consciente o no, composiciones musicales que ya hemos observado en otras obras artísticas cuando ocurren situaciones similares. Dada esa permeabilidad del ser humano, nunca podremos caminar bajo la lluvia sin escuchar en nuestras cabezas a Miles Davis y sentirnos Jeanne Moreau en Ascensor para el cadalso (Louis Malle, 1958) o, si estamos más animados y sigue lloviendo, oiremos a Gene Kelly entonando y chapoteando sobre los charcos Singin’ in the Rain como en la película homónima (Stanley Donen y Gene Kelly, 1952). 

I’m singin’ in the rain / Just singin’ in the rain. Animados como Cary Grant silbando esa melodía mientras se toma una ducha en Con la muerte en los talones (Alfred Hitchcock, 1959). O como el pequeño Alex en la escena de la violación en La naranja mecánica (Stanley Kubrick, 1971). No abriremos el melón sobre lo que le pueda pasar por la cabeza a esa persona para cantar esa deliciosa melodía mientras perpetra semejantes actos deleznables., pero en su cabeza, la canción compuesta por Arthur Freed y Nacio Herb en 1930 es el epítome de la felicidad. ¿Por qué Singin’ in the Rain? Aunque pueda sonar extraño, la inclusión de la canción en esa situación no vino de la mano del tirano Stanley Kubrick, sino por parte del propio Malcolm McDowell, el actor que da vida a Alex DeLarge. Según cuenta la leyenda, el director espetó al actor que la escena de la violación estaba siendo demasiado rígida, que el intérprete debía soltarse aún más. Acto seguido, seguramente tropecientas tomas más tarde conociendo el modus operandi de Kubrick, McDowell comenzó a entonar la maravillosa canción mientras pateaba, destrozaba y vejaba a una mujer. Corten. Perfecto. Acababa de nacer una escena completamente aterradora e icónica que aportaba un nuevo significado a la cancioncita y que aún a día de hoy sigue resonando en nuestras cabezas cincuenta años después de su polémico estreno. What a glorious feeling / I’m happy again...

Una predilección por el cine clásico que no aparece en ningún lado en la novela de Anthony Burgess en la que se basa La naranja mecánica. En dichas páginas, el pequeño Alex solo muestra amor por la agresión, el lenguaje y la belleza. La belleza personificada en el único santo al que reza: Ludwig van Beethoven, al que se refiere de forma cariñosa como ‘Ludwig van’, como si fuese un drugo (amigo) de toda la vida. Una pasión por la música que provenía directamente de su creador, porque además de literato, Burgess posee un opus musical bastante curioso, en el que podemos encontrar desde una sinfonía fantasma, Sinfoni melayu, hasta una opereta basada en el mismísimo Ulises de James Joyce, Blooms of Dublin. Para Alex la música es la droga más poderosa, más que la leche-plus. “La música siempre me excitaba, oh hermanos míos, haciéndome sentir como si fuera el propio y viejo Bogo (Dios) en persona, listo para descargar rayos y centellas y tener a los vecos (individuos) y las ptitsas crichando (gritando) en mi ja ja ja poder”. Igualmente, ve un completo atropello el uso de la Quinta sinfonía (el Cuarto movimiento de la Novena en el film) en sus sesiones de desintoxicación de ultraviolencia, en las que le obligan a ver una y otra vez imaginería nazi, fusilamientos y cadáveres destrozados con acompañamiento musical de su ídolo: “Usar de ese modo a Ludwig van. Él no le hizo daño a nadie. Beethoven no hizo más que escribir música”. Esa obsesión por la música clásica, y con el de Bonn concretamente, aparece trasladada a la perfección en la cinta de Kubrick, pero con un pequeño giro sorprendente. Un giro con nombre y apellidos: Wendy Carlos. 

La compositora venía de pegar todo un derechazo en toda la cara al anquilosado mundo de la música clásica gracias a su peculiar arrojo a la hora de actualizar piezas de Johann Sebastian Bach, interpretándolas con sintetizadores Moog, unos sintetizadores modulares creados en esa misma década cuyo sonido había estado relacionado hasta el momento con la música experimental. En su álbum Switched-On Bach (1968), Carlos interpreta, entre otras piezas, los tres primeros movimientos del Concierto de Brandenburgo Nº3 en sol mayor, BWV 1048 y dos preludios y fugas del primer libro de El clave bien temperado, el Nº2 en do menor, BWV 847 y el Nº7 en mi bemol mayor, BWV 852. Este peculiar acercamiento a la figura de Bach resultó ser un tremendo éxito: vendiendo más de un millón de copias en Estados Unidos, ganando tres premios Grammy (Mejor álbum de música clásica, Mejor producción de álbum de música clásica y Mejor interpretación clásica por un solista) y alcanzando el mismísimo Top 10 de la lista oficial de ventas estadounidense. Tras repetir con la fórmula en The Well-Tempered Synthesizer (1969), con composiciones de Bach, Handel, Monteverdi y Scarlatti, y a puntito de parir el primer álbum ambient de la historia, Sonic Seasonings (1972), Carlos se adentraba en el mundo cinematográfico por todo lo alto, de la mano de Stanley Kubrick.

A la hora de crear el soundscape de Alex DeLarge, Kubrick optó por usar nuevas adaptaciones de Carlos, tanto de obras de Beethoven, como de otros compositores como Gioacchino Rossini o Edward Elgar, que no aparecen citados en el manuscrito original. Los sintetizadores de Carlos dotan de una frialdad extrema a las piezas clásicas, ayudando al espectador a entrar de lleno en la distopía planteada por Kubrick/Burgess. Una Inglaterra ambientada en un futuro cercano marcado por la ultraviolencia, el clasismo y la incomunicación. Carlos realiza una labor excelsa convirtiendo la grandilocuente Música para el funeral de la Reina María de Henry Purcell en un glorioso himno futurista que abre la película, ese icónico plano en el que conocemos a los cuatro drugos a través de un zoom de alejamiento desde el ojo del pequeño Alex; acelera a la enésima potencia la Obertura de Guillaume Tell de Rossini para varias escenas de sexo; sin olvidarnos de la preciosa adaptación del Segundo y Cuarto (con vocoder de por medio para recrear los coros originales) movimientos de la Novena sinfonía de Beethoven, la verdadera niña de los ojos de Alex, tanto en la película como en el libro. Así queda reflejado en el capítulo en que Alex realiza un trío, mostrándose mucho más entusiasmado por la calidad de la interpretación de la pieza de Beethoven en el disco recién adquirido que por las dos jóvenes postradas en su cama: “Entonces saqué de su funda la hermosa Novena, de modo que ahora Ludwig van también estaba nago (desnudo), y apliqué la aguja silbante en el último movimiento, que era puro éxtasis. Y ahí estaban las cuerdas del contrabajo goborando (hablando) al resto de la orquesta desde debajo de mi cama, y luego la golosa (voz) de hombre entrando y proclamando a todos la alegría, y la frase hermosa y extática acerca de la alegría, que era una chispa gloriosa, brotaba del cielo y entonces sentí los viejos tigres que brincaban en mí, y me arrojé sobre las dos jóvenes ptitsas”. Mención aparte merecen la amalgama beethoviana que crea Carlos en el tema principal de la película, una creación original de ella  compuesta al estilo del drugo Ludwig van; y esa Timesteps, que aunque Kubrick no utilizó en su totalidad en el film, merece ser recuperada y vanagloriada en su versión de casi 14 minutos, recogida en A Clockwork Orange: Wendy Carlos’ Complete Original Score (1971), álbum en el que Carlos volcó todo el material ideado y grabado para el film, tanto las piezas utilizadas como las desechadas por Kubrick. A día de hoy, Timesteps está considerada como una de las más brillantes composiciones de música electrónica de la historia.

 Aunque el paso del tiempo le haya convertido en uno de los cineastas más queridos por el gran público gracias a obras como Barry Lyndon (1975) o La chaqueta metálica (1987), el neoyorquino más británico era un absoluto tirano. Siempre quedará para la memoria el maltrato psicológico al que sometió a Shelley Duvall durante el rodaje de El resplandor y los diferentes choques a posteriori con Burgess y McDowell tras el rodaje de La naranja mecánica. En el caso de Wendy Carlos, se sabe a ciencia cierta que, a pesar de describir la experiencia como placentera y divertida, ella no quedó convencida al cien por cien con la utilización de su trabajo por parte de Kubrick. De ahí el lanzamiento del álbum anteriormente citado meses después del estreno de la película. La situación volvería a repetirse años después con la creación de la banda sonora de El resplandor (1980). Para la adaptación del best-seller de Stephen King, Carlos aportó diferentes composiciones originales junto a Rachel Elkind (compositora y vocalista vocoderizada habitual de Carlos, con la que también trabajó en La naranja mecánica), realizando hasta una versión deconstruída del Dies Irae medieval que Hector Berlioz adaptó a su vez para su Sinfonía fantástica, utilizada justamente para el icónico momento inicial de nuestra llegada aérea al temible Hotel Overlook. A medida que Jack Torrance va perdiendo la cabeza, piezas preexistentes de Krysztof Penderecki (Utrenja, Polymorphia, El despertar de Jacob, De natura sonoris...), Béla Bártok (el tercer movimiento de su Música para cuerda, percusión y celesta) o Györgi Ligeti (Lontano), van apareciendo, pero no gran parte del material original creado por Carlos y Elkind. Este desprecio provocó la ruptura definitiva entre cineasta y compositora, la cual juró no volver a trabajar con el director de Senderos de gloria. Como en el caso de sus creaciones para La naranja mecánica, la banda sonora ideada por ambas mujeres vio la luz un tiempo más tarde, en esta ocasión veinticinco años después, recogida en los dos volúmenes de Rediscovering Lost Scores (Quintessential Archeomusicology - Film Music by Wendy Carlos) (2005), en los que aparecen también cortes de películas como Segundo sangriento (1992), Woundings (1998) y Tron (1982), uno de sus mejores y más influyentes trabajos.

Pero esta no era la primera vez que el inmenso ego de Stanley Kubrick como creador de mixtapes chocaba con el trabajo de un profesional. Después de trabajar juntos en Espartaco (1960), Alex North se iba a reencontrar con Kubrick en el proyecto más elefantiásico del director: 2001: una odisea del espacio (1968). North ya era considerado como un compositor de banda sonoras reputado. Para la fecha contaba con diez de las quince nominaciones a los Oscars que conseguiría durante su carrera y con los créditos de coautoría de Unchained Melody (1955), una de las baladas más reconocibles a nivel mundial de la música popular norteamericana que han versionado artistas de la talla de Elvis Presley, Orville Peck o The Righteous Brothers. No obstante, ni la fama, ni el buen resultado de su colaboración anterior (con la que consiguió una candidatura al Oscar a mejor banda sonora original), coartaron la decisión de Kubrick de desechar por completo las partituras del compositor estadounidense. ¿Quién tuvo la culpa? La mismísima música clásica que años después tiraría por tierra el trabajo de Wendy Carlos en El resplandor. En esta ocasión fue el combo de dos compositores del siglo XIX como Richard Strauss y Johann Strauss hijo; y dos del XX, György Ligeti y Aram Khachaturian; los que derrocaron al compositor. Lo que en primer momento iba a ser una combinación de música creada por North y el infinito silencio sideral del espacio, fue mutando en una especie de ménage à trois entre North, el silencio y la música clásica. En su origen, la aparición de composiciones clásicas en 2001: una odisea del espacio se debió a labores prácticas, ya que fueron colocadas por Kubrick como pistas temporales durante el proceso de montaje del film, una práctica muy extendida. Por ejemplo, el propio El bello Danubio azul de Johann Strauss fue utilizado de manera provisional para la escena del acople del transbordador en la estación espacial y la idea original era que fuese posteriormente sustituido por la pieza Space Station Docking de North. El problema es que la diferencia entre la composición de Strauss y la de North es abismal. No existe nada más bello e icónico que la coreografía del transbordador y la estación con la música de Strauss hijo. Nadie puede superar al rey de los valses, ni siquiera en el espacio exterior. Poco a poco y a medida de comparaciones, los cuarenta minutos compuestos por North para la película fueron completamente desechados por Kubrick. La fanfarria inicial del Así habló Zarathustra de Richard Strauss se convierte en el perfecto acompañamiento para el climax del prólogo con los simios; y el Kyrie de la segunda sección del Requiem de Ligeti hace aún más aterrador el encuentro de los astronautas con el monolito. Como curiosidad, cabe destacar que Kubrick no pidió permiso, ni pagó ningún tipo de derechos a Ligeti, a pesar de utilizar composiciones como Lux Aeterna, Aventures y Atmosphères, además del citado Kyrie en varias escenas de su película, llegando incluso a editarlas y modificarlas.  Por esas razones y aunque le encantase la utilización de sus piezas en el film, el compositor húngaro denunció a Kubrick. La sangre no llegó al río, porque llegaron a un acuerdo entre ambos antes del juicio.

Los tres momentos musicales de 2001 comentados, se convirtieron en algo icónico, no solo dentro de la historia del cine, sino en nuestro día a día. A lo largo de los años, hemos podido escuchar hasta la saciedad ese fragmento del poema sinfónico de Richard Strauss en innumerables productos audiovisuales, sin ir más lejos en la longeva serie de televisión Los Simpson, o hemos reproducido las percusiones de manera más o menos arrítmica cuando hemos tenido que recrear algún momento épico casi a cámara lenta ante nuestras amistades. Esta flamante e inteligente inclusión de piezas clásicas en la cultura popular tuvo un pequeño precio: la estabilidad mental de Alex North. A lo largo de los años, North fue reutilizando sus composiciones descartadas en diferentes películas como Las sandalias del pescador (1968), Shanks (1974) y El dragón del lago de fuego (1981), consiguiendo sendas nominaciones a los Oscars por las dos primeras. La completa totalidad del material repudiado no vería la luz hasta veinticinco años después del estreno de 2001, con North ya fallecido y gracias a la labor investigadora y de regrabación del también músico Jerry Goldsmith, compositor de las bandas sonoras de películas como El planeta de los simios (1968), Instinto básico (1992) o La profecía (1976), por la que ganó un Oscar.

Puede que Stanley Kubrick nos haya regalado alguno de los mejores momentos musicales de nuestras vidas fílmicas como espectadores, y que como seres permeables los hayamos introducido en nuestras listas de reproducción. Temas como Baby Did a Bad Bad Thing de Chris Isaak (en Eyes Wide Shut, 1999), el These Boots Are Made for Walkin’ de Nancy Sinatra (La chaqueta metálica) o incluso la archiconocida Sarabande de la Suite nº4 en do menor HWV 437 de Haendel (Barry Lyndon) lleva su sello. Podemos estarle extremadamente agradecidos a ese ser monstruoso llamado Stanley Kubrick por las enseñanzas y su maestría, pero lo que nos tiene que quedar muy claro es que el maligno director de La naranja mecánica y 2001: una odisea del espacio nunca nos dejaría escuchar nuestros casetes durante un viaje a la playa. Ni uno solo de nuestros mixtapes, por muy cuidados y trabajados que estuviesen. Solo habría tiempo para los suyos. Vuelta y vuelta.