Leonard bersntein: Maestro
Aunque sea uno de los pocos lugares comunes entre la lírica, el pop y el punk, vivir rápido, morir joven y dejar un bonito cadáver no es condición sine qua non para ser considerado una leyenda. Puede que esa lógica ayude a alguien cuya máxima aspiración sea tener un velatorio a cajón abierto, pero no servirá de nada si no has sido capaz de construir un notable legado antes de palmarla. Eso sí que es lo realmente importante. Cecilia, Janis Joplin, Amy Winehouse, Kurt Cobain y los demás ilustres miembros del club de los 27 lo consiguieron con creces. Sin embargo, ya sea por la volatilidad de los mundos en que vivimos, es necesario que su legado se vea refrescado y recordado para el gran público cada cierto tiempo. Evangelina Sobredo acaba de vivir una pequeña segunda juventud gracias a la inclusión de una de sus canciones en la serie La mesías, Pedro Almodóvar lanzó un guiño a Janis en sus Madres paralelas, y no hay edición de talent show en el que un concursante no se piense que sabe cantar porque imposta y pone la voz hueca como Amy. Nos guste o no, ese tipo de acciones son necesarias para preservar su legado universal. Con todo, este mal no sólo atañe a aquellos que pasaron un nanosegundo en el metaverso, sino que también los que han estado una eternidad junto a nosotros creando joyas, también pueden ser víctimas del ostracismo. Podrá sonarte a cachondeo, pero el legado de leyendas como Nina Simone, David Bowie, Michel Legrand o Lole y Manuel es ninguneado por el gran público. Énfasis en lo del gran público, porque en las cuatro paredes que conforman nuestro cuarto propio, siempre serán venerados y tratados con el respeto que se merecen, pero esa situación ideal solo ocurre en nuestra burbuja más o menos amplia. Anuncios, camisetas, reediciones, versiones, virales en TikTok... toda resurrección, pervierta o no el legado original, son algunas de las formas más efectivas para que la llama de dichas leyendas no se apague nunca. Relaja la ceja del elitismo que acabas de alzar, porque la simple utilización de un tema de Kate Bush en una serie fantástica puede provocar que miles de chavales terminen escuchando el Hounds of Love al completo como la Biblia musical que es. Pero, además de esos ejemplos, existe una acción bastante más potente que puede provocar que la vida eterna de estos genios llegue de una vez por todas (o por lo menos durante varias generaciones): el típico biopic cinematográfico.
Cada temporada vivimos la enésima venida de un icono musical a las primeras posiciones de las listas de ventas, trending, premios, nominaciones y demás, gracias al estreno del biopic de marras. En los últimos tiempos hemos disfrutado de las interesantes visiones sobre las figuras de Elvis Presley (Elvis) y Elton John (Rocketman); la taquillera y espantosa bazofia que fue Bohemian Rhapsody, con su pacata versión sobre Freddie Mercury y el consiguiente lavado de cara de los miembros de la banda que siguen vivos; el soso y oscarizado documental Amy sobre Winehouse; el collage visual Moonage Daydream, sobre alguna de las más icónicas actuaciones y videoclips de Bowie; la curiosa, tramposa y también oscarizada Searching for Sugar Man que convirtió a Rodríguez en el cantante de moda durante unos meses en los círculos de culturetas más básicos; la marcianada que fue The Devil and Daniel Johnston; Brian Wilson en Love and Mercy; Ray Charles en Ray; Chet Baker en Born to Be Blue; Cole Porter en De-Lovely; Johnny Cash y June Carter en En la cuerda floja; Karen Carpenter en Superstar; Charlie Bird en Bird... incluso una apisonadora como ABBA vio relanzado su legado gracias a esa joya del camp que es Mamma Mia!. No obstante, no sólo de pop vive el cine y los compositores clásicos también han sido pasto del celuloide: posiblemente la más conocida es el duelo entre Mozart y Salieri en la aplaudida y fantasiosa Amadeus; Beethoven ha aparecido por partida triple en las decentes Un gran amor de Beethoven y Amor inmortal y la flojísima Copying Beethoven; Chopin hizo lo propio en Pasiones privadas de una mujer; los Schumann, Brahms y Liszt en Pasión inmortal; Richard Burton llegó a ser Wagner en una miniserie; y el polémico Ken Russell se atrevió nada más y nada amenos que con tres compositores: Tchaikovsky (La pasión de vivir), Mahler (Mahler, la sombra de un pasado) y Liszt (Lisztomania). El último en unirse al carro ha sido Leonard Bernstein, de la mano de Bradley Cooper en Maestro.
Compositor, director, pianista, profesor y autor publicado, Leonard Bernstein es una de las figuras musicales más reconocibles del último siglo. Ya sea gracias a su labor frente a la Orquesta Filarmónica de Nueva York, por su revitalización de los Young People’s Concerts o por sus icónicas melodías para los musicales West Side Story o Un día en Nueva York. Él ha sido el verdadero embajador musical de Estados Unidos y como tal merece su lugar en los libros de historia y en nuestras carteleras. Bueno, de manera casi figurada, porque su estreno en salas ha sido únicamente durante un tiempo limitado para pasar a formar parte del catálogo exclusivo de Netflix, la plataforma de streaming que la distribuye. Con Maestro, la compañía pretende seguir la senda de producciones propias firmadas por grandes nombres del mundo del cine, como en su día hiciesen con Roma de Alfonso Cuarón, El poder del perro de Jane Campion, Historia de un matrimonio de Noah Baumbach, Okja de Bon Joon-ho o El irlandés de Martin Scorsese. Justamente este último, junto a Steven Spielberg y Todd Philips aparecen como productores ejecutivos de la cinta de Bradley Cooper. Esa nada gratuita bendición de dos de los grandes gigantes de Hollywood y del director de Joker, el sustento económico y publicitario de un gigante como Netflix, un Bradley Cooper entusiasmado con el proyecto y resacoso de las unánimes ovaciones que recibió su debut como director en Ha nacido una estrella, una Carey Mulligan (Una joven prometedora) que es un seguro de vida interpretativo como Felicia Montealegre, y la vida y obra de un personaje tan jugoso como es Leonard Bernstein, nos prometía que Maestro un triunfo absoluto... o eso creíamos.
Navegando por las tranquilas y facilonas aguas del biopic clásico, Maestro naufraga con creces a la hora no solo de capturar la imagen del icónico Lenny, sino como mero producto audiovisual. Si nos ponemos prácticos, una fabulación de los hechos de su vida con alguna que otra licencia poética no hubiese sido un gran problema si la película hubiese estado a la altura de las circunstancias. Recordemos que una película como estas puede servir como puerta de entrada a la verdadera figura en cuestión. Alguien que caiga fascinado por Bernstein durante las casi tres horas de película, correrá a escuchar su obra como compositor, se meterá PEC todas las entrevistas al genio que estén a su alcance en internet, y es más que probable que no haya una sola mañana que no tataree María mientras se prepara el segundo café de la mañana. Toda esa ola revitalizadora del legado de Bernstein hubiese ocurrido en el caso de que Maestro hubiese sido una buena película. Lo cual, adelanto, no es el caso.
Si en Ha nacido una estrella sorprendió a propios y extraños por su buen temple a la hora de dirigir y contar historias, en este su segundo largometraje, Cooper tropieza estrepitosamente con una narración errática, un histrionismo demasiado exagerado hasta para un personaje tan sobreactuado como el propio Bernstein en la vida real y, lo más frustrante y flagrante de todo, la oportunidad perdida de haber mostrado al icono a un público mayoritario no ducho en la música clásica. Maestro es una rara avis dentro de los biopics cinematográficos básicos, ya que su naturaleza es aún menos profunda en Leonard Bernstein que la propia página de Wikipedia del genio. Un dato que, como hemos dicho, no debería importar en demasía si Cooper hubiese optado por una opción más poética o figurativa, pero que al haber elegido crear una película de factura extremadamente clásica, provoca que todo se desmorone completamente. Poco importa si Bernstein rechazó la proposición de cambiarse el nombre artístico en el mismo momento en que se lo propusieron, como aparece en la película, o al día siguiente como ocurrió realmente. El crimen de Cooper es haber simplificado el icono mostrando sus características mediante trazos gruesos o directamente obviando las grandes fuerzas motoras del Bernstein como hombre y como creador. El sueño de Bernstein por ser considerado algo más que un director de orquesta sino un verdadero ‘hombre orquesta’, una especie de cefalópodo mitológico de mil extremidades y suficientes bocas como para tocar todos los instrumentos de una filarmónica, no aparece, ni se le espera. Como mucho vemos al Lenny de celuloide farfullar sus necesidades de componer, pero sin intuirlas casi en ningún momento. Resulta completamente imperdonable el perder un momento tan cinematográfico y tan oscarizable como podría haber sido una escena donde Lenny nos lancé un sentido discurso sobre su búsqueda de un lenguaje musical americano basado en la tonalidad; o mostrarnos su relación con la soledad, una soledad en la que el genio se encontraba con sus pensamientos, recuerdos, influencias y chispazos de imaginación. No es por pecar de sabiondo, pero Bradley, un simple montaje musical al uso con una fanfarria grandilocuente de Mass y lo tenías hecho. Tampoco tiene excusa el dejar de lado la lengua viperina de Lenny. Las esperpénticas luchas de egos que tuvo el vacilón de Lenny con Glenn Gould durante los ensayos de una actuación del Primer concierto para piano de Brahms o el bastante divertido y cortante tira y afloja con Josep Carreras durante la grabación de West Side Story hubiesen sido dos momentos cinematográficos de primera. Tampoco tiene interés en mostrar otros aspectos más serios, como fueron las acciones sociales que el matrimonio emprendió contra la guerra de Vietnam, el apoyo a las Panteras Negras o el temido sambenito de “rojo potencial” que le colocó el FBI durante años.
Ninguno de esos momentos tan fáciles y que funcionan tan bien en este tipo de biopics musicales más mainstream aparecen. Tampoco aparece el Leonard Bernstein comunicador. Una de las cosas de las que más orgulloso se sentía era de la revitalización que logró de los Young People’s Concerts. Una programación que ya existía desde 1924, pero que él pegó una vuelta y media logrando que llegase al mayor público posible gracias a su empeño por televisarlos en 1954. El poder de lo visual a la hora de presentar los instrumentos y explicar las obras musicales a través de ejemplos lúdicos y, especialmente, su magnetismo a la hora de enseñar provocó una verdadera revolución. Esa inteligente utilización de los medios de comunicación daría ya de por sí para una sola película, pero en Maestro solo aparece de soslayo y gracias. Ausencias que se podrían llegar a justificar si lograse centrarse en lo que parece ser el quid de la película: el romance de Leonard Bernstein y Felicia Montealegre.
En su anterior película, Ha nacido una estrella, Bradley Cooper montó un melodrama clásico de primera. Su nervio y su ritmo a la hora de dirigir sin aspavientos y una Lady Gaga inconmensurable, convirtió a ese enésimo remake de la misma historia de cómo triunfar en la industria sin morir (ups) en el intento en una de las mejores cintas de ese año. Por esa razón, duele especialmente la debacle que supone esta Maestro a la hora de mostrar la historia de amor y desamor entre Bernstein y Montealegre. Con una nula profundidad y desaprovechando el talento de Carey Mulligan, Cooper muestra una relación desdibujada, más bien caricaturesca, de un hombre reprimido y su mujer cornuda cascarrabias. La sexualidad de Bernstein termina siendo un trasunto de gags homoeróticos que no explotan representados de manera bastante tosca y desacertada (especialmente vergonzosos en su tramo final) y su bisexualidad declarada de manera pública resumida a un anecdótico chiste estúpido en mitad de la calle. Los pocos momentos dramáticos de calidad vienen de la mano cuando Mulligan explota emocionalmente ante la sinrazón de su matrimonio y un gigantesco Snoopy lo invade todo. Un potentísimo golpe visual que también pierde fuelle cuando descubres que dicha intromisión está copiada directamente de una fotografía de Elliott Erwitt.
Maestro es víctima del gigantesco ego del actor-director-coguionista. Algo que, vuelvo a repetir, no sería un problema si la película estuviese bien hecha. Maestro es un craso error de visión. Bradley Cooper no ha creado una película sobre Leonard Bernstein, sino una película sobre Bradley Cooper interpretando a Leonard Bernstein para conseguir de una vez por todas un Oscar. Una desesperación que resulta completamente agotadora. La profundidad de los hechos históricos es irrisoria, no capta ni lo más mínimo el magnetismo comunicador del Bernstein al que podrías estar escuchando horas y horas sobre cualquier tema, no explora su bisexualidad como merece, ni ahonda en la dinámica de su matrimonio... así como tampoco se atreve ni lo más mínimo en tratar de manera crítica la naturaleza picaflor de Leonard Bernstein. No estaría de más una mirada más actual sobre la costumbre que tenía el genio a la hora de utilizar su privilegio a la hora de acostarse con jóvenes estudiantes y demás advenedizos que orbitaban a su alrededor. Un problema que sí que se atrevió a tratar TÁR, el falso biopic sobre Lydia Tár dirigido por Todd Field (En la habitación). En dicha película podemos ver cómo la directora de orquesta es acusada de utilizar su privilegio, no solo para maltratar a sus estudiantes, sino para meterse incluso en sus sábanas. Horrenda práctica fácilmente extrapolable a toda profesión. En TÁR llegamos a ver el juicio social y la caída en desgracia del mito, algo impensable hace décadas y que tristemente sigue resultando bastante difícil como hemos podido comprobar en los últimos tiempos en el caso de cierto tenor madrileño.
Curiosamente, Lydia Tár pregona a los cuatro vientos que ella fue discípula del mismísimo Leonard Bernstein, para que finalmente terminemos descubriendo que realmente lo que hizo fue ver una y otra vez las cintas grabadas de sus Young People’s Concerts. Ese pequeño detalle, junto a las infidelidades en el matrimonio de Tár, la excelsa devoción por Mahler, el macarrismo a la hora de enseñar a sus alumnos y el magnetismo fascinante de Lydia, demuestran la inteligencia y la mala leche que gasta Tod Field. Pese a capturar una figura ficticia, el retrato de Lydia Tár es un fresco sobre la figura de Bernstein mayor que la propia Maestro. La Tár interpretada por Cate Blanchett (Carol) sí que es la verdadera maestro y no el de Cooper; y el discurso de Field todo lo visceral y crítico que necesitamos hoy en día para desempolvar los privilegios y mala praxis que nos atañen.