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Dos ángeles y un concierto

En el 80 aniversario del estreno del Concierto para violín de Alban Berg en el Palau

Hace 80 años, tres meses antes de que estallara la Guerra Civil Española (el domingo 19 de abril de 1936 a las 17.30), se inauguraba en Barcelona la 14ª edición del Festival de la Sociedad Internacional para la música contemporánea (SIMC) –fundada en 1923 y cuya sección catalana fue promovida por Robert Gerhard– celebrado en simultaneidad con el III Congreso Internacional de Musicología, en un ambiente agitado y prebélico tanto en España como en Europa, con la persecución de distintos compositores y figuras de la cultura. El acontecimiento supondría una experiencia emblemática y exitosa teniendo en cuenta las condiciones, con la visita de Britten, Scherchen, Szymanowski Webern y Ansermet entre otros. Los dos últimos, junto a Joan Lamote de Grignon y Boleslaw Woytowicz formaron un jurado internacional presidido por Edward J. Dent que eligió las obras que integrarían los programas oficiales. El concierto de inauguración tuvo lugar en el Palau de la Música Catalana a cargo de la Orquesta Pau Casals. En la primera parte se interpretó el Preludio y fuga, Op. 10 de Edmund von Borck, la música del ballet Ariel de Robert Gerhard, tres fragmentos de la ópera Carlos V de Ernst Krenek, y finalmente, antes de tres pasajes orquestales de la ópera Wozzeck, el estreno mundial del Concierto para violín de Alban Berg –en memoria del compositor que había fallecido pocos meses antes, en la nochebuena de 1935, a causa de una septicemia derivada de la picadura de un mosquito– interpretado por el violinista Louis Krasner y la Orquesta Pau Casals dirigida por Hermann Scherchen. 

El Festival constituía la culminación de un proceso gradual en la llegada de novedades de la música europea a Barcelona, y especialmente de aquella que encontró más dificultades para darse a conocer: la Segunda Escuela de Viena. Antecedentes sintomáticos son (más allá de les visitas de Schoenberg a Barcelona y su estancia durante meses), dos conciertos significativos en el Palau de la Música Catalana. El primero, el 29 de abril de 1925 en el contexto del Festival Arnold Schoenberg, promovido por Gerhard desde Viena pocos meses después de haber empezado a estudiar con el compositor y organizado por la Associació de Música da Camera, en el que se interpretó la Sinfonía de Cámara, Op.9 y el Pierrot Lunaire, Op.21 dirigido por el mismo Schoenberg. El segundo de ellos, un programa homenaje organizado por la Associació obrera de Concerts cuyo fundador fuera Pau Casals el 3 de abril de 1932. En él, la Orquesta Pau Casals dirigida por Schoenberg interpretó la Noche Transfigurada, Op.4 y los Ocho lieder, Op.6 con la participación de la soprano Contxita Badia d’Agustí y el pianista A. Vilalta. En el primero de los dos, además de un análisis de la Sinfonía de Cámara hecho por Berg, las notas al programa están redactadas por Gerhard, que también lleva a cabo un análisis del Pierrot Lunaire. Algunos fragmentos resultan interesantes en la medida en que nos dan la pauta de la concepción que el discípulo catalán tenía de Schoenberg, de la que se tenía en la época y también de la que el público del Palau podía leer en 1925, teniendo en cuenta la situación general de la música en el momento: “La entereza y la inflexible consecuencia con la que este hombre sigue su voz interior, a través de más de 15 años de luchas, de dificultades materiales, de fracasos públicos, de escarnio e insultos, han acabado por imponer respeto incluso a los más decididos detractores de su arte. Hoy, lejos aún de poderse afirmar que han caído los obstáculos que dificultan la comprensión de su obra, Schoenberg está considerado por todo el mundo como una de las personalidades decisivas que dan curso a toda una época. La obra de Schoenberg, que descubre nuevos horizontes musicales, está muy por encima de la frivolidad de una tendencia o de un ismo que vive de la moda”. 

Junto a Webern y a Schoenberg –maestro de ambos– Berg integraba el triunvirato vienés que pasó a la historia con la etiqueta de la Segunda Escuela de Viena. Schoenberg creía en las posibilidades de sus dos discípulos y los reivindicaba siempre, como se desprende de la propia correspondencia del compositor. En 1931 Schoenberg le escribía a Berg desde Suiza exclamándose sobre lo “incomprensible que en Viena no os hayan propuesto ni a ti ni a Webern una cátedra en la Academia. Pero créeme: no debes lamentarlo; ¡más lo lamentarán ellos algún día!”. Ya en 1910, Schoenberg le decía al director de la editorial Universal que Berg era “un talento de compositor extraordinario, pero en el estado en que ha venido a mí, a su fantasía parecía estarle negado todo lo que no fuera componer “lieder” (...) Escribir una frase instrumental, idear un tema instrumental, eso le era absolutamente imposible”. Podríamos decir que el Concierto para violín de Berg, construido sobre una serie dodecafónica pero repleto de tensiones tonales, es la absoluta superación y culminación de ese proceso, adquiriendo una elevada inspiración para la frase instrumental con un sentido del lirismo al alcance de muy pocos en toda la historia de la música. 

Sin embargo, el hito histórico que representa el estreno del Concierto para violín nos empuja a preguntarnos, a 80 años de distancia de aquel acontecimiento, acerca de la presencia de la obra y el pensamiento de los tres vieneses en nuestro país. La repercusión tanto del expresionismo musical como de la estética y la obra de la  Segunda Escuela de Viena, fue ínfima en España si la comparamos con otras vanguardias musicales de las primeras décadas del siglo XX. Una atmósfera asfixiante, atormentada por la ansiedad y la angustia de una época asediada por la incertidumbre, es el primer acervo ideológico en el que surge y se desarrolla el pensamiento estético de Schoenberg, en el período que va hasta el inicio de la Primera Guerra Mundial. A principios de los años veinte, momento en el que se iniciaba una tendencia hacia la restauración del pasado, la crítica francesa fomentó la contraposición entre el expresionismo atonal schoenberguiano como prolongación y epígono del romanticismo, y el neoclasicismo stravinskiano como clasicismo neotonal –entre expresionismo subjetivo y neoclasicismo objetivo– cosa que repercutió en España. En este sentido, el débil argumento –cuando se eleva a categoría– de una estética centroeuropea alejada de la sensibilidad mediterránea, todavía en la actualidad sigue convocándose como explicación historiográfica de la precaria recepción en nuestro entorno cultural y musical. Situar brevemente la recepción de la música y la estética de la Segunda Escuela de Viena es al mismo tiempo representativo y sintomático del retraso en la llegada de las vanguardias musicales europeas durante el franquismo, puesto que es la que llegó más tarde y la que seguramente más dificultad experimentó para arraigarse en Cataluña y España. En cuanto a la literatura musical, también podemos hablar de una repercusión muy limitada y durante años (especialmente después de la Guerra Civil) casi testimonial. Las referencias y los trabajos que desarrollaran estudios sobre algún aspecto o que tuvieran en cuenta la obra de la escuela vienesa, son excepcionales en Cataluña y  al resto del Estado hasta los años sesenta. Es sólo entonces cuando por primera vez se  puede acceder a los escritos de Schoenberg en castellano, con las traducciones de Ramón Barce en 1963 de parte de El estilo y la idea, y en 1970 del Tratado de Armonía.  Habría que matizar esta difícil recepción situándola en el contexto europeo, donde tras la Segunda Guerra Mundial, a partir de una lectura de Hindemith que focalizaba su atención en la primera etapa creativa del compositor alemán, se generalizó un rechazo de todas las estéticas musicales que se entendían como expresionistas o herederas del  Romanticismo, cosa que afectó especialmente a la Segunda Escuela de Viena, considerada antitética de una búsqueda de austeridad y contención de recursos. En este sentido, se extendió una mirada retrospectiva que en muchas ocasiones eludió el atonalismo y el dodecafonismo entendidos como una etapa superada. 

El Cuarteto nº 1, Op. 7 fue la primera obra de Schoenberg que se presentó en España, en un concierto del cuarteto Rosé el 20 de marzo de 1920 en Madrid, organizado por la Sociedad Filarmónica. Algún eco había llegado ya la década anterior del nombre de Schoenberg, pero simplemente asociado a una figura problemática y sin demasiada perspectiva, a veces teniendo sólo como referencia el mencionado cuarteto Op.7 y Noche Transfigurada, op. 4. O bien como en el caso de Turina, quien durante su último año en París describe su experiencia en un concierto en el que se interpreta un fragmento de los Gurrelieder dirigidos por O. Fried poco después de que se hubieran estrenado en Viena, revelando un profundo desinterés: “Muy contento el hombre [Fried] con el éxito despliega una inmensa partitura de más de un metro de longitud para tocarnos un fragmento de Gurre Lieder (sic.) de herr Schönberg, célebre ya por haber suscitado violentas discusiones y hasta bastonazos en Viena, aunque en París todo el mundo estuvo de acuerdo en tratarlo de soporífero y anticuado, no comprendiendo el por qué un inmenso instrumental (7 clarinetes, 8 flautas, 14 trombones y todo por el estilo) cuando aquello no suena”. La misma impresión negativa –pese a tratarse de una obra que aún no pone en cuestión muchos elementos tradicionales– despierta en Salazar la audición del Cuarteto nº 1 en Madrid, opinión que mejora ligeramente el año siguiente cuando se trata de la audición de Noche transfigurada, teniendo en cuenta su enraizamiento romántico y un lenguaje que no llega a abandonar la tonalidad, pese a su discreta recepción. Pocos años después, en una crítica del Concierto de Cámara de Alban Berg interpretado en los V Festivales de la SIMC en Frankfurt, Salazar dirige sus invectivas contra la estética de la Segunda Escuela de Viena en su totalidad. A pesar de ello, fue meritoria la traducción y publicación en 1915 del Tratado de Armonía Moderna de Arthur Eaglefield Hull que hicieron Salazar y Barrado, con numerosos ejemplos y análisis de la obra de Schoenberg, así como el perspicaz estudio del mismo autor para la Revista Musical Hispanoamericana a lo largo de varios números. Pese a que ello representa un hito en la recepción española de Schoenberg lo cierto es que la recepción de la obra y la estética schoenberguiana que tendrá lugar desde los años veinte estará más intensamente mediatizada por la órbita musical francesa, especialmente a raíz de las polémicas suscitadas por el estreno parisiense del Pierrot Lunaire en 1922 y el interés que generan en Falla y el mismo Salazar. 

Tenemos que hablar de una recepción muy limitada de la obra y la estética de Schoenberg y la Segunda Escuela de Viena durante los años veinte, que por otro lado tendrá progresivamente más presencia en Barcelona que en Madrid, teniendo en cuenta en este sentido la estancia del compositor vienés en la ciudad catalana. Su relación con Barcelona, ampliamente conocida y estudiada, fue promovida principalmente por Robert Gerhard y favorecida por la tarea de Pau Casals. Así como fue importante el único discípulo inglés, el director Edward Clark, en la presencia de Schoenberg en Londres, también lo fue Gerhard en su presencia en Barcelona, el único discípulo español, desde finales del año 1923. La estancia de Schoenberg en Barcelona entre octubre de 1931 y mayo de 1932, buscando un clima más suave debido en su estado de salud, nació una vez más de la invitación de Gerhard, y esta vez acompañado de Webern. Más allá de su actividad creativa (en Barcelona finalizó el Klavierstücke, op. 33 y el Segundo Acto de la ópera Moisés y Aarón), el 3 de abril de 1932 volvió a dirigir obras suyas, esta vez con la Orquesta Pau Casals en la Associació Obrera de Concerts y por primera vez en Barcelona Noche Transfigurada, op. 4 y Pelleas und Melisande, op. 5. Dos días después Webern también dirigió obras suyas: la Passacaglia, op. 1 y las Seis piezas para gran orquesta, op. 6, y dos días más tarde, también bajo la dirección de Webern, se pudo escuchar por primera vez en España la Música de acompañamiento para una escena cinematográfica, op. 34 de Schoenberg. Dentro del mismo ciclo de conciertos, el 9 de abril el pianista Eduard Steuermann ofreció el estreno barcelonés de la Suite para piano, op. 25. A pesar de la prudencia de la propuesta de Schoenberg y Webern, ofreciendo obras del primer periodo creativo a excepción de la Suite para piano de Schoenberg, y con una recepción crítica desigual en las publicaciones de la época, cabe considerar un éxito la iniciativa, en un contexto tradicional y poco proclive a las vanguardias, como era el caso de la Associació Obrera de Concerts. De todos modos, estos años serán el caldo de cultivo de experiencias posteriores organizadas por la Associació de Música da Camera que incidirán especialmente en la recepción de la obra de Berg, como por ejemplo el estreno barcelonés de la Suite Lírica en diciembre del año 1934, y sobre todo, el emblemático concierto del 19 de abril de 1936 en el Palau de la Música Catalana con el estreno mundial del Concierto para violín

Inicialmente debía ser Anton Webern, con quien Krasner trabajó sobre la reducción para piano que había preparado Rita Kurzmann bajo la supervisión de Berg, quien lo dirigiera; de hecho, el 8 de abril Kurzmann y Krasner ofrecieron un pre-estreno de esta versión en la sala de cámara de la Musikverein, para un círculo reducido de amigos. En Barcelona Webern, que ya había dirigido anteriormente con éxito la Orquesta Pau Casals, esta vez, deprimido y excesivamente afectado por la muerte y el homenaje a su amigo Berg, fue incapaz de hacerlo. De hecho, obsesionado con la imagen mental del sonido que debía tener la obra, en los dos primeros ensayos no permitió a la orquesta pasar del inicio del primer movimiento. El tercer y último día ensayo –el 18 de abril, un día antes del concierto–, Webern llegó a discutir con varios miembros de la orquesta y negándose una y otra vez, les dijo a los intérpretes que el estreno no tendría lugar. Algo que era imposible, puesto que el estreno mundial del Concierto para violín era la estrella del festival, de modo que gracias a la mediación de Egon Wellesz y de Edward Dent, llamaron a Scherchen –quien no había visto nunca la partitura– para que con tan sólo un ensayo, dirigiera la obra. No sólo lo hizo, sino que le exigió a Krasner que tocara de memoria: el director alemán afirmaba que una música como esta no se podía tocar desde la partitura.  

En el Adagio final, Berg inserta la cita del coral “Es ist Genug” que Bach utiliza en la Cantata “O Ewigkeit, du Donnerwort” BWV 60 (“Oh eternidad, atronadora palabra”) en una última meditación instrumental cargada de lirismo trágico. Pocos meses antes del estallido de la barbarie y en una situación excepcional, sobre el Palau de la Música debió sobrevolar el alma de dos ángeles: la de Manon Gropius, hija de Walter Gropius y Alma Mahler, que había muerto con tan sólo 18 años y a quien Berg dedicó la obra con la inscripción “Dem Andenken eines Engels” (“a la memoria de un ángel”) y la del propio Berg; un ángel no ya por la inocencia que la vida le arrebató a Manon, sino por ser un auténtico enviado, que a través de este concierto, como muy pocas veces sucede en la historia, nos trajo un mensaje eterno desde otro lugar.