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Skriabin, a 100 años y 3500 kilómetros

Eso es lo que nos separa de Skriabin, insignificante si nos atenemos a la talla del músico ruso. Sin embargo, desde aquí nos separa mucho más. Estamos muy lejos de haber construido una imagen rigurosa sobre su obra desde nuestro entorno cultural. Cuando a principios de este año se publicó en Francia Alexandre Scriabine ou L’Ivresse des sphères de Jean-Yves Clément (Actes Sud, Arles, 2015) para conmemorar los cien años de su muerte, se añadió otra pequeña aportación a las obras de referencia que se han publicado en Europa. Y entonces, me asaltó la necesidad de pensar acerca de lo que se ha publicado sobre Skriabin en España o Hispanoamérica. Pero a cien años de su muerte no existe todavía un trabajo monográfico como los que se han hecho en el ámbito anglosajón (Bowers), alemán (Schibli) o en Francia (Kelkel). Las referencias que encontramos todavía hoy en la literatura musicológica en español adolecen muchas veces de superficialidad, cuando no de una indiferencia que lo arrincona como estertor del romanticismo. Más allá de algunas consideraciones remotas ya en el tiempo como las de Salazar y sobre todo de Cirlot, no encontramos una reflexión reciente a la altura del compositor ruso en nuestro país. Mientras seguimos esperando que alguien publique o traduzca algo, y después de descargar el sano reproche que le permite a uno sobrevolar la cumbre de la dignidad sin haber movido un dedo, nos preguntamos quién fue Skriabin y en qué radica su relevancia. 

Místico, narciso, genio: son figuras de la crisis de fin de siglo que nos servirían para empezar a definir al compositor ruso, nacido en la Rusia de 1872 en el seno de una familia moscovita aristocrática. Su madre, que murió cuando el compositor tenía sólo un año, era una pianista de futuro prometedor y su padre un importante diplomático. Por lo tanto, aunque sin haber tenido contacto con su madre y casi testimonial con su padre, para su educación se destinaron grandes esfuerzos. Los diez primeros años de Skriabin transcurrieron en un estimulante ambiente cultural con un contacto muy temprano con el piano. Ya en el Conservatorio de Moscú experimentó una magnífica sintonía con su profesor de piano Safónov, y se sumergió como intérprete en el estudio de Bach, Schumann, Chopin y Liszt. Al finalizar sus estudios consiguió editar sus primeras obras, como las Diez Mazurkas, o incluso antes, como el Vals, op. 1 o el Estudio en do sostenido menor, nº1, en los que se manifiesta el lirismo de una joven voz melancólica. Entonces ya tenía contacto con Rajmáninov, así como con Sabaneiev. De hecho en la casa de Safónov se organizaban reuniones en las que participaban todos ellos y en las que Skriabin tuvo su primer contacto importante con la obra de Wagner, sobre el que se discutía entre litros de Vodka. Skriabin, a diferencia de una mayoría más cercana al grupo de Los Cinco, sentía gran atracción por la obra wagneriana y por los caminos que ofrecía a la evolución del lenguaje armónico. Es la época de la Sonata nº 1, y sus 12 Estudios, entre los que podemos encontrar aforismos líricos como el número 8, y una grandilocuencia violenta y trágica como en el número 12. 

En la segunda de sus giras europeas se instaló en París; allí trabajaría intensamente en la composición de numerosos preludios para piano, gran parte de los cuales le servirían para componer el ciclo recogido en los 24 Preludios, piezas breves de concentrada intensidad, en las cuales ya se reconocen los rasgos principales de toda su obra para piano, mostrando un profundo conocimiento de los recursos del instrumento producto de una relación íntima con él. A partir de la Sonata nº 3 comienza a intuirse un tratamiento sonoro más elaborado, así como elementos que trascendían el legado del piano romántico. Esto coincidió con una etapa de creciente interés en la escritura orquestal que se materializó especialmente en la Sinfonía nº 1 y la nº 2. La primera de ellas, para mezzosoprano, tenor, coro mixto y orquesta, aunque todavía no esté a la altura de partituras orquestales posteriores, revela un soberbio manejo de los recursos orquestales con un poliédrico tercer movimiento, de una sensibilidad y equilibrio al alcance de pocos. En ciertos momentos transmite el espíritu de los poemas sinfónicos de Liszt; en otros, se encuentra muy cercano a la atmósfera de los Gurrelieder de Schoenberg.

El año 1903, tremendamente prolífico, es un punto de inflexión en todos los sentidos. En primer lugar, en la evolución de su lenguaje armónico, distanciándose del período romántico y en gran medida chopiniano. Mientras su Vals, op. 38 manifiesta una libertad creativa pero controlada formalmente con sabiduría, con la elegancia de un Ravel y la sensibilidad de un Liszt, la Sonata nº 4 desde el punto de vista formal y armónico inaugura una nueva etapa que se consolidará más tarde en las sonatas nº 5 y nº 6. También su Sinfonía nº 3 “El Poema Divino” constituye una importante evolución respecto a las dos anteriores. Formalmente no sigue el procedimiento de la forma sonata, introduciendo más de un desarrollo en cada uno de los tres movimientos. Asimismo, no existe interrupción entre ellos sino que los temas se van acumulando como un aluvión que termina por estallar en los metales tras una serie de arpegios en los violines. Grandilocuente y extensa, de color y sensibilidad wagnerianos sin olvidar la Sinfonía Fausto de Liszt, es producto de un momento en el que su reflexión estética adquiría una mayor conciencia. Con El Poema Divino, un título y una obra que trasciende la esfera estrictamente musical, recibirá el reconocimiento de corrientes vanguardistas y pondrá un pie en el modernismo musical sin levantar el otro que lo liga al espíritu romántico, dibujando esa figura entre dos mundos que será definitiva.

Es conocido el poliédrico acervo filosófico de Skriabin. Sus lecturas en este campo tenían como origen una necesidad que trascendía la actividad como compositor, pensando la música como una manifestación profunda del ser humano. Precisamente el Poema del Éxtasis, concebido como su cuarta sinfonía y desplegado a lo largo de un solo movimiento, además de consolidar la evolución que hasta el momento había experimentado su música en el aspecto armónico, formal y orquestal, concentraría gran parte de sus inquietudes filosóficas. 

Los años que siguieron a 1910 fueron de fiebre creativa. En ese período Skriabin escribió desde el op. 58 hasta el op. 74, entre los que destacan sus últimas cinco sonatas y Prometeo, el Poema del Fuego. En éste la dimensión orquestal es aún mayor que en el Poema del Éxtasis, especialmente en las cuerdas y en los metales, sensiblemente ampliados respecto a anteriores páginas orquestales. Una compleja organización en la que a ratos se respira una atmósfera debussysta y que transita a veces por el poema sinfónico, otras por el concierto para piano. También por la sinfonía, y como en el anterior Poema del Éxtasis, en un sólo movimiento. A la orquestación hay que añadir el denominado teclado de colores, diseñado para la obra y cuyas teclas estaban enlazadas con el color que debían proyectar, detallados en la partitura de orquesta. La proyección de colores se debe hacer en base a la correspondencia con la tonalidad, a la identificación entre sonidos y colores sobre el círculo de quintas así como entre colores y estados psíquicos. En todo ello resuena un ideal simbolista que tanta influencia tuvo en el expresionismo, cuando se aspiraba a comunicar la experiencia interior a través de canales distintos a los habituales teniendo como horizonte una unidad superior a la distinción entre lenguajes artísticos. Desde el punto de vista armónico, Prometeo comienza con la irradiación de un acorde que genera una profunda inestabilidad. A él llegó Skriabin a través de la agregación que caracteriza toda la evolución de su música, donde la dimensión armónica tiene una gran preponderancia. Formado a partir de una superposición de cuartas y construido sobre un tritono como el acorde de Tristán, más agresivo aún que el que escribe Wagner se convirtió como éste en un símbolo musical. Skriabin se refirió a él como acorde de pleroma, término que en la teoría gnóstica se refiere a lo divino conceptualmente inaccesible. Sabaneiev hablaba de acorde de Prometeo y fue A. Eaglefield Hull quien en 1916 acuñó el término de Mystic Chord (Acorde místico). 

La última etapa en la obra de Skriabin apuntaba hacia la fusión de acorde y timbre de la que tanto se nutrirá toda la música del siglo XX, especialmente aquella que se alimentará de un interés cada vez más agudo por el dominio específicamente sonoro hasta desembocar en el laboratorio acústico. El asedio de elementos intelectuales que experimenta la obra de Skriabin desde 1911 condujo a una descomposición de los principios formales inaugurando una nueva etapa, cosa que sucedía el mismo año en Herzgewächse de Schoenberg, en ese caso con el condicionamiento formal que ofrece el texto de Maeterlinck.

En sus últimos años en Moscú, la popularidad de Skriabin había aumentado, pero él se aislaba cada vez más de un entorno que le resultaba extraño. En el momento álgido de su vida creativa –con su proyecto del Misterio, una acción litúrgica que materializaría su ideal artístico a través de un éxtasis colectivo, núcleo de una secuencia de rituales que debía durar siete días, alrededor de un templo situado en la India–apuntaba a dar el peligroso paso del símbolo artístico a su realización efectiva, pero quedó inacabado. 

Tras las Dos danzas, escribió los Cinco Preludios; su última obra completa, aforística y sin concesiones, tremendamente reveladora del camino que estaba tomando su creación, de una forma mucho más clara aún que en Vers la flamme, de la misma época y una de las obras más logradas de toda su producción pianística. El segundo de sus los preludios, repleto de ascensos y descensos cromáticos, intenso y angustiante, era casi un testamento. 

En abril de 1915 el cementerio de Novodévichi guardaba su cuerpo, en el mismo lugar que otras almas rusas y universales nacerían como la suya para la posteridad. Aunque mirado a distancia por ambos, Skriabin fue ruso y europeo, romántico y moderno, un artista que nació en un mundo de aristócratas y burgueses y creció con el tumulto de obreros y campesinos sin ser nunca aceptado por el filisteísmo que compartían todos fuera del campo de batalla. Como en la historia de su pueblo, todo sucedió rápido y murió joven, pero a tiempo de entender que lo único que podría salvar a Occidente del nihilismo era la vivencia profunda y espiritual del arte. Su obra desató fuerzas que la primera mitad del siglo XX intentaría controlar: en esa lucha titánica y prometeica ante la que muchos capitularon resplandecerá la música de Schoenberg, Ravel, Bartók, Strauss o Stravinski.