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Una fotografía de hace cien años

Bilbao. 04/06/2021. Teatro Arriaga. Kurt Weill: Die sieben Todsünden. Nicola Beller-Carbone (Anna I), Iratxe Ansa (Anna II), Javier, Tomé, Josu Cabrero, José Manuel Díaz y Fernando Latorre (Familia). Bilbao Sinfonietta. Dirección escénica: Barbora Horáková-Joly. Dirección musical: Iker Sánchez Silva.

Hay compositores que nos exigen la comprensión de su contexto histórico al ser este determinante en el desarrollo del trabajo del mismo. Por ejemplo, considero imprescindible para entender la dimensión de la obra de Jean Philippe Rameau comprender la importancia de la monarquía absolutista francesa; o la evidente relación existente entre el trabajo de Giuseppe Verdi y el proceso de unificación e independencia de Italia en el siglo XIX.

Pues bien, pocos compositores más determinados por su contexto como Kurt Weill, con el que además hay que tener en cuenta otro elemento fundamental: su ideología. Y es que Weill es el reflejo perfecto de la llamada Europa de entreguerras; por concretar más aun, el de la Alemania que fluye entre el expansionismo militarista que provoca la Primera Guerra Mundial (1914-1918) y la que padece el surgimiento del movimiento nacionalsocialista que abocará al mundo a la catastrófica Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Así, Kurt Weill se torna elemento imprescindible para entender las dos décadas de paz entre las dos guerras, décadas plenas de combate, contradicciones y cabaret. Ahí podemos colocar la obra de Kurt Weill, quien vivió la primera mitad del siglo XX con exactitud casi matemática (1900-1950).

Y citado el nombre del compositor nos vendrá, de forma casi inmediata a la mente el nombre del escritor y además amigo Berthold Brecht, colaborador necesario en tantas y tantas obras dramáticas de Weill y con el que coincidió en parte en la cuestión ideológica. Y apuntamos en parte porque mientras Brecht era un marxista ortodoxo, la apuesta de Weill era más social (¿podríamos decir popular?) que socialista. El compromiso de Weill con la izquierda era indiscutible aunque alejado de la ortodoxia de figuras como el ya citado Brecht o Hans Eisler.

Kurt Weill se alinea, en consecuencia, con el combate ideológico frente al auge nacionalsocialista y las contradicciones que vivirá en esa misma izquierda: nos queda por apuntar la tercera c, el cabaret. Este elemento artístico y lúdico fue clave en la República de Weimar tanto para dar rienda suelta a distintas inquietudes ideológicas como al erotismo descarado que fue motivo de represión y censura por parte de un sistema político incapaz de aceptar los cambios que se le venían encima.

En medio de este cóctel Kurt Weill estrena Die sieben Todsünden (Los siete pecados capitales), una obra de difícil definición. Y es que en esta época convulsa Weill decidió difuminar los límites de los géneros hasta provocar cierta confusión a la hora de decidir ante el tipo de obra que nos encontramos. Convencionalmente podemos asumir a Die sieben Todsünden como una obra dramática aunque difícilmente como una ópera. Para el compositor es un ballet cantado y el Teatro Arriaga así lo ha presentado.

Conviene apuntar que esta iniciativa del Arriaga coincide, y no es casualidad sino muestra de inteligencia programadora, con la exposición del Museo Guggeheim que esta dedicando entre mayo y septiembre su principal exposición a los locos años 20, contexto en el que se sitúa esta obra.

Por cierto, una vez más el Arriaga bilbaino vuelve a darnos una alegría; siendo la capital vizcaína una plaza muy conservadora en esto de la lírica, este teatro siempre ha sido el refugio en el que hemos podido encontrar pequeñas joyas que, de otra forma, serían impensables en otros escenarios de la ciudad. La temporada pasada, con la suspensión de toda la temporada lírica por razones harto conocidas, nos perdimos Mahagonny-Songspiel, escrita apenas seis años antes y que un servidor desearía se recuperara para poder conocerla.

La obra que nos ocupa apenas dura cuarenta minutos y fue complementada por una canción previa hasta dotar a la función de unos cuarenta y cinco minutos escasos de duración, que se antojan más bien escasos. Quizás hubiera sido deseable haber buscado alguna alternativa entre las numerosas obras orquestales del compositor y que tienen evidente origen teatral para dar más empaque al concierto pero, en cualquier caso, bienvenida sea la iniciativa.

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Die sieben Todsünden narra la historia de Anna, una mujer que aparece desdoblada en el espectáculo siendo Anna I la principal voz mientras que Anna II es una bailarina. Las dos son una y emprenden un viaje vital durante siete años por siete ciudades distintas en las que conocen los siete pecados capitales. Anna I es el pragmatismo mientas que Anna II es la parte sentimental, complementándose. El viaje termina en el punto de inicio, cual círculo que se cierra; es decir, en el hogar familiar donde espera La Familia, un cuarteto masculino –dos tenores, barítono y bajo, que es la madre- que interviene siempre de forma colectiva y que narra, califica y/o describe las distintas vicisitudes de Anna en cada una de las ciudades y ante cada uno de los pecados.

La soprano Nicola Beller-Carbone encarnó a Anna I enseñando las características habituales de esta cantante en los últimos tiempos: una capacidad actoral mayúscula junto a un desgaste vocal evidente. Después de cantar en su larga carrera papeles tan exigentes como Salome (Strauss), Kundry (Wagner) o Marie (Berg) el bajón vocal es evidente: pérdida de esmalte y cierta dureza en la emisión; eso sí, en un papel relativamente cómodo Beller-Carbone se siente cómoda a la hora de dar empaque a una mujer atormentada, dinámica y con gran sentido del ritmo.

Su alter ego fue la bailarina Iratxe Ansa, que además tuvo que citar algún breve texto. Sin ser un experto en materia de baile puedo decir que respondió con gran elegancia a su parte y transmitió una gran credibilidad a su intervención, complementándose, además, muy bien con la soprano.

El cuarteto vocal (La Familia) estuvo muy adecuado aunque hubiera sido deseable una mayor conjunción, mayor empaste y equilibrio entre las cuatro voces. En cualquier caso, buena la labor de Javier Tomé, Josu Cabrero, José Manuel Díaz y Fernando Latorre, este último memorable en su caracterización como mujer exuberante.

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La puesta en escena de Barbora Horáková-Joly es funcional, colocando a las dos Anna en el centro para luego, en un plano posterior, disponer a la familia ya en su casa, ya en su cuarto de baño. La habitación de la casa es movible y aparece y desaparece ante los espectadores de forma simple y hábil. El cuerpo de baile que dirigen la citada Iratxe Ansa e Igor Bacovich cumple acertadamente.

Iker Sánchez Silva fue el director musical y, como siempre, estuvo muy atento a las voces, cantando con ellos. Hubo algún momento complejo cuando el cuarteto vocal, situado en un momento en los palcos laterales, se descuadró pero el director supo recomponer el entuerto de forma inmediata. La Bilbao Sinfonietta sonó muy cabaretera, lo que no es nada objetable. Antes de la función un trío instrumental amenizó a telón caído el momento previo al comienzo de la obra, terminando por fusionarse con la misma.

El Teatro Arriaga parece que vuelve con la lírica; desde aquella ya lejana Mendi mendiyan de José María de Usandizaga en junio de 2019 no habíamos podido disfrutar de una propuesta del teatro. Ahora solo queda desear que con la vuelta de la normalidad que sea, la anterior, la nueva o la que sea, la lírica alternativa se instale en el recinto, que buena falta nos hace.