Sólo una función más
07/07/2021. Madrid. Patio central del Centro Cultural Conde-Duque. Veranos de la villa de Madrid. Sorozabal: La tabernera del puerto: Ruth Terán (Marola), César San Martín (Juan de Eguía). Sergio Escobar (Leandro). Carlos London (Simpson). Amelia Font (Antigua) Rafael Álvarez de Luna (Chinchorro) Karmelo Peña (Ripalda), entre otros. Coro de la Compañía Lírica Amadeo Vives. Orquesta de la Comunidad de Madrid. Antonio Ramallo, dirección de escena. José Antonio Irastorza, dirección musical.
Que la zarzuela en concreto o la música clásica en general forme parte de la programación estival de una institución pública ha de ser siempre motivo de satisfacción. En estos casos y dadas las circunstancias, no cabe ponerse purista y exigente: tiramos de valor seguro en cuanto al título y damos por inevitable ofrecer el espectáculo en condiciones dudosamente adecuadas para la lírica. No olvidemos que el últimos objetivo es “refrescar” – que expresión más hortera - el verano de madrileños y turistas. Así, el año pasado fue La corte de faraón y este, La tabernera del puerto, es decir, títulos incrustados en la memoria musical de ciertas generaciones y que facilitan el acceso de un público fiel.
O no. Porque si algo me sorprendió fue la escasa afluencia de público al espectáculo. Teniendo en cuenta que el mismo se celebraba en el patio central del Centro Cultural Conde-Duque y tal y como estaban dispuestas las sillas, la asistencia apenas rozaba el 60%. Me llamó la atención, así mismo, cómo mientras en otros espectáculos de la misma ciudad y otras se cuidan la distancia entre espectadores, guardando al menos una butaca vacía entre uno o dos asistentes, la colocación de las cientos de sillas en el referido patio era la convencional. Es más, delante de mi silla una cuadrilla de seis personas estaban colocadas unas junto a otras sin ningún tipo de separación por lo que intuyo que la última intención era llenar todas las sillas colocadas, objetivo que quedó lejos de ser cubierto. Sólo apuntar que, en cuanto a las medidas anti-pandemia, lo visto en el Conde-Duque es difícilmente comprensible en los tiempos que nos toca vivir.
El espectáculo era al aire libre y, por desgracia, ya se ha aceptado como inevitable la amplificación del mismo, lo que conlleva otros problemas. Por ejemplo, durante el acto I en más de una ocasión se dispuso de la amplificación a los dos o tres segundos de iniciarse la intervención de solista o coro, lo que conlleva una evidente disfunción de sonido. De todas formas, si alguien salió perjudicado con el uso de este procedimiento artificial fue la orquesta, que nos llegó con un sonido horroroso, como si de una grabación de hace un siglo se tratara. Por todo ello me producía cierta lástima ver a un veterano como José Antonio Irastorza tratando de traducir la partitura mientras apenas recibíamos lo que solo podían ser los ecos de una supuesta interpretación.
El segundo colectivo sobre el escenario, el coro, estuvo realmente desafortunado, sobre todo las secciones masculinas; basta con traer al recuerdo dos momentos: la interpretación al inicio de la obra y fuera del escenario de Eres alta y hermosa o el acompañamiento a boca cerrada de la romanza de Simpson, muy desafinadas ambas, sin empaste ni coordinación algunas. Las secciones femeninas mantuvieron mejor la compostura.
Las voces solistas tuvieron un nivel aceptable en general, aunque la amplificación evita que se puedan emitir opiniones más acertadas sobre algunos aspectos técnicos que quedan condicionados por el uso de la tecnología. Por ello, sólo puedo atreverme a decir que las voces más redondas fueron las de Ruth Terán, una Marola de mucha credibilidad, con agudo firme y coloratura notable en su En un país de fábula; y la del barítono César San Martín, de voz potente, autoritaria, que dibujó muy bien un Juan de Eguía, un personaje bastante antipático. El Leandro de Sergio Escobar tuvo momentos de calidad junto a otros en los que venció el desconcierto. Lo cierto es que esos trasvases abruptos del forte al piano no sé hasta que punto llegaban tan descolocados por dificultades vocales o por problemas con el uso de la tecnología. El No puede ser pasó sin mucho brillo, aunque en la problemática escena del naufragio del tercer acto se defendió con honestidad.
Carlos London ha sido el Simpson oficial de la zarzuela española en las últimas décadas. Hace ya unos años advertía del declive de una voz por mor del paso del tiempo y ello ahora es aun más palpable, aunque no se puede negar que su Despierta, negro se ofreció con calidad por aquello de que la experiencia es siempre un grado. La pareja cómica, Amelia Font y Rafael Álvarez de Luna, estuvieron muy acertados y, además, supieron mantener la compostura al cantar, sobre todo ella, una dama histórica de la zarzuela. Sobresaliente Karmelo Peña, un Ripalda muy acertado y que estuvo a la altura canora en el trío cómico Marola. Los cantantes que abordaron los papeles de Verdier y Abel no fueron los anunciados y mientras el primero me pareció sobresaliente, la soprano salvó la papeleta con un papel sumamente irritante.
Que se especifique el nombre de Antonio Ramallo como director de la puesta en escena lo entiendo por aquello del respeto que se debe a los veteranos del género, pero su propuesta es la misma que llevamos viendo años y años en distintos teatros, de una simplicidad que abruma y donde el movimiento escénico es bastante limitado. Al ser en un local abierto, todos los pequeños cambios escénicos se vieron en la penumbra de la noche madrileña, bastante fresca, por cierto, para las fechas en las que nos encontramos.
En definitiva, una función suficiente que, sin embargo, no disimula las carencias de la zarzuela como género: una vez más, la misma puesta en escena, problemas de las estructuras colectivas y un público que se comporta como si estuviéramos en la fiesta de fin de curso del instituto y estuviera aplaudiendo a los hijos en vez de a artistas.