Haitink Lucerne Peter Fischli

El espíritu de Claudio

Lucerna. 19/08/2016. Festival de Lucerna. Bruckner: Sinfonía no. 8. Orquesta del Festival de Lucerna. Dir. musical: Bernard Haitink

Como Daniel Barenboim, también Bernard Haitink celebra en esta edición 50 años de su presencia en Lucerna, exactamente desde el 17 de agosto de 1966. Y esta era además la tercera ocasión en su carrera en la que dirigía aquí la Octava de Bruckner, tras hacerlo ya en 1989 con la European Union Youth Orchestra y en 2007 con la Royal Concertgebouw Orchestra. Un vistazo rápido a su presencia en el Festival de Lucerna, revela rápidamente que Haitink sólo visitó este escenario en siete ocasiones entre 1966 y 1999, si bien la cifra a partir del año 2000 se dispara por encima de las cuarenta apariciones. Obviamente, no se trata meramente de datos, sino del correlato en cifras de una extraña carrera: director de la Orquesta del Concertegebouw -uno de los sonidos más bellos del mundo- durante 25 años y director musical de la Royal Opera House de Londres, fue siempre una batuta estimada, si bien no se le tenía por alguien sobresaliente. Sólo desde el año 2000, superados los setenta años de edad, ha entrado en el club de los más grandes. En Lucerna ha sido regular su presencia al frente de la Chamber Orchestra of Europe (22 conciertos entre 2008 y 2015, sin contar sus apasionantes Master class). Cuando Claudio Abbado fue operado, en el año 2000, Haitink le sustituyó al frente de los Berliner; y en el año 2013, cuando ya parecía seguro que Abbado no regresaría, se ocupó también de dirigir un concierto de la Orquesta Mozart, la última fundada por Claudio Abbado y a la que Haitink dirigirá de nuevo para el primer concierto de su refundación, el próximo mes de enero. Verle al frente de la Lucerne Festival Orchestra, tanto el año pasado como en la presente edición, tiene pues un sentido fuerte y cargado de simbolismo para los músicos que le han conocido en circunstancias difíciles como las citadas.

Celebrar cincuenta años de colaboración dirigiendo Bruckner tiene también un sentido muy significativo: y es que Haitink es considerado hoy alguien insustituible cuando se trata de Bruckner y en particular en el caso de la Octava, que dirigió ya el año pasado en Salzburgo con los Wiener Philharmoniker, en el Festival de Salzburgo, cosechando un enorme éxito. La elección tiene también un fuerte sentido para la propia orquesta, que habiendo apenas cerrado el ciclo de Mahler con Riccardo Chailly, retomaba ahora el hilo de Bruckner tras haber interpretado la Novena incompleta en el último concierto de Claudio Abbado, el 26 de agosto de 2013. Todo esto parecía suficiente ya para conmoverse incluso antes de escuchar el concierto, que resultó además ser poco menos que magistral.

Cuando los músicos de la Orquesta del Festival de Lucerna se adhieren a un director, devienen fabulosos: habituados con Claudio Abbado a “hacer música” y no tanto a ofrecer “conciertos”, se percibe de inmediato ese “no sé qué” o ese “casi nada” que distingue una ejecución meramente “seguida” de una ejecución “vivida”. Respecto a la semana pasada, algunos músicos aparecían de nuevo en esta ocasión en los atriles -caso de Lucas Macías, príncipe del oboe convertido ya en director de orquesta-, otros se habían marchado (Alessio Aleggrini, en el corno, o Raphael Christ, segundo violín; también Jacques Zoon, flauta, sustituido por la magnífica Chiara Tonelli, solista de la Mahler Chamber Orchestra, dando una muestra excepcional de su talento), pero todo el orgánico estaba hiperconcentrado, todavía más en la medida en que habían contado con menos ensayos de lo habitual. Técnicamente, el resultado ha sido prodigioso: ni la más mínima impureza,  estupendos los metales -comenzando por Reinhold Friedrich, trompeta, e Ivo Grassi, corno solo-; y formidables las maderas -estupenda la citada Tonelli y formidables Macías Navarro al lobo y Carbonare al clarinete. Uno de los músicos más celebrados ha sido Raymond Curfs, en los timbales, verdaderamente prodigioso. Cuando el orgánico de una orquesta está formado por solistas de semejante talento, no se trata tan sólo de un “colectivo” de músicos sino de un conjunto articulado de artistas singulares.

Ya desde el primer movimiento se evidenció un sonido muy particular, de una rara limpieza, tremendamente legible, con un sonido suntuoso y redondo en las cuerdas, capaces de pizzicati tan ligeros y delicados que recordaban a otros tiempos: a decir verdad el sonido era imponente. De hecho lo es ya esta sinfonía, en sí misma, recordando en su monumentalidad al Parsifal de Wagner y en su grandiosidad a Götterdämmerung: no parece causal que Bruckner haya pensado en Hermann Levi, el director que estrenó Parsifal en Bayreuth, para dirigir su sinfonía.

Bernard Haitink es alguien particularmente interesado en cuidar su gesto en el podio. Ironiza de hecho a menudo con los jóvenes directores que gesticulan tanto. En su caso, con pocos gestos, con una mano izquierda minimalista, consigue tanto desatar el caos como dulcificar el sonido hasta reducirlo a un simple hilo: el gesto no es en él, en ningún caso, traducción o metáfora del sonido, sino una indicación técnica precisa, concebida para seguirse de inmediato y administrado con una impasibilidad proverbial. El eco de Abbado podía leerse en su rostro. Haitink parece dirigir con una medida distancia y la orquesta responde al mínimo gesto, en un entendimiento mutuo e intuitivo.

La sinfonía no. 8 es un monumento de aproximadamente 85 minutos (tan larga como la Octava de Mahler) y representó para Bruckner un momento difícil: a partir de Beethoven, el número de sinfonías se había vuelto un asunto casi místico y pocos superaron de hecho la cifra de nueve a lo largo del siglo XIX. En el caso de Bruckner, componer la octava podía ser un anuncio implícito de que el final estaba cerca. De hecho, la Novena de Bruckner quedó inconclusa. La Octava representaba asimismo un punto de llegada, el triunfo del sinfonismo romántico, hasta tal punto que Bruckner no soportó el rechazo del citado Hermann Levi por la partitura, precisamente él que había hecho tanto por el triunfo de la Séptima -de ahí que finalmente fuese Hans Richter quien dirigiera el estreno de la Octava en Viena, en 1892-.

Haitink plantea por todo esto una sinfonía casi mística, borrando cualquier rastro de vivacidad o sonrisa, cualquier signo de apertura hacia el mundo. Así el Scherzo, aunque animado, retiene en sus manos un color casi oscuro y meditativo. Haitink recuerda en todo momento que Bruckner quería una sinfonía hierática, por más que lo accidentado de su composición haya transformado hondamente la orquestación de algunos movimientos. Importante aquí, por descontado, fue el protagonismo de las maderas y los metales, por encima de cualquier loa posible: la orquesta parecía haber regresado a los tiempos de Abbado, con una dedicación y una confianza ciegas en su director.

Se podía imaginar un color menos triste, una aproximación menos meditativa, pero la voluntad de todos era idéntica y no otra que la de hacer música desde el interior, desde un alma vuelta sobre sí misma y no abierta hacia el mundo. Incluso el último movimiento, que retoma más o menos los temas de los precedentes, resultó sumamente sobrio y severo. Hasta tal punto que el silencio suspendido que cerró el concierto, impuesto por Haitink e interrumpido por algunos aplausos prematuros, provocó un gesto de fastidio en el director.

De nuevo hemos redescubierto este año cómo la Lucerne Festival Orchestra sabe iluminar una partitura, con una claridad y un refinamiento inauditos. Desde el comienzo, pero aún más desde el Adagio, se percibía que la velada terminaría sumida en un abismo espiritual y musical. Bernard Haitink, nacido en 1929, ha terminado por ser el director con más presencia en el Festival de Lucerna. Y a sus 87 años, consigue desencadenar aún el entusiasmo y al mismo tiempo invita a la concentración. Así lo prueba la dedicación de los músicos, entre los cuales algunos, conmovidos al final del concierto, decían en confidencia: “El espíritu de Claudio estaba esta noche aquí”.