nariz bayerische Wilfried Hoesl

Apabullante nariz

Múnich. 2/11/2021. Bayerische Staatsoper. Shostakovich. La nariz. Boris Pinkhasovich (Kovalev). Sergei Leiferkus (Yakovlevich). Andrey Popov (Comisario). Serey Skorokhodov (La nariz). Orquesta y coro de la Bayerische Staatsoper. Kirill Serebrennikov, dirección escénica. Vladimir Jurowski, dirección musical.

Hay muchos adjetivos que podrían definir la función de La nariz, primera ópera de Dimitri Shostakovich y que abre la “era” de Vladimir Jurowski como nuevo director musical de la Bayerische Staatsoper. El director de cine y teatro Kirill Serebrennikov es el responsable de una puesta en escena que también puede entrar en las definiciones de nuestro adjetivo. Pero vayamos por partes.

Dimitri Shostakovich es uno los compositores más interesantes del siglo XX, no sólo por la importancia capital de su obra sino  también por su azarosa vida como el compositor ruso más importante que no se exilió durante el régimen soviético. Los años que Stalin dirigió la Unión Soviética fueron, no habría que recordarlo, atroces en todos los sentidos, pero especialmente parece (seguramente porque los testimonios escritos son muchos) que el régimen se cebó en el mundo cultural. Los intelectuales eran sospechosos por el mero hecho de serlo y las purgas (que sufrieron todos los estamentos de la vida rusa) fueron constantes. Shostakovich siempre estuvo en la cuerda floja, a veces ensalzado, otras vilipendiado, siempre vigilado y viviendo con un miedo que marcó su trayectoria. Pese a todas sus preocupaciones, la obra del compositor es de una fuerza y una riqueza espectaculares, desde sus tempranos años juveniles, pues si no encaja en el modelo de niño prodigio, si que fue un joven brillantísimo. Cultivó muchos géneros, pero sólo podemos hablar de dos óperas completas dentro de su trabajo, óperas de plena juventud pero de una madurez compositiva que cautiva, deja perplejo y admira a partes iguales.

La nariz fue compuesta a partir de 1928, cuando Shostakovich tenía 22 años En estos primeros años de trabajo había conocido a un intelectual que supuso una influencia muy importante durante su vida, un verdadero amigo: Iván Sollertinsky. Esta relación le abrió a nuestro compositor un mundo cultural más allá del estrictamente impuesto por el régimen. Aunque Stalin había asumido el poder absoluto en 1922, aún sobrevivía ese espíritu vanguardista que animó la intelectualidad que hizo la Revolución Rusa. Las inquietudes de Sollertinsky hicieron que el talento de Shostakovich explotara en una ópera de una mordacidad amarga, heredada del cuento de Nicolai Gógol y estrenada en 1930 con una durísima acogida por el mundo intelectual soviético que hizo que ya no se representara más en vida del autor. Gógol sitúa la acción en 1830. Disparatada es la historia de un alto funcionario que se ha dado cuenta que ha perdido la nariz al día siguiente de visitar el barbero. El apéndice nasal toma vida propia y la narración se fundamenta en los vanos intentos del funcionario de conseguir que vuelva a su posición natural, cosa que finalmente consigue. Esto desata diversas escenas llenas de crítica al mundo social burgués corrupto en tiempos del zar Nicolás I. Nadie mejor que Shostakovich para hablar de la esencia musical de su ópera: “La música de esta pieza no está ahí por la música misma. Lo importante está en la presentación del texto. Insisto en que la música no está coloreada en un tono “paródico” adrede. ¡Ni mucho menos! A pesar de la comicidad de los acontecimientos sobre el escenario, la música no pretende resultar cómica. Y creo que así debe ser, pues Gógol plasma todos los procesos cómicos en un tono serio. En eso radican la fuerza y el valor del humor de Gógol. No “se hace el gracioso”. Aquí la música se esfuerza igualmente en “no hacerse la graciosa”.

¿Cómo se traducen estas intenciones en la partitura? Pues en una música ecléctica, heterodoxa, fuertemente vanguardista, atonal por momentos pero también llena de influencias, desde las folklóricas hasta las del canto religioso ortodoxo que tanto nos recuerda a Mussorgsky y sus impresionantes coros. Se escuchan tonadas circenses y valses, e innovaciones tan trascendentales como ese interludio con percusión no afinada entre la segunda y la tercera escena, uno de los primeros momentos musicales que se da protagonismo a esta familia de instrumentos. Una partitura riquísima en matices y colores que tuvo una interpretación totalmente apabullante en la batuta de Vladimir Jurowski. El director ruso, que se estrena con La nariz como nuevo director de la Ópera Estatal de Baviera, no puede hacerlo de una manera más espectacular. El pulso y la tensión musical no se relaja en las casi dos horas que dura la función. Cada matiz, cada sonido de la obra es reconocible por el intrincado proceso de desmembramiento al que la somete Jurowski sin que eso menoscabe una profunda sensación de interpretación cohesionada. En algunos momentos el volumen haría retumbar el estadio del Bayern de Múnich (mi vecina de butaca se apretaba los oídos en muchos fragmentos) y puede que fuera excesivo. Apabullante, nuestra palabra. Pero con una máquina tan perfecta como la Orquesta de la Bayerische todo es posible: la dejó otro ruso bien engrasada. Destacar, como no, el grupo de percusión, pero también unos metales estratosféricos, a la altura requerida por partitura y director. Sin duda fueron dirección y orquesta los grandes triunfadores de la noche.

La nariz es una obra muy coral, vocalmente hablando, con significativos fragmentos de canto declamado. Hay gran número de papeles, que incluso pueden compaginar el mismo cantante. En general fue un conjunto de gran nivel dominado, como no podía ser de otra forma dada la rareza del título y la dificultad del idioma, por cantantes rusos. Por encima destacó el protagonismo de Boris Pinkhasovich como Kovalev, el dueño del apéndice desaparecido. El barítono ruso, poseedor de un timbre de enorme belleza, dibujó, seguramente indicado por el director de escena, un personaje que se aleja de la soberbia del burgués para acercarse más al de ser humillado por sus desgracias y por el mundo que la rodea. Vocalmente estuvo fabuloso en todas sus intervenciones, con una perfecta proyección, casi demasiado elegante para lo que el actor transmitía. Destacar también el Yakovlevich de Sergei Leiferkus, con un gran trabajo actoral. el comisario de  Andrey Popov  y Sergey Skorokhodov como La nariz, papel con una tesitura endiablada, al borde del grito pero que él supo dominar sin aparentes problemas. Estupendo también, como nos tiene acostumbrados, el Coro titular del Teatro, uno de sus pilares y que en esta obra tiene momentos memorables como la escena coral en el último acto que preludia el final de la obra, mucho más camerístico (una vuelta de tuerca más de Shostakovich y su partitura, no acabar con un gran final de conjunto).

No suelo leer reseñas sobre las óperas que voy a ver, sobre todo los comentarios que se refieren al apartado escénico. Creo más en lo que yo pueda ver que en las explicaciones de muchos directores de escena que te indican el camino para comprender propuestas que a veces se alejan completamente del libreto de la obra. No es menosprecio ni a comentaristas ni a directores, simplemente supongo que soy influenciable y prefiero acudir sin ideas preconcebidas al teatro. El comentario sobre la puesta que presenta el director Kirill Serebrennikov requeriría más espacio que el de aquí se dispone, otra crónica paralela. Una crónica que se debe hacer a telón bajado, con una mirada general a todo (y es mucho) que Serebrennikov propone. Y es que lo que puede parecer esperpéntico en la escenificación sigue el camino que abrió Gógol como escritor y Shostakovich como compositor: llamar la atención del espectador apabullándolo. No es el sinsentido que pueda parecer con una lectura superficial. Es algo más profundo, un pataleo y una acusación contra una sociedad o un gobierno (parece claro que el ruso) donde los vicios y tiranías que ya denunció Gógol siguen vigentes. Partiendo de una distopía donde el estado policial domina a la población eliminando sus narices para luego aparecer ellos con varias (una especie de robo de almas pero hablando de napias) la acción nos sitúa en un invernal San Petersburgo (ahí está para situarnos el skyline de la ciudad, con la aguja del Almirantazgo como símbolo más notable, dibujado por una enorme mano y el permanente Neva helado con el que comienza la ópera). A partir de ahí la cárcel, las calles heladas y con la nieve congelada acumulada en los rincones serán el escenario de la acción con constantes referencias a la represión: aparece el caballo de la estatua ecuestre de Nicolás I, el represor en época de Gógol; las tanquetas policiales que sustituyen a la diligencia del libreto; la constante presencia de una policía corrupta y violenta con esa escena tremenda del acoso a una vendedora de rosquillas anticipo musical y temático de la violación de Axinia en la siguiente ópera de Shostakovich, Lady Macbeth de Mtsensk… Todo en un mismo espacio, con elementos movibles y con una estética de performance, de instalación artística, que encaja perfectamente con la idea planteada por Serebrennikov. Todas las partes técnicas tienen un gran nivel, pero destacaría la inteligente utilización de las proyecciones de vídeo, responsabilidad de Alexey Fokin y Alan Mandelshtam, una técnica tan manida que hay que resaltar cuando se hace con un gran sentido de la medida y con impacto para el espectador, como en la última escena, proyectando escenas de dos bloques de casas, con sus ventanas que nos revelan vidas solitarias, un ahorcamiento. La sátira que se convierte en tragedia, con la misma idea que sustenta la obra de Gógol y Shostakovich. Un excelente trabajo.

Foto: Wilfried Hösl.