Excavar en la música
Lucerna. 28 y 29 de agosto de 2016. Festival de Lucerna. Obras de Mahler, Berlioz, Debussy, Dutilleux, Saint-Saëns, Stravinsky. Orquesta del Concertgebouw de Amsterdam. Dir. musical: Daniele Gatti.
Como casi cada año, la presencia en Lucerna de dos conciertos con la Royal Concertgebouw Orchestra de Amsterdam, afirman un vínculo especial con este Festival, en un verano en el que la orquesta sólo ha presentado un programa en otros lugares como Salzburgo, Ljubljana, Dublin o Grafenegg. Gatti será ya el director musical titular de esta orquesta a partir del próximo 9 de septiembre, con la inauguración oficial de su temporada de conciertos. Sus primeros conciertos en el ciclo de abono, de hecho, tendrán lugar entre el 14 y el 18 de septiembre con la Sinfonía no. 2 “Resurrección” de Gustav Mahler, muy esperada, habida cuenta de lo emblemático que ha sido siempre este compositor para la orquesta, desde los tiempos ya lejanos de Mengelberg.
Para su paso por Lucerna, Gatti ha presentado dos conciertos que guardan relación con el perfil de la temporada que próximamente empieza. Y es que busca por un lado sostener el repertorio tradicional, post romántico, de la orquesta; mientras por otro lado pretende explorar otros continentes y programar repertorios menos sonados, como el francés. No es casual, de hecho, que el primer disco de Gatti con la Royal Concertgebouw Orchestra se centre en la Sinfonía Fantástica de Berlioz, reflejando los conciertos del pasado abril.
El programa francés del primero de estos conciertos en Lucerna giraba en torno a piezas mucho menos populares que la citada partitura de Berlioz, demostrando una fuerte exigencia artística. Ya fuera en el caso del Jeux de Debussy o en el caso de Métaboles de Dutilleux, pero también con el Concierto para violonchelo n. 1 de Saint-Saëns (con Sol Gabetta), se trata de obras infrecuentes en el repertorio, al menos comparadas con la Petrouchka que cerraba la propuesta en esta ocasión. Música francesa o bien escrita para Francia, esa era la intención de este programa, en un homenaje a los ocho años que Gatti ha pasado en París, vinculación a la Orquesta Nacional de Francia, ahondando precisamente en este repertorio. El programa tenía un perfecto equilibro, por otro lado, con tres piezas de unos 18 minutos y una pieza de aproximadamente 35 minutos. La velada permitió observar con atención la técnica de Gatti y su intenciones, así como su extrema atención a una orquesta que no había ejecutado estas piezas en los últimos diez días.
Gatti no es un director superficial, esto queda patente en la construcción misma de este programa, homogéneo, con tres piezas concebidas para el ballet: Jeux y Petrouchka para los ballets rusos y Métaboles coreografiado por Kenneth Mc Millan en 1978. Jeux y Petrouchka son dos piezas casi contemporáneas, con una visión en perspectiva de la música francesa, del clasicismo formal de un Saint-Saëns a la música por venir, sea la de un Stravinsky o la de un Debussy. Tal programa plantea dos exigencias: seguir a la orquesta con mucho cuidado en un repertorio menos familiar y revelar el aspecto caleidoscópico de estas músicas, donde cuentan en particular el color y el relieve de los instrumentos: las maderas, por ejemplo, en Debussy, a mi entender la pieza más refinada del concierto, en la que se demuestra -ya se advirtió en su Pelléas fiorentino- que Gatti es un gran intérprete de la música de este compositor francés. Gatti excava en la partitura para resaltar los equilibrios, los contrastes, las sombras y las luces. La inventiva debussiana está mucho más cerca del universo de Petrouchka que de relativo formalismo de Métaboles, un “concierto para orquesta” en el que a través de cinco puntos de vista se ponen de relieve maderas, cuerdas, percusiones, metales y finalmente toda la orquesta. En esta música, muy brillante y técnicamente perfecta, se escucha más un “ejercicio estilístico” que la expresión de una sensibilidad.
En el concierto de Saint-Saëns la orquesta sirve de lienzo a otro ejercicio estilístico, esta vez por parte del violonchelo, muy enérgico y fuerte, aunque también muy sensible gracias a la interpretación refinada y musicalmente contrastada de Sol Gabetta, que defiende con maestría la pieza, sutil y virtuosa. Este refinamiento marca de hecho toda su interpretación de la obra. La velada concluía con la Petrouchka de Stravinsky, magnífica demostración -instrumento por instrumento- del virtuosismo de la orquesta y también del desempeño del director, que sigue con atención aquí cada movimiento, mimando al extremo la interpretación desde el podio, con un gesto casi actoral, para indicar el estilo de la pieza y llevar de la mano a la formación. El resultado final es es una sinfonía de colores, muy teatral, muy vivaz, una prosopopeya stravinskiana que se aproxima mucho a la impresión dejada por el Debussy inicial, como si se cerrase un círculo. Un momento extraordinario.
Al día siguiente, se nos proponía un recorrido completamente distinto, un un programa de vocación romántica: Weber, Schumann, Bruckner. El romanticismo de Gatti resulta fuertemente contrastado y vivo. Como en otras ocasiones, Gatti rechaza un romanticismo florido y elegíaco: el suyo es más bien puro drama, como la presencia de una naturaleza violenta, un lugar de sentimientos fuertes, vivos, manifestación de un “espíritu en ebullición”, con modos exasperados a veces, donde la extrema ligereza se acerca a una cierta insistencia, nunca pesante. Gatti pone en escena un sonido, resultado de masas contrapuestas que pueden indisponer a quien entienda el romanticismo desde un prisma menos agitado. En este caso asistimos a un teatro del sonido.
Romanticismo y agitación: la lectura de la obertura de Oberon de Weber, con su inicio oscuro, con el corno solo, seguido de una explosión dinámica en las cuerdas, es un ejemplo paradigmático. Bien sabido es hasta qué punto Weber ha sido determinante a la hora de difundir una cierta visión del romanticismo musical. En este sentido, Gatti emplea estas obras para conocer mejor a su propia orquesta, para calcular hasta qué límites puede llevarla, hasta dónde pueden seguirle en una suerte de emulación, como sucediera la noche anterior con Petrouchka. La interpretación misma deviene así una demostración de las posibilidades mismas de la formación.
Esto mismo se verifica de nuevo con el concierto para violonchelo de Schumann, donde Sol Gabetta demuestra una vez más sus capacidades con este instrumentos, pasando con naturalidad de la sutil dulzura de ciertos momentos a la agresividad de otros. La riqueza de la expresión, mucho más desarrollada que en el Saint-Saëns de la noche anterior (con una música menos formal y más sentida), el intenso diálogo con la orquesta que la solista mira y siente con visible emoción, todo ello hace que el concierto de Schumann, de gran tensión y sentimiento, sea uno de los mejores momentos de la velada. Dos propinas llegaron después por parte de Sol Gabetta: un fragmento de Casals junto a los notables violonchelistas de la orquesta (como el día anterior en el Après un rêve de Fauré) y un sorprendente fragmento de Pëteris Vasks, llevado por la solista hasta los límites del instrumento.
Los dos conciertos, vinculados incluso por sus diferencias, se cerraban a la grande con la ejecución de la Sinfonía no. 4 de Bruckner, una de las partituras más populares del compositor austríaco. Gatti nos hace escuchar un Bruckner muy distinto al más fluido de Jansons (Sexta) escuchado la semana anterior, quizá más próximo al Bruckner monumental de Haitink (Octava), aunque más dinámico. Su Bruckner es todo caso clarísimo, limpio en una voluntad de hacer perceptible toda la complejidad de la escritura, pero también del “sistema” de Bruckner, a veces repetitivo. El inicio, con las cuerdas apenas audibles, seguido por la intervención de corno extraordinario de Laurens Woudenberg, conforme se desarrollan los temas de la sinfonía, fue un momento extraordinario. En el segundo movimiento, el inicio con las cuerdas y el juego de pizzicati, es igualmente notable: la calidad de los pizzicati y su tremenda expresividad son a mi entender un indicio de la expresión del espíritu mismo de la partitura y del nivel de la orquesta. Los metales (tercer tiempo) y las maderas (¡clarinete!) sólo dan muestras de una absoluta perfección durante su ejecución de la partitura, con un color casi agreste, bucólico pero extrañamente berlioziano: esto es, una naturaleza verdaderamente en paz, aunque siempre al borde de una cierta tensión. También conviene reseñar el grupo de contrabajos, que no son aquí un mero sostén, escuchado en sordina, sino que resaltan como auténticos protagonistas en varios momentos, gracias a unos intérpretes excepcionales. El momento más espectacular es por descontado la coda final, que me atrevo a calificar de “catedralicia” y en la que la elevación del sonido otorga al crescendo final una sensación parecida a la que emerge de un órgano: un sonido impresionante, lento (Gatti contiene mucho el tiempo aquí), en un espacio como la KKL, con el órgano monumental que lo domina todo en una correspondencia dramática y poética entre el espacio y la música, creando una emoción increíble en los espectadores y asimismo entre los músicos. Comenza una nueva era para la orquesta del Concertgebouw, preñada de futuro y apoya en el pasado excepcional de una orquesta que sigue siendo una de las más extraordinarias de nuestros días.