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Un teatro para reconectar con la vida

Madrid. 07/05/22. Teatro de la Zarzuela. Penella: Don Gil de Alcalá. Celso Albelo (Don Gil). Sabina Puértolas (Niña Estrella). Chamaco (Carlos Cosías). Carol García (Maya). Manel Esteve (Don Diego). Miguel Sola (Gobernador). Simón Orfila (Carrasquilla). David Sánchez (Padre magistral). Pablo López (Virrey). María José Suárez (Madre abadesa). Ricardo Muñiz (Maestro de ceremonias). Coro del Teatro de la Zarzuela. Orquesta de la Comunidad de Madrid. Lucas Macías, dirección musical. Emilio Sagi, dirección de escena.

Cuanto miren los ojos creado sea,
y el alma del oyente quede temblando.

Arte poética. Vicente Huidobro.

Que tanto el teatro como la música son artes vivas y la lírica forma parte de ellas, necesitando una renovación y búsqueda escénica continuada, es una lógica que se alcanza por cualquier razonamiento deductivo, abductivo, inductivo y todos los -ivos filosóficos que quieran, sin que merezca la pena que yo entre a explicarlo, aquí y ahora. Las diferentes visiones sobre el escenario son absolutamente necesarias en ese acuerdo tácito que el público ha de aceptar al traspasar la puerta de una sala, se disponga lo que se disponga a descubrir, recordar o soñar al apagarse las luces.

En las últimas semanas y como procuro acostumbrar, he podido asistir a numerosas propuestas escénicas en nuestro país. Entre otras, por ejemplo, las de Claus Guth (Le nozze di Figaro), Calixto Bieito (Erresuma / Kingdom / Reino), Roger Bernat (Terra baixa), Ivan Alexandre (trilogía Da Ponte de Mozart) Paco Azorín (The Magic Opal), José Carlos Plaza (La casa de Bernarda Alba) o Alfredo Sanzol (El golem). Cierto es que, sin querer ponerme orteguiano precisamente, uno es uno y sus circunstancias y las del crítico son muchas al mismo tiempo. La vida, a veces, no se deja vivir como uno quisiera y seguramente ello haya influido en no conseguir disfrutar de ninguna de ellas. Sin embargo, con Emilio Sagi y su Don Gil de Alcalá, una vez más, he podido volver a conectar con un escenario, con el teatro y la música. Y a través de ellos, con la vida. A veces, quizá en la mayoría de ocasiones, como espectador uno no pretende transgredir, transcender o ahondar en la metafísica del ser humano. A veces uno sólo necesita vivir y eso puede ser lo más fácil o lo más complicado de conseguir sobre las tablas. Sea como fuere, es algo que consigue el teatro de Emilio.

No digo, en absoluto, que no haya encontrado en los autores citados (todos hombres, por cierto) ninguna sugestión, ningún asidero o puntual reflejo emocional, pero sí apunto a que el asturiano es uno de los poquísimos nombres de nuestro país donde uno puede sentirse y saberse reconfortado, abrazado o sustentado ante la vida, a través de la magia que sucede sobre los escenarios. La garantía de poder adentrarse en otro mundo, en concatenación al tuyo, sin verse ahogado ninguno de ellos y sentir que uno ha crecido, de cualquier forma, tras volverse a encender las luces. "El adjetivo, cuando no da vida, mata", dicen también los versos de Huidobro con los que abro y cierro estas reflexiones; escogidos, precisamente, para agradecerle a Emilio todo lo vivido gracias a él, que tanto rehúye de las adjetivaciones. Son ya 30 años desde que mi personal aventura con la lírica comenzase, en el Teatro de la Zarzuela, con él como director. Las garantías, decía, a menudo son sinónimo de aburrimiento, pero no es este el caso. Al revés, son muchos los títulos de Sagi que quien escribe ha visto: Pirata, Puritani, Katiuska, Manojo, Gato Montés, Bohème, Luisa Fernanda, Tancredi, Barbiere, Viaggio, Linda di Chamounix... cualquiera que ame la lírica en nuestro país ha de haberse encontrado con Emilio. Y siempre, me atrevería a decir, habrá sido un encuentro feliz. Don Gil de Alcalá lo ha vuelto a ser.

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Me aventuro a concluir, tras ver la obra de Penella en sus manos, que el suyo es un trabajo orgánico, que fluye a la antigua sin resultar sinónimo de antiguo y sobre el que ha vuelto a reflexionar, años después de su estreno, sufriendo, incluso, cambios escénicos. Un trabajo de equipo y de detalle. Y por ende, de respeto. Hacia la partitura, pero también hacia el teatro y hacia quienes lo hacen posible. Dice Emilio, haciendo gala de talante, que por lo general los cantantes líricos son buenos actores. Discrepo, discrepo un tanto, pero algo ha de haber en su forma de trabajar que lleva a todos ellos a mostrar lo mejor de sí mismos en su vis dramática o cómica. En este Don Gil hay personajes muy bien delineados, con unos diálogos que buscan la expresión, el acento, la curva de la frase y permiten la fluidez del todo, en un desarrollo natural, sin histrionismos o momentos forzados. ¡Y no es porque el libreto del propio Penella se preste poco a ello! En realidad, el título del compositor valenciano es un pastiche de situaciones, cuadros y diálogos ya vistos en la búsqueda del éxito que, efectivamente, obtuvo tras su estreno, en la Barcelona de 1932. Todo, hasta lo más remilgado de la época, se hace disfrutable aquí en manos de Sagi. Luego, además, hay detalles sublimes en eso, en la labor de equipo: el exquisito trabajo escénico de su habitual Daniel Bianco, unido a la iluminación de Eduardo Bravo en el reflejo del oro mexicano, o el vestuario de la desaparecida Pepa Ojanguren, con esas botas salpicadas de barro. Y de nuevo, en la zarzuela que imagina Sagi (aunque esta sea una ópera stricto sensu), los personajes bailan, porque la zarzuela, grande o chica, está llena de bailes y ritmos que dotan de expresividad a sus personajes, por supuesto sus características sillas o sus lámparas... esas mismas que algunos teatros se permiten utilizar de forma apócrifa en otras producciones.

Como protagonista del título, un Celso Albelo en estado de gracia, como lleva estando años, por lo que se le recibe ahora con los brazos abiertos tras una década sin cantar una obra completa en el Teatro de la Zarzuela. El tenor canario hace y deshace. Deshace, ese es el verbo. Desgrana, diluye sus frases con filados y medias voces, con soberbias líneas melódicas, al mismo tiempo que muestra brillo y expansión en el agudo, destacando en los concertantes donde participa. Marina, Tabernera, Luisa Fernanda... Necesitamos más Albelo en la Zarzuela. Toda su delicadeza e ingenio cánoro encuentra sus mejores momentos en los dúos con Niña Estrella, donde Sabina Puértolas se despliega en el mismo dechado de intenciones. Jugar al recoveco, a la expresión fragil y perspicaz al mismo tiempo, dibujando un personaje perfectamente construido. Ya sólo su página de presentación, con esa doble faceta entre lo social y lo íntimo, lo que se espera de ella y lo que siente en soledad, es maravilla. Al rol se le sustrae la página de las mariposas, con gran acierto ante lo inverosímil de tanta cursilería. Esta Estrella va por otro camino, el de los pillos, el grupo de pícaros que tanto han definido nuestra cultura y sociedad, desde el Siglo de Oro hasta aquel cine de los cincuenta y sesenta con cintas como Los tramposos (con música de Antón García Abril) o Los pedigüeños.

El grupo de granujas (con un quinteto que es copia y pega del de Carmen de Bizet) se completa con un divertidísimo, comprimido (comprimido de bien, que hay que saber comprimirse, como dicen en La verbena de La Paloma) y equilibrado Chamaco de Carlos Cosías, el elegante y ponderado Carrasquilla de Simón Orfila, que defiende una inestimable vis cómica con gran acierto, incluido ese número del jerez que raya el horterismo por sí mismo, pero que él sabe dotar de calidad y calidez para hacerlo digerible, junto a esas frases ya superadas sobre que por amor todo se perdona y que este hace todo posible... no, ya, afortunadamente, no. Y por último, la espléndida Maya de Carol García, con una faceta cómica, del mismo modo, estupenda y una voz de suave y coloreado timbre, que empasta a la perfección con la de Puértolas en la conocida Habanera. Número, por cierto, que tuvo que ser bisado ante la insistencia de nuestros aplausos. Ahora mismo escribo sobre ello y me vuelvo a emocionar. ¿Que Penella sabía a la perfección lo que buscaba? Sí. ¿Que como público sabemos exactamente lo que buscamos al llegar ese momento? También. ¿Que he disfrutado llorando como el que más? Absolutamente. Y aunque fuese a todas las funciones previstas, seguiría ocurriendo igual, ténganlo por seguro. Esa es otra genialidad de Sagi. Dejar que todo suceda por sí mismo, o que así lo parezca, en un escenario.

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Alrededor de todos ellos, una fantástica labor coral donde no puede haber reproche alguno, firmando una noche única en conjunto, pero también individualmente en todos los personajes secundarios. Magnífico el Don Diego de Manel Esteve, así como el Gobernador de Miguel Sola, con una manera de hacer única que le convirtió en un nombre imprescindible para que esta fuese una noche para el recuerdo. El contrapunto de un rol dramático en una partitura que busca el gusto por la zarzuela grande, que asume, sin embargo, el peso cómico al llegar el último acto. Su forma de trabajarlo, de hacernos cómplices de su pasado y su destino, encontrándole divertido, es de quitarse el sombrero. Admirables igualmente la Madre abadesa de María José suárez, el Maestro de ceremonias de Ricardo Muñiz y el Virrey de Pablo López, así como el timbrado y sonoro Padre Magistral de David Sánchez. En noches como esta, donde uno se da cuenta que la vida es mucho más imperfecta, en realidad, que un escenario... miren... a quien le ponga un pero: "pero el marido de la pera".

Ya digo que Manuel Penella, quien estrenó su primera zarzuela antes de cumplir los 15 y se entregó a este Don Gil con más de 50, escribiendo entretanto más de 80 títulos líricos, parecía saber muy bien lo que buscaba. Denominó la obra como "ópera de cámara" y en el foso dejó nada más que la cuerda, acompañada por dos arpas que dotan del justo y necesario color en momentos clave de la misma. Escribiendo sus propios libretos, miró hacia la Ilustración y la archiconocida El sí de las niñas, de Moratín, para desarrollar la acción. Es por todo ello y por la utilización de formas antiguas como pavanas, madrigales y minuetos, que a menudo se tiene este título como una mirada hacia el Clasicismo, hacia Mozart o Rossini incluso, dado el divertido enredo con el que se alcanza el final del mismo. Sin embargo, y esto ya es una visión no compartida por todo el mundo, supongo, no dejo de encontrar paralelismos en los continentes, en las intenciones, en los marcos de lo que se quiere mostrar. Ya he hecho referencia a ese Quinteto del Tercer acto que parece beber del de Carmen; de igual modo el dueto entre Carrasquilla y Don Gil que abre el Segundo, en una copia del de barítono y tenor en el Don Carlo verdiano... Significativo me parece el vibrar, el espíritu del arranque del Preludio, comparado con los primeros compases de Manon Lescaut, de igual modo que, me lanzo y lo digo, escucho células que me recuerdan a la Manon, esta vez de Massenet, en la mutación entre cuadros del Primer acto. En cualquier caso, esta receta funciona y lo hace también gracias a la impecable labor del Coro del Teatro de la Zarzuela, no siempre lo suficientemente reconocido y a una Orquesta de la Comunidad de Madrid que encuentra en Lucas Macías a un cómplice necesario con el que muestra sutilezas y expansión, dinamismo y color. Esa manera de sostener en Todas las mañanitas, el comienzo del Tercer acto, esa forma de acompañar el No llores más de Maya y la tensión tras regresar Estrella a su primer tema con el que se presenta en la obra ... Si uno sale a la calle con la sensación de que esta obra es una genialidad, lo es también por la forma en que se ha ofrecido en el Teatro de la Zarzuela.

Sólo para nosotros
viven todas las cosas bajo el sol.

Fotos: Javier del Real.