Desexualizando un mito
Aix-en-Provence. 5/07/2022. Grand Théâtre de Provence. Strauss. Salome. Elsa Dreisig (Salome), Gábor Bretz (Jochanaan), John Daszak (Herodes), Angela Denoke (Herodías), Joel Prieto (Narraboth). Dirección de escena: Andrea Breth. Dirección musical: Ingo Metzmacher.
Es difícil en muchas ocasiones no entrar en la frecuente polémica a la que desde hace bastante años se enfrentan algunas producciones de ópera. Estamos hablando del enfoque que desde la dirección de escena se da a algunas obras que hacen que se transforme la esencia del texto y de las intenciones de los compositores y libretistas. Siempre hay dos constantes en estas polémicas: los directores justifican siempre su punto de vista con argumentos contundentes y el público y los críticos lo aceptan, lo rechazan o simplemente, lo obvian. El escándalo, el aplauso o la indiferencia pueden alcanzar distintos grados, como también el talento. Creo que esta es la clave de toda “transformación” que pueda sufrir la representación de una ópera: el grado de talento con el que ese (o esa) director de escena nos presente su punto de vista, su visión de una obra que tiene un recorrido histórico y unos parámetros bien definidos para los aficionados.
La directora de escena alemana Andrea Breth abría el pasado martes, con su versión de Salome de Richard Strauss, las representaciones de ópera del Festival de Aix-en-Provence, unos de los más prestigiosos del verano europeo. El Festival se había inaugurado el día anterior con una interpretación escénica de la 2ª Sinfonía (Resurrección) de Mahler a cargo de Romeo Castellucci con Esa-Pekka Salonen en el foso y que comentaremos en estas mismas páginas los próximos días. Y en el Gran Teatro de la Provenza, al final de la representación, hubo muchos aplausos para ella pero también bastantes abucheos. Y es que Breth aborda Salome desde una perspectiva que cambia radicalmente la esencia del mito. La princesa idumea es, desde su aparición en el Nuevo Testamento, ejemplo de sensualidad, capricho, exceso y también locura y muerte. A esta tradición se une Oscar Wilde en su obra teatral que fue la fuente de la que bebió Strauss para escribir el libreto y la música de su primera obra maestra para los escenarios, y que causó en su momento un escándalo mayúsculo tanto por la temática como por la partitura exuberante y transgresora con la tradición. Pero la directora alemana rompe con esa visión o, según ella, cliché, de mujer fatal y nos presenta a Salome como una mujer casi púber, perdida en una corte corrupta, sin saber muy bien lo que quiere, explorando casi casta una sexualidad que nace al oir la voz de a Jochanaan, el profeta, desde la cisterna donde está encerrado (aunque siempre esté en escena y su voz se oiga directamente desde el escenario, paseando con un cuervo en el hombro en los primeros momentos). Sólo al final de la obra, en la tremenda escena final de la princesa con la cabeza del Bautista se atisba que esa sexualidad ha florecido, aunque con un desenlace fatal.
La propuesta puede aceptarse, aunque destruye la esencia de la obra de Strauss tanto en su música como en su texto. Es otra visión y ,aunque nos resulte ajena podría haber tenido sentido con un desarrollo más convincente. Pero no es este el caso. Breth se pierde desde las primeras escenas inmovilizando o abusando (algo que hará a lo largo de toda la representación) de la cámara lenta en el movimiento de los personajes en ciertos momentos, como queriendo parar la acción trepidante de la música. Todo la primera parte en las mazmorras del palacio de Herodes (convertido en un espacio oscuro donde solamente el suelo, convertido en una especie de tierras movedizas de lascas pizarrosas -con una excelente realización del escenógrafo Raimund Orfeo Voigt- permite el desarrollo teatral) no tiene garra ni atractivo, y las interpretaciones de Salome, Jochaanaan y Narraboth quedan desdibujadas y sin apenas carga sensual. Tampoco la segunda parte, en el banquete del tetrarca, atrae visualmente, convertido el ágape en una especie de última cena (con un reducido espacio) donde los personajes se mueven alternativamente ralentizados o en actitud normal, aporta nada a la historia y tampoco lo hacen una Danza de los siete velos carente de emoción. Una idea con posibilidades pero cuya plasmación aburre más que atrae.
Musicalmente el público salió mucho más convencido, principalmente por una excelente versión del maestro Ingo Metzmacher, que aunque al principio se vio lastrada por la falta de garra de la producción que pareció contagiar el foso, poco a poco se impuso como la gran baza de estas representaciones ya que la de Metzmacher es una lectura minuciosa, descriptiva, quizá algo ajena a la sensualidad y más centrada en lo analítico pero interesante y preciosista. Al éxito del foso contribuyó una excelente Orquesta de París, de una calidad en sus atriles espectacular y, sobre todo con una cuerda empastada y que se lució en el famoso pasaje de la danza.
La soprano franco-danesa Elsa Dreisig asumía el siempre comprometido pero apasionante papel protagonista. Su Salome encajó en lo escénico con la propuesta de la directora y eso restó brillantez actoral pero sí que estuvo a altísimo nivel en lo vocal, donde se movió absolutamente segura en toda la tesitura, con unos agudos brillantes y con un desempeño en la escena final de alta categoría. Quizá le falte un poco más de rodaje, una interiorización mayor del personaje a la que le ayudarán otras producciones, pero tiene cualidades de sobra para ser una Salome de primera línea.
Gábor Bretz mantuvo a su Jochanaan a un nivel poco relevante. Su volumen no es el necesario para enfrentarse a la brillante orquestación straussiana y le faltó siempre garra y fuerza. Siempre cantó en escena (incluso en la escena del banquete, donde se supone que está encerrado, aparece su cabeza sobresaliendo en la mesa, como si ya la hubieran cortado) pero nunca transmitió emoción y ese poderío vocal que uno espera del papel para barítono más atractivo de Strauss.
Aunque con algún evidente desajuste en el agudo, el Herodes de John Daszak fue convincente y quizá el que más se acercó a la idea clásica que tenemos de la ópera. Con gran potencia y excelente trabajo en el escenario fue de los cantantes más aplaudidos por su entrega y calidad. Un lujo contar como Herodias a Angela Denoke, una cantante que siempre emana elegancia y que aunque esté en el ocaso de su carrera mantiene la calidad que tantos éxitos le ha dado.
Muy bien el Narraboth de Joel Prieto que, poseedor de un timbre de gran belleza, hizo un gran trabajo vocal aunque su papel estuviera completamente deslucido por el planteamiento escénico. Buen trabajo, en general, del resto de cantantes, aunque destacaría el grupo de lo cinco judíos, que en su escena del banquete consiguieron uno de los momentos musicales y escénicos más emocionantes de una representación que se quedó, en lo teatral, solamente en una idea.
Fotos: © Bernd Uhlig