© Monika Ritthershaus
Louise en el diván
Aix-en-Provence. 13/06/25. Théâtre de l’Archevêché. G. Charpentier. Louise. Elsa Dreisig (Louise), Adam Smith (Julien), Sophie Koch (La Mère), Nicolas Courjal (Le Père), Grégoire Mour (Un Marchand d’habits), Annick Massis (La Balayeuse), Marianne Croux (Irma), Carol Garcia (Gertrude), Karolina Bengtsson (Camille), Marie-Thérèse Keller (Madeleine). Chœurs et Orchestre de l’Opéra de Lyon. Christoph Loy, dirección de escena. Giacomo Sagripanti, dirección musical.
Al amanecer el siglo XX, la ópera francesa se encuentra en una encrucijada. Tras un siglo de esplendor, de enorme creatividad en cuanto a géneros y estilos que abarca desde la grand opéra de Giacomo Meyerbeer a las provocativas operetas de Jacques Offenbach, de la tragédie Lyrique propuesta por Charles Gounod a las geniales intuiciones de Georges Bizet, solo Jules Massenet parecía ser el portador de la antorcha de una gran tradición. Diversos elementos contribuyeron a fijar esa encrucijada. Por un lado, el terremoto wagneriano, progresivamente asumido, pero que no pudo dejar a nadie indiferente y, por otro, los vientos que llegaban de una Italia a la que aún le quedaban algunas cosas por decir. Verdi había sorprendido con sus últimas creaciones -no es soslayable la posterior influencia del componente neoclásico de Falstaff-, pero, sobre todo, una nueva generación empujaba con fuerza: La giovane scuola italiana o, como se los ha conocido posteriormente y de forma un tanto genérica, los veristas.
El verismo o realismo llegó a Italia cruzando los Alpes des de la Francia de Zola y, a través de Giovanni Verga y algunos otros, acabó, de manera inesperada, impulsando un nuevo estilo operístico que, en su esencia, buscaba el salto mortal de retratar la cruda realidad social de las clases oprimidas, tanto urbanas como agrícolas, con una música que, pese al acerbo tradicional, incorporaba elementos de la orquestación y el discurso continuo wagneriano. El éxito del experimento sorprendió a la propia empresa y, en seguida, tuvo repercusión internacional. Los compositores franceses no fueron ajenos al fenómeno y, apenas cuatro años después del estreno de Cavalleria rusticana, Massenet experimentaba esos mismos preceptos con La navarraise (1894) y Gustave Charpentier hizo lo propio con Louise, estrenada exactamente en 1900, tan solo veinte días después que Tosca en Roma. Parecía que la ópera francesa había encontrado una vía de escape, pero en 1902 llegó Debussy con su Pélleas et Mélisande y arrasó con todo. Tras eso, nada podía ser igual en la música francesa. Y no lo fue.
Así, Louise quedó como el lejano recuerdo de un momento muy concreto de la ópera francesa, una rareza del repertorio apenas conocida por una bella romanza. De ahí que esta recuperación por parte del Festival de Aix-en-Provence hubiese creado tanta expectación. Ahora bien, de aquel ideal verista que pretendía retratar las calles parisinas -ahí el perfume de La bohéme pucciniana sobrevuela inevitablemente- poco queda en la propuesta escénica de Christoph Loy. El director alemán prescinde del paisaje externo para sentar a los personajes protagonistas en el diván, no en vano sitúa toda la obra en un único decorado que bien puede ser la sala de espera de un psiquiátrico. Ahí encontramos a la pobre Louise, víctima de la asfixiante presencia de una madre cruel y un padre abusador. Todo lo que se desarrollará después bien puede ser un flashback o sucede en la mente enferma de Louise, que vivirá una historia de amor (¿soñada?) con Julien. Éste reaparece al final de la obra vestido de médico, quizás de una clínica clandestina a la que Louise es conducida por su madre para interrumpir un embarazo provocado por los abusos sexuales del padre.
Se trata, en definitiva, de una producción prototípica de Loy, al menos en los últimos tiempos. Un espacio único, de diseño e iluminación similar al de otras producciones (como la conocida de Rusalka), disociación de la historia original para llevarla a un imaginario propio a través del cual diseccionar psicoanalíticamente a sus personajes. Funciona a ratos, sí; es inteligente, cómo siempre; pero la fórmula, por conocida, puede resultar cansina
La dirección de actores es también un punto fuerte de Christoph Loy y su Louise no es una excepción, con una Elsa Dreisig que construye hasta el más mínimo detalle un personaje débil, torturado, traumatizado, pero enternecedor. Si su encarnación física del personaje fue extraordinaria, la interpretación vocal, pese a un buen nivel general, no tuvo el mismo nivel de excelencia, mostrando alguna inconsistencia en el agudo -muy perceptible en su gran momento, “Depuis le jour”- y cierto cansancio al final, ciertamente comprensible en un papel largo y exigente. En cualquier caso, fue, de largo, lo mejor de un reparto discreto en el que el tenor Adam Smith mostró buenos medios e incapacidad para encauzarlos técnicamente. El centro posee un bello color, pero cada ascensión al agudo supuso una inquietante aventura, a menudo con final trágico. Lo mismo se puede decir del bajo Nicolas Courjal en el papel del padre, de voz resonante, pero emisión leñosa y dinámicas poco controladas. Sophie Koch, la madre, ya no está en plenitud vocal, pero jugó bien sus cartas en el papel de veterana, completando un cuarteto protagonista entregado escénicamente, pero muy irregular en lo vocal. Hay que destacar, dentro del amplísimo reparto, a la siempre excelente Carol García en el papel de Gertrude.
Pero si la función, en líneas generales, no acabó de coger el vuelo que debía fue, en gran parte, por la sorprendentemente anodina dirección de Giacomo Sagripanti que, en la primera parte, resultó realmente tediosa. El sonido de la Orquesta de la Ópera de Lyon parecía atrapado en el foso, corto de vuelo, de colores indescifrables y con un fraseo muy poco definido. Afortunadamente la cosa mejoró considerablemente en la segunda parte, mucho más espectacular por sus números de conjunto y corales, así como en el trágico final que pareció despertar de su letargo al director italiano.
Fotos: © Monika Rittershaus