harding concertgebouw ibermusica rafa martin© Rafa Martin

Deconstruyendo a Mahler

Madrid. 01 y 02/11/22. Auditorio Nacional. Fundación Ibermúsia. Obras de Mahler, Veldhuizen, Brahms y Beethoven. Royal Concertgebouw Orchestra Amsterdam. Leonidas Kavakos, violín. Daniel Harding, dirección de orquesta.

Mahler es contraste, no hay axioma más evidente en su música, valga la redundancia. Desde el primer compás de su Primera sinfonía, es un lugar común hasta alcanzar la Novena y última de sus obras sinfónicas, donde, de alguna manera, el compositor de Kaliste acaba deconstruyéndose a sí mismo. Lo hace tras una vida de marcados sinsabores y que en los últimos años le hundió en un trágico dolor, plasmado en sus pentagramas a base de antítesis varias, sí, pero también en un discurso que se diluye, como la vida misma, con uno de los finales más trágicos y sobrecogedores que se recuerdan en toda la historia de la música.

Una obra colosal en su intensidad, de la que, como público, siempre cabe esperarlo todo. En su propuesta, Daniel Harding parece rendirse ante lo que por sí sola ya es capaz de ofrecer la Royal Concertgebouw de Ámsterdam. Pura nitidez y brillo, puro sonido en una de las mejores formaciones del mundo, de especial unión con la hermenéutica mahleriana desde la propia época del músico. Una lectura que huye de histrionismos, de la diferencia por la diferencia; una construcción un tanto impersonal, sí, pero que procura hacer hablar a Mahler por sí mismo. Sin que se alcanzase una hermenéutica que nos llevara a la filosofía intrínsca de su música en plenitud, Harding bregó en el Andante, frase a frase, paso a paso, sin horizontes, apoyado en los extraordinarios solistas de la Concertgebouw (absolutamente referencial el oboe de Alexai Ogrintchouk, aquí y en el otro programa) y se erigió por encima de los incesantes móviles y toses que bombardearon la sinfonía a lo largo de la noche. Reluciente y elegante en los ländlers del segundo movimiento, se echó en falta mayor incisividad, sarcasmo mahleriano en el Burleske del tercero y, al acometer el cuarto y final, uno acabó llorando. Quizá con eso esté todo dicho. No fue este el Mahler que a uno le pellizca, le remueve, le duele... pero sí el que le sobrecoge de igual manera por su música infinita, por su elevación sonora. El arranque del Adagio, así como sus últimos compases, que sobrevivieron al público, quedan en la memoria como una mágia noche más en la historia de Ibermúsica.

No hubiese hecho falta más y, a pesar de lo accesorio de incluir otra pieza al comienzo, se agradece la búsqueda del Ciclo por estrenar en España nuevas obras. Así, en este caso, pudo escucharse al comienzo de la noche Mais le corpstaché d'ombres, de Rick van Veldhuizen, una suerte de deconstrucción a la inversa, en una combinación de ideas y motivos densos y desmadejados en su comienzo, inspirados muchos de ellos en Mahler, según el propio compositor, y que va tomando todo ello una forma más diáfana, sólo a través de la cuerda, hacia su resolución final.

Antes, en la velada anterior, Concertgebouw y Harding se avinieron al violín de Leonidas Kavakos, qué duda cabe que uno de los mejores artistas de su generación. Prístino, afinadísimo, sutil y certero se desplegó su instrumento a lo largo del Concierto para violín de Brahms, todo un clásico en su haber que el propio músico de origen griego ya tocó en Ibermúsica el año pasado, en aquella ocasión con la Sinfónica de la Radio de Berlín y Vladimir Jurowski. Pandemia de por medio, el Concierto brahmsiano también sonó en el Ciclo en 2019 (Veronika Eberle) y en 2017 (Sergei Dogadin), por lo que podemos catalogarlo de habitual en los últimos años de su programación. Sea como fuere, la elegancia de Kavakos despertó ya aplausos y bravos al terminar el primer movimiento. De absoluta connivencia con Harding y las dialogantes frases del tercer movimiento, tras un recogido, a la par que expresivo Adagio, terminaron por dibujar un Concierto redondo, de brillante y colorida atmósfera, con una interpretación referencial.

No quedaría ahí la cosa, porque a continuación se ofreció una pletórica Sexta sinfonía de Beethoven. A lo expuesto ya sobre el sonido, que encontró aquí también buena horma a través de la batuta del director británico, se sumaron acentos e incisividades propias del genio de Bonn que marcaron el impulso narrativo que requiere tan programática partitura. Fue este un Beethoven prodigioso, arrebatador y bellísimo en su paleta de color, con unas maderas impresionantes, así como una cuerda, toda ella, pero especialmente en su sección grave, que supusieron la evocación perfecta para dar vida a una partitura aparentemente conocida y manida que, sin embargo, en poquísimas ocasiones disfrutamos con tal excepcionalidad.